Pasta, más que piel

Hay un fantasma que resurge de vez en cuando en la vieja Europa. No es un fantasma tan alegre como los que cazaba Bill Murray en una película famosa, y tampoco se trata de una versión del deprimido y triste fantasma de Canterville que para Oscar Wilde estaba necesitado de calor humano. El nuevo fantasma es el racismo, el que disimula tras una sábana llena de incultura propia y de odio al otro. El otro, además, es un factor que va en aumento, un emigrante atraído por el espejo de la prosperidad. O un aspirante a refugiado, el que pide auxilio para no ser víctima de las bombas, los gases y las represiones de todo tipo. Su problema es llegar demasiado tarde a una Europa temerosa, como si estuviéramos en el año 476 con los bárbaros a punto de caer sobre Roma.

Sin embargo ya se han alzado las barreras marítimas, terrestres, aéreas, y las nuevas corazas de la xenofobia. Los enemigos son los portadores de una distinta complexión, sea ideológica, religiosa, o futbolística o dietética. Son los otros, los que amenazan con quitarnos todo, o casi, según los ultras que se creen empobrecidos, amén de justos, benéficos y moderados al estilo del Frente Nacional de Marine Le Pen y otros partidos que tal calzan.

Hay quien llama microrracismos a muchas de las nuevas manifestaciones de intolerancia y xenofobia en Europa. Ese término es engañoso cuando se usa para limitar, o repeler, a los migrantes, los supuestos invasores del dinero y la seguridad nacional. Lo innegable es que se extienden cada vez más los determinismos raciales, no solo los prejuicios raciales que alguna vez hicieron sonreír, como los de quienes querían encontrar apéndices caudales en los primitivos, Sin mencionar a los monogenistas recalcitrantes, como el conde de Buffon, que nunca dudaron de que Adán y Eva eran blancos ‘a imagen de Dios’.

Si ahora Europa se ennegrece es precisamente por el odioso revivir de los racistas y sus teorías. Como si no hubiese pasado nada desde 1939, cuando la crema de la teología cristiano-nazi se reunió en el castillo de Wartburg. Allí tenían que encontrar una solución para el judío Jesús y no vieron otra mejor que declararlo ario. Hoy el neonazismo busca otros desagües y canales para el olvido. Las cifras vuelven a ser molestas. Cinco mil emigrantes encontraron el año pasado refugio y seguridad en el Mediterráneo, bien entendido que en su parte inferior, el reino de las algas. En realidad era gente que pretendía vivir lejos de la miseria y de la metralla. Gente, en suma, deseosa de sobrevivir, de obtener alguna dignidad, eso que Europa enseñó al mundo cómo se podía recuperar tras un par de guerras mundiales.

Pero hoy decrece la solidaridad en una Europa llena por otra parte de populismos, de excedentes de burocracia, y tal vez de leche y mantequilla. Se echa de menos cuando muchos europeos eran capaces de compadecerse del otro, incluso de aquel a quien se tildaba benevolentemente de extracomunitario. Ahora los que sobreviven a las olas y a las concertinas son vistos directamente como rivales en el reparto de una tarta menguada. Otro fruto de lo que llegó en 2008, y que quizá no fue un crash, ni siquiera una crisis, sino un nuevo sistema económico aplanador. Siendo una de sus derivadas un aumento de la xenofobia y del racismo que le es consustancial.

Claro que, como recordaba el antropólogo Marvin Harris, hay un racismo folk, “un sistema popular de prejuicios y discriminaciones”, que no es privativo de épocas modernas, o del capitalismo, hundiendo sus raíces en hechos etnográficos de tanta antigüedad como el hombre. Ha habido y hay un recurso constante al determinismo racial basándose sobre todo en la pata de la conducta de ciertas sociedades más que en las poco demostrables tendencias y actitudes hereditarias. Por otro lado la denigración del otro no tiene solo que ver con parámetros económicos. Se ha dado entre tribus del Amazonas que se podían lanzar epítetos como piojos o monos. Se negaba la humanidad al otro, y por tanto se le podía eliminar (otras veces comer).

Ahora si algo caracteriza al nuevo racismo occidental, y europeo en particular, es que, al margen de los determinismos, se apoya como nunca en el temor de perder dinero, un fluido que se imagina tan inagotable en nuestras sociedades como la fuente de la eterna juventud. De donde se colige que es la pasta y no la piel lo que pone en marcha el viejo mecanismo racista. No es necesario adobarlo de solemnes simbolismos como el de los nazis que pensaban que los alemanes eran la obra maestra de Dios, y los demás, judíos, gitanos, eslavos, negros…, razas subhumanas..

En tal punto los colores de las mejillas no tienen base de discusión alguna. Importan las mentiras, los bulos, las insinuaciones. Los que vienen de fuera van a quitar a los de dentro el pan y las pintas, y los servicios sociales. Eso piensan los neo-xenófobos, pastoreados por los consabidos dirigentes, puros patriotas, que han descubierto en las Bahamas, si no la fuente de Bimini, al menos un paraíso fiscal.

Luis Pancorbo es periodista y antropólogo

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