Pastores o borregos

Los políticos son pastores y, a la vez, borregos. Por un lado, tienen que liderarnos, proponiendo soluciones a nuestros retos colectivos. Por otro, deben escucharnos, adaptándose a nuestras demandas. Tradicionalmente, el político carismático lideraba en los retos que unen a toda la sociedad (economía, paro, bienestar) y escuchaba en las cuestiones que nos dividen (energía nuclear, aborto, alianzas exteriores). ¿Recordáis cuando los partidos democristianos dejaban libertad de voto a sus parlamentarios en temas morales, o los Gobiernos socialistas convocaban referendos sobre la permanencia en la OTAN, mientras mantenían unas coordenadas marcadas en políticas sociales y económicas?

Pues bien, hoy es al revés. Los políticos exitosos son pastores en los asuntos menores y borregos en los mayores. No sabemos qué edad de jubilación proponen, pero sí qué monumentos querrían retirar de las plazas públicas o cómo vestirían a Melchor en la cabalgata de Reyes. Para ser más precisos, muchos políticos han renunciado al liderazgo en lo que en ciencia política se llaman “temas de valencia”, aquellas cuestiones cuyos objetivos son compartidos por la ciudadanía, como el crecimiento económico, la reducción de la criminalidad o la cohesión social. Los políticos telegénicos no pierden el tiempo en desplegar argumentos mínimamente elaborados sobre cómo abordarían estas metas complicadas. Prefieren refugiarse en los llamados “temas posicionales”: aquellos donde los ciudadanos discrepan sobre el objetivo final, como las relaciones exteriores, el aborto, la cadena perpetua, la enseñanza de la religión o la ubicación de la foto del Rey en el salón de plenos.

Pastores o borregosEn principio, parece una mala estrategia. Si quieres ganar las elecciones, ¿para qué subrayar lo que divide a los votantes y no lo que los une? El corresponsal del Financial Times en España, Tobias Buck, se preguntaba con un sentido común muy británico por qué Podemos y sus confluencias gastan tanto capital político en asuntos como los toros y las procesiones religiosas, que antagonizan a los votantes moderados, en lugar de centrar sus energías en temas, como la vivienda o la pobreza, donde existe un mayor acuerdo social. La respuesta es que antagonizar es una fórmula de éxito en la política actual.

Los políticos se están convirtiendo en guerreros culturales. Los hemos visto en la política norteamericana desde los años noventa, cuando Pat Buchanan lanzó una guerra cultural contra Bill Clinton a la que se han sumado paulatinamente las generaciones posteriores de políticos republicanos. Para los guerreros culturales, la política no es un proceso de negociación para alcanzar un consenso, sino una lucha entre el Bien (prohibir el aborto y el matrimonio homosexual, permitir las armas y la pena de muerte) y el Mal (lo contrario). El político apela a su tribu cultural. No quiere conquistar al votante centrista, sino movilizar a los extremistas.

El guerrero cultural se ve favorecido por una selección cada vez más democrática de los candidatos electorales. Veamos el curioso caso de Ted Cruz, el heredero de Buchanan dispuesto a librar una batalla cultural con otro miembro de la familia Clinton. Cruz, que podría ser el candidato republicano a la presidencia tras ganar el caucus de Iowa, perdió en 2012 por más de 10 puntos la primera ronda de las primarias republicanas a su escaño en el Senado por el Estado de Texas frente a un republicano prestigioso y moderado. Sin embargo, Cruz logró ganar en la segunda ronda gracias a la movilización de las bases más radicales, incansables al desaliento y siempre dispuestas a acudir a unas nuevas primarias. Ahora, en su cruzada para activar a millones de votantes evangelistas, quiere replicar la misma estrategia a escala nacional: ¿para qué guiar al rebaño entero con mensajes ponderados cuando puedes vencer agitando a las ovejas furiosas?

En España, la guerra cultural es cada día más rentable porque hay más competición política. Por una parte, la proliferación de primarias, si son cerradas a los militantes, favorecen a los candidatos más ortodoxos frente a los más heterodoxos. Por otra parte, la mayor oferta de partidos hace más provechoso el frentismo. Cuando puedes ganar las elecciones con poco más del 25% de los votos, tiene más sentido energizar a los fieles que atraer a los indecisos.

La guerra cultural va más allá de la estética de la nueva política. De las camisetas, las coletas, las rastas y el uso del lenguaje de la calle. La nueva política usa la estética como un arma más de la guerra cultural. Nuestra estética frente a su estética. Nuestro Melchor frente al suyo. Nuestros héroes libertarios frente a sus generales y monjas en las placas de las calles. El nuevo político abandera todo lo que puede unir a los suyos no a pesar de, sino precisamente porque los separa de los demás. El nuevo político concentra sus esfuerzos en los temas que fracturan a la sociedad en dos bandos para dejar claro que él es el líder de uno. Cuanto más se hable de lo que nos divide a los españoles, y menos de lo que nos une, mejor. Y, en las preocupaciones de todos, aquellas que requieren argumentos sutiles como el encaje de las aspiraciones nacionalistas, no hay que mojarse. Que “la última palabra la tengan los ciudadanos” es la expresión favorita de muchos nuevos políticos.

Sin embargo, el gran beneficiado de la guerra cultural es el PP. Simplificar la política como una contienda entre dos Españas culturales —la Virgen y la corbata frente al libertinaje y los piojos— le ayuda a erigirse como una referencia clara para los votantes de derechas. Ciudadanos sufre cada vez que debe elegir entre las dos culturas y el PP se aprovecha. Además, y a nivel más general, la guerra cultural permite a los partidos conservadores derrotar a los progresistas de forma indirecta. Uno de los candidatos republicanos menos preparados de la historia, George W. Bush, venció a uno de los demócratas con más credenciales, Al Gore, en las elecciones de 2000 porque centró muchos de sus ataques en un tercero, el mediático activista político y ecologista Ralph Nader, haciendo que la discusión se trasladara a terrenos donde Nader podía robar votos a Gore. Al contrario que en la guerra, aquí triunfas si consigues que el enemigo de tu enemigo sea tu enemigo.

En definitiva, corremos el riesgo de que el clima de efervescencia política que vivimos transmute en una disputa cultural. En una lucha de identidades y no de visiones políticas. De qué somos los españoles y no de qué queremos ser. Un lugar propicio para los guerreros culturales y los borregos políticos.

Víctor Lapuente Giné es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo y autor de El retorno de los chamanes (Península).

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