Las Juventudes Socialistas están prohijando una campaña que responde al título, nada académico, de «Dale una patada al Diccionario», contra el monumental «Diccionario Biográfico Español» elaborado por la Real Academia de la Historia. Exigen la retirada de los 25 volúmenes editados, la paralización editorial de los restantes 25 y la dimisión de Gonzalo Anes, director de la Academia y uno de nuestros más prestigiosos historiadores; un lujo. En este desnortado asunto padecemos un disparate sobre otro.
En 1991 se publicó un antecedente del actual «Diccionario Biográfico Español» que ahora ha causado esta polémica artificial y bobalicona: el «Diccionario Biográfico» dirigido por Miguel Artola, reconocido historiador y miembro de la Real Academia de la Historia. Este «Diccionario» fue financiado por el Ministerio de Cultura siendo ministro Jorge Semprún, y presidente del Gobierno Felipe González. En la entrada, «Franco» no se dice que fuera «dictador» ni siquiera «autoritario». No se produjo entonces ninguna polémica. ¿Por qué ahora sí? Está claro: el presidente Zapatero ha desbocado la llamada «memoria histórica» y cualquier despropósito se cobija bajo su bien subvencionada sombrilla.
La Real Academia de la Historia se fundó en 1738 por Real Cédula de Felipe V. Desde entonces, en sus cerca de trescientos años de rica trayectoria, nunca se había producido una polémica como esta. Al menos por ello el hecho no debe ser tomado a la ligera.
Recientemente la Comisión de Educación del Senado debatió una moción, defendida por el senador Joan Saura, dirigente de ICV y ex consejero de Maragall y de Montilla, en la que se pedía, en la senda de los cachorros del PSOE, la retirada del Diccionario, su paralización editorial y, además, que la Academia hiciese pública una rectificación por «manipular la Historia, ensalzar la valentía del caudillo y ocultar la represión del régimen franquista». Nada de eso es cierto en el sentido que se le quiere dar.
Es obvio que ni los jóvenes socialistas ni el defensor de la moción senatorial han leído el Diccionario. Porque si conociesen la obra y no hablasen de oídas se trataría sencillamente de una burda manipulación para engañar a los incautos o desinformados.
Jorge Semprún, al que recientemente hemos perdido, que tenía buenos motivos para saberlo, denunció hace tres décadas en su «Autobiografía de Federico Sánchez» la memoria sesgada: «Te asombra una vez más cómo funciona la memoria de los comunistas. La desmemoria, mejor dicho. Te asombra una vez más comprobar qué selectiva es la memoria de los comunistas. Se acuerdan de ciertas cosas y otras las olvidan. Otras las expulsan de su memoria. La memoria comunista es, en realidad, una desmemoria, no consiste en recordar el pasado, sino en censurarlo. La memoria de los dirigentes comunistas funciona pragmáticamente, de acuerdo con los intereses y los objetivos políticos del momento. No es una memoria histórica, testimonial, es una memoria ideológica».
Joan Saura, defensor del alegato senatorial contra el «Diccionario», inició joven su vida política en el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC). Por su trayectoria personal es seguro que el senador conoce, probablemente haya asumido y, por su moción, parece que sigue asumiendo, aquella consideración de la Historia que denunció Semprún, que consiste en que los hechos históricos no fueron como en realidad fueron sino como se desea que hubiesen sido. Según Semprún, lo que no responde a ese patrón se manipula, se censura, se denuncia y se persigue. Es la apuesta totalitaria.
Ya en el I Congreso del PSUC, celebrado en Francia en 1956, se aprobó «la política de reconciliación nacional». Pero ya sabemos que el cielo está empedrado de buenas intenciones. La hermosa idea de la reconciliación supone respeto a las ideas ajenas y a la libertad de creación, y es una posición diametralmente opuesta a la manipulación de la verdad y de la opinión de los demás. «Tu verdad no; la verdad / y ven conmigo a buscarla. / La tuya guárdatela», que aconsejó don Antonio Machado.
Querer dar clases de Historia a los académicos de la Historia resulta al menos chocante. Pedir la desaparición de la Academia porque es «una institución vieja», como han hecho algunos radicales hueros, nos llevaría, por ejemplo, a derribar las murallas de Ávila, el acueducto de Segovia, la Alhambra de Granada, o a quemar los jugosos recuerdos del pícaro Guzmán de Alfarache.
La resurrección de un nuevo «Index Librorum Prohibitorum», creado en el siglo XVI por la Sagrada Congregación de la Inquisición, desde un canon distinto pero canon al fin, es una memez o algo peor. El juicio sesgado sobre las más de 40.000 biografías del magnífico «Diccionario Biográfico Español» nace de una sola de sus entradas —la referida a Franco—, que ha enfurecido a algunos pirómanos mentales que ignoran las demás entradas desde la manipulación de la realidad. El «Diccionario» es una obra sinfónica, no un solo de trompeta.
Por ejemplo, estos nuevos inquisidores silencian, porque no les conviene recordarlo o porque lo ignoran, que la biografía de Marcelino Camacho la firma José Balbino Mora, de la Fundación 1º de Mayo; que la de Nicolás Redondo Urbieta es obra de Rubén Vega, de la Fundación 1º de Mayo; que de la de Felipe González es autor el ex director de «El País» y reconocido amigo del ex presidente; que la de Buenaventura Durruti la firma el historiador anarco-sindicalista Diego Camacho Escámez; que la de Domingo Malagón Alea se debe a Victoria Ramos Bello, directora del Archivo Histórico del Partido Comunista de España; que la de Pablo Iglesias la firma Joan Serrallonga, autor del libro «Pablo Iglesias. Socialista, obrero y español»; que la de Tarradellas se debe a Josep María Bricall, consejero del primer Gobierno provisional de la Generalitat; y que Susanna Tavera, experta en anarquismo y autora de una monografía de Federica Montseny, firma su biografía... Y así podrían seguirse citando biografiados y biógrafos, pero solo podrían hacerlo quienes conozcan realmente el «Diccionario Biográfico Español» y no solo referencias ignorantes o intencionadas. O ambas cosas.
En el «Diccionario» escriben las biografías autores competentes en los biografiados. Por ello el autor de la entrada dedicada a Franco, que ha resultado polémica, es el reputado historiador Luis Suárez Fernández, al que se debe la obra «Franco y su tiempo». Tal ocurre con las biografías de Marcelino Camacho, Nicolás Redondo Urbieta, Felipe González, Buenaventura Durruti, Domingo Malagón, Pablo Iglesias, Josep Tarradellas, Federica Montseny y tantos otros personajes. Pero ese conocimiento cercano, incluso esa afinidad entre biógrafos y biografiados, no ha causado ninguna inquietud ni ha movilizado ninguna patada al «Diccionario».
He escrito media docena de biografías para el «Diccionario» sobre personajes liberales del siglo XIX. Como conocedor del mecanismo seguido en su laboriosa confección considero injusta y desproporcionada la generalización de ataques de trazo grueso que está recibiendo. Lo que procede en justicia es felicitar a la Real Academia de la Historia y a Gonzalo Anes, su director, por la decisión de afrontar un enorme esfuerzo que se ha visto coronado por el éxito. Es una obra elogiada por los historiadores, que conocen su dificultad, y denostada en su conjunto y sin matices por quienes no asumen la Historia y solo se emplean en el ejercicio inútil de reescribirla a su gusto. Pero por las páginas de la Historia no se puede pasar impunemente una goma de borrar.
Amenazar con patadas para impedir el conocimiento de la Historia y fomentar su confusión es usar las extremidades y no la cabeza, que puede resultar propio de las cuadras o de los rifirrafes tabernarios, según los casos, pero no de supuestas iniciativas intelectuales. Y que se dé carta de naturaleza a tal despropósito desde las Juventudes Socialistas, organización juvenil de un partido responsable nada menos que del Gobierno del país, resulta frustrante y como mínimo produce tristeza.
Hay que leer más y huir de la manipulación y de la mentira. No se debe utilizar la Historia desde la frivolidad.
Juan Van-Halen, académico correspondiente de la Historia.