Patentar la vida

En las discusiones sobre cómo se usan los descubrimientos de la biología, desde las células madre hasta las plantas transgénicas, desde los nuevos productos farmacéuticos hasta los animales clonados, uno de los temas de debate es hasta qué punto pueden patentarse estos descubrimientos. Para unos, una patente implica un excesivo monopolio sobre un objeto de la naturaleza, mientras que para otros un organismo vivo es un objeto que compramos y vendemos al igual que cualquier otro. El derecho de patentes aplicado a los objetos biológicos evoluciona a partir de conflictos de intereses y de cómo miramos el mundo que nos rodea.

Las patentes aparecieron en sociedades que quieren promover el progreso industrial. En la Constitución norteamericana de 1787 ya aparecía el derecho del inventor a proteger sus invenciones. Durante el siglo XIX, el derecho de patentes se desarrolló en todo el mundo y se hizo universal en el siglo XX. En un entorno de progreso industrial pareció necesario proteger a quien invierte su ingenio o su dinero en hallar nuevas soluciones tecnológicas.

Una patente otorga a unos individuos, por un tiempo limitado, un derecho exclusivo para explotar una invención que reclaman como propia. Por eso tienen que demostrar han inventado un producto o un procedimiento, que es una novedad que no podía deducirse del conocimiento existente y que es de utilidad. Se exige también una descripción detallada del invento de forma que cualquier persona con un cierto conocimiento técnico pueda reproducirlo. En todo el mundo hay oficinas que examinan las solicitudes y otorgan la patente siguiendo un procedimiento muy establecido que incluye el derecho de algunos a oponerse. El derecho de patentes está también dirigido a que las invenciones se hagan públicas de forma que alguien pueda continuar la mejora y a que los hallazgos se mantengan en secreto.

Quizá muchos estarán de acuerdo en patentar un objeto mecánico o un procedimiento químico aunque crean que los seres vivos son distintos. A principios del siglo XX había quien pedía, sobre todo en Estados Unidos, la protección de las nuevas variedades vegetales más resistentes a enfermedades, más productivas o que daban mejores frutos. Finalmente, se optó por un sistema más abierto que una patente y que fue objeto de convenciones internacionales aún vigentes. Las cosas cambiaron cuando en los 70 se desarrollaron las nuevas técnicas de trabajo con el ADN.

Los que demostraron que se podían estudiar y amplificar fragmentos de ADN y generar productos patentaron sus métodos. Algunos fundaron empresas, y sus universidades obtuvieron beneficios millonarios. Este éxito tuvo sus consecuencias. En 1980, el Tribunal Supremo de EEUU tomó la decisión histórica de que una bacteria modificada en el laboratorio podía ser patentada. En 1988, el Congreso adoptó el acta Bayh-Dole que permitía sacar beneficios de los resultados científicos obtenidos con dinero público. En Europa, se aprobó en 1998 una directiva sobre patentes biotecnológicas. Es un texto complejo que prevé excepciones como partes del cuerpo humano, embriones humanos, variedades vegetales o aquello que afecte el orden público o las buenas costumbres. Se acepta también que si un Gobierno demuestra que una patente es un obstáculo en un caso de urgencia puede decidir una excepción a su aplicación.

Actualmente hay voces que consideran que se ha ido demasiado lejos. Para algunos, la forma en como se ha aplicado el complejo sistema legal establecido ha acabado produciendo contradicciones. Se ha visto que la patente de un gen que tiene que ver con el cáncer de mama podía estar limitando su uso. Se ha dado el caso de un fármaco que no podía llegar a personas sin recursos porque su producción estaba restringida. Se ha discutido si podía patentarse un ratón modificado genéticamente, si podían patentarse grandes colecciones de genes o los que proceden de organismos del océano que no son patrimonio de nadie. Las patentes de células madre de origen embrionario humano están siendo discutidas ahora mismo en los tribunales europeos.

Estas discusiones dependen de cómo se interprete qué quiere decir una invención cuando se trata de un gen presente en un organismo vivo, o si una célula humana es parte del cuerpo humano. En todo esto se trata de defender intereses que pueden resultar antagónicos. De un lado, los que quieren recompensar a quienes se esfuerzan por encontrar nuevos medicamentos o procedimientos, y sin patentes esto no parece posible. De otro, se trata de evitar abusos de patentes demasiado amplias o que acaban impidiendo que los beneficios lleguen a quienes los necesitan. Es una discusión difícil, muy técnica y con grandes intereses en juego. Debemos reconocer, quizá, que el derecho de patentes es importante en un mundo tecnológico, pero que tiene que evolucionar para asegurarnos de que sirva a todo el mundo.

Por Pere Puigdomènech, director del Centro de Investigación Agrigenómica.

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