Patología del victimismo

Es bien conocida la afirmación de Camilo José Cela, para quien «hay dos clases de personas, quienes hacen historia y quienes la padecen». Todos queremos hacer historia y, sobre todo, la de nuestra propia vida. Somos conscientes de que estamos llamados a vivir en libertad, lo cual implica actuar siempre –y por encima de cualquier condicionamiento– libérrimamente, porque uno quiere, porque a uno le da la gana. Sin embargo, ¡con qué facilidad claudicamos o renunciamos a vivir en libertad y caemos en el victimismo, casi sin darnos cuenta! ¿Cómo piensa y vive el victimista? Describo a continuación algunos de sus rasgos más característicos. El victimista vive en la pasividad: las cosas le pasan sin más, sin que él tenga arte ni parte, y, por tanto, no se le puede exigir responsabilidad alguna, ni tampoco puede equivocarse, ni ser criticado; tan sólo compadecido y consolado. El victimista, prefiriendo no correr el riesgo de la libertad, se pasa la vida lamentando el mal ejercicio de la libertad ajena, que entiende ser la causa principal de sus males. Ser víctima resulta cómodo porque no exige hacer ni arriesgar nada.

El victimista lamenta no tener los talentos que ve en los demás («ellos sí son libres y tienen suerte», piensa), pero es incapaz de descubrir los suyos, o le parecen insuficientes para hacer algo de provecho con su vida, por lo que estima más prudente guardarlos o esconderlos. Piensa que los demás le impiden llegar a ser lo que él hubiera querido y podido llegar a ser, pensamiento recurrente con el que se carcome a sí mismo y que constituye su música ambiental, su mundo mental o trasfondo existencial.

La persona victimista suele ser narcisista y pesimista. Narcisista –o egocéntrica– porque tiene una sensibilidad casi enfermiza sobre lo que los demás deberían haber hecho o estar haciendo por él, y pesimista por su modo de razonar y de vivir: como las cosas están tan mal y él se ve poca cosa, piensa que lo mejor es no hacer nada, seguir lamentándose y denunciando cuán mal están las cosas, para poder así seguir reprochando a quienes son, a su juicio, la causa de tanta opresión e injusticia en el mundo.

El victimista, sumido en el pesimismo, suele pasar del análisis a la parálisis. De hecho, su análisis está ya concebido o diseñado para poder decir: «No hay nada que hacer». Cabría aplicarle las palabras de Winston Churchill: «Un pesimista ve problemas en cada ocasión; un optimista ve una ocasión en cada problema». En efecto, siempre se puede hacer algo, incluso en situaciones extremas, como muestran las vidas de no pocas personas que han sabido –y saben– afrontar dificultades o contrariedades extremas con una actitud positiva y decidida. El victimista prefiere, sin embargo, vivir como observador o espectador, posición que le lleva a compararse, envidiar, denunciar y criticar. Dice, pero no hace; critica los errores de los demás, pero él no actúa, quizá para evitar así el riesgo –conforme a su mentalidad– de que los demás puedan pagarle con la misma moneda. Si, como afirmara Henry Ford (fundador de la Ford Motor Company), «los que renuncian son más numerosos que los que fracasan», el victimista es el prototipo de persona que no puede llegar a fracasar –o a equivocarse– porque opta directamente por renunciar a hacer algo valioso en su vida.

¿Dónde está el error de la actitud victimista? En su visión fatalista de la vida. En el fondo, el victimista no cree en la libertad, ni en la capacidad que tiene todo ser humano de tomar las riendas de su propia vida, ni mucho menos en la posibilidad real de sobreponerse a las malas experiencias o carencias provenientes de los demás o del propio entorno (familiar, social, económico, educativo, etc.). Este error tiene graves consecuencias en la vida personal. Y cuando tiene un alcance más general –como sucede actualmente en las democracias occidentales–, genera una sociedad con una ciudadanía angustiada, resentida e insatisfecha. A la realidad social actual me remito.

Frente a este error, conviene advertir que la verdad es precisamente la tesis contraria. No cae en el victimismo quien está convencido de que nada ni nadie puede impedirle ser libre o vivir en libertad. Pongámoslo en primera persona para ser más contundentes. Nada ni nadie puede sustraerme la libertad más radical o profunda, es decir, la libertad interior de pensar por mí mismo y de amar. Nadie me puede obligar/prohibir a pensar ni a amar. Si me encontrara incluso en el caso extremo de haber sido condenado injustamente a una pena privativa de libertad, también en la cárcel podría seguir ejerciendo mi libertad más íntima y profunda, optando, bien por aceptar y gestionar del mejor modo posible esa injusticia, bien por rebelarme y victimizarme por la injusticia padecida: lo primero me haría mejor persona porque estaría actuando en libertad (aceptando interiormente la injusticia y sacando de ella el mayor bien posible), lo segunda me destruiría porque, al renunciar a aceptar esa situación (injusta), no podría afrontarla libérrimamente, en libertad. Todo lo que se hace al margen de la propia libertad, me empequeñece o me destruye.

Para vivir en libertad, es necesario aceptar la realidad, por muy dura que se presente. Sólo así se puede mejorar como persona y en algún caso incluso transformar o mejorar esa realidad. «Lo que aceptas te transforma; lo que niegas te somete», sentenció certeramente Carl Gustav Jung. A veces la mejor decisión es elegir lo que uno tiene y no puede cambiar: «Nunca hay que sufrir pasivamente lo que vivimos, sino elegirlo, elegir lo que no hemos elegido» (Luigi Maria Epicoco). Lamentar lo que no se tiene –o no puede tener lugar– es una de las cosas más estúpidas y estériles que pueden hacerse: es un modo de amargarse a uno mismo. De hecho, el victimista tiende a amargarse.

El victimista es cobarde porque prefiere no afrontar las dificultades o adversidades de la vida. Habría que recordarle el conocido dicho latino 'per aspera ad astra'. La dificultad es necesaria para crecer y madurar. Un cuadro colgado en la pared se sostiene precisamente porque los clavos encontraron resistencia al ser clavados en la pared. De lo contrario, el cuadro no se sostendría. Es la resistencia lo que da consistencia al clavo en la pared. Tú y yo somos como el clavo, y ante cualquier resistencia, podemos, bien lamentarnos y victimizarnos, bien gestionar la dificultad y crecernos ante los obstáculos. La vida enseña, con el paso del tiempo, que lo que más forja el carácter es saber afrontar la dificultad, la contrariedad. Ahí se aprende que de grandes 'males' pueden salir grandes bienes: aquellas circunstancias o personas que nos pusieron las cosas más difíciles, en realidad nos hicieron un gran favor porque nos permitieron crecer más allá de lo imaginable, precisamente porque esas circunstancias adversas nos brindaron una oportunidad –no buscada– que supimos aprovechar en positivo, en vez de optar por quejarse, lamentarse y victimizarse. Se entiende así que uno pueda sentirse y estar profundamente agradecido con estas personas y situaciones, sin las cuales uno no sería quien es, ni habría podido crecer como ha crecido, ni llegar a hacer lo que ha hecho. En realidad, el agradecimiento es la actitud más antagónica al espíritu victimista, cuya patología es incapaz de anidar en el interior de un corazón agradecido.

Aniceto Masferrer es catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Valencia.

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