No sólo los individuos pueden tener funcionamientos anómalos o incluso patológicos, también las conductas colectivas pueden verse caracterizadas por determinadas prácticas o realidades algo enfermizas. Al igual que es bueno en las personas detectar las enfermedades para poder superarlas, puede resultar de interés señalar o diagnosticar los males que padece nuestra realidad o praxis política.
De entrada, es útil recordar las patologías clásicas de nuestra vida política, que durante más de dos siglos nos han hecho sufrir bastante. En primer lugar, la excesiva presencia o intervención de los militares en política, ésta ha sido una patología que ha marcado la política española durante dos siglos. Sin embargo, y esta es la buena noticia, es una patología que hemos logrado identificar y superar. Así, hoy la institución militar es una de las mejor valoradas por los españoles, según indican desde hace bastantes años las encuestas del CIS.
Por tanto, la moraleja es que las patologías se pueden curar. Basta, como siempre, con un buen diagnóstico y un acertado tratamiento. Igualmente ha sucedido con las tensiones generadas entre la Iglesia católica y la vida política española. Han sido también dos siglos de encuentros y desencuentros. No obstante, también hoy la Iglesia católica no es un problema o disfuncionalidad de nuestra vida política: la Iglesia se dedica al cuidado de las almas, que falta hace y la política a nuestra vida en comunidad. Aquí también hemos progresado.
Sin embargo, hay otras patologías que todavía no hemos afrontado ni superado, siendo el primer paso necesario identificarlas. Al menos, señalaría cuatro. En primer lugar nuestra patología más clásica, que parecía algo mitigada, pero que ha reaparecido con fuerza: nuestra poca propensión al acuerdo y al entendimiento en cuestiones de interés general -políticas de Estado-. Hay un exceso de políticas de bloqueo y una marcada carencia de las vitales políticas de "tender puentes" en los grandes temas (política territorial, independencia judicial, lucha contra la corrupción, gestión eficaz de la Administración Pública, limitar la partitocracia y profundizar en la democracia, etc.). Ha sido ésta una característica enquistada en demasiados momentos de nuestra vida política. La mayor patología de la política es no saber tratar la discrepancia, no gestionar el conflicto. La vida, especialmente la política, es conflicto y hay que saber convivir con él. Igualmente, la convivencia humana -y también la política- es cesión, teniendo la habilidad o sabiendo hallar -o en su caso crear- los necesarios puntos de encuentro. La mayor parte de los proyectos políticos importantes -Unión Europea, Transición política española, por poner dos ejemplos- nacen de la cesión y del diálogo responsable y comprometido. Es importante recordar que en política el diálogo no es una elección, es una de las principales, sino la principal, obligación del buen político. Tal vez entre alguno de nuestros políticos hay un exceso de soberbia, de ego y personalismo, mientras sufrimos cierta carencia de responsabilidad y de la imprescindible humildad y vocación de servicio público, esencial para toda política, especialmente, para las políticas de Estado.
Una segunda patología preocupante de nuestra vida política es el exceso de corrupción. En contraste con nuestro entorno europeo, no son normales ni aceptables los niveles de corrupción que, de una forma u otra, invaden a la mayor parte de los partidos políticos, especialmente al PP y al PSOE, sin olvidar a la antigua CiU. Basta con ver los numerosos casos de corrupción y lo que éstos cuestan a las arcas del Estado, es decir, a todos los españolitos de a pie. Es ésta, una patología más que preocupante. Es la picaresca española en su peor versión, es el engaño de Rinconete y Cortadillo -la mafia del siglo XVII-, es el Buscon buscavidas, las trampas del Lazarillo de Tormes, pero en política y en puestos de poder. Esta patología sólo se cura con dos instrumentos: transparencia y cultura cívica, además, como siempre, del respeto a la ley. Aquí todos tenemos mucho que trabajar y con gran perseverancia.
La tercera patología, también clásica y aún no superada en España, es el nacionalismo como principio esencial de determinadas políticas. Puedo entender un nacionalismo moderado y respetuoso con el Estado de Derecho, pero no el nacionalismo que es la causa primera de todo, que todo lo justifica y ante el que todo tiene que ceder. El nacionalismo totalitario que está por encima de la ley me parece una patología muy preocupante. Siempre he defendido que fuera del Estado de Derecho hace mucho frío... Cuidado con los que se ponen por encima de la ley, la historia ya nos ha enseñado que sin ley no hay convivencia cívica posible. Lamentablemente, en la cuestión del nacionalismo no estamos yendo a mejor y se está empezando a convertir, en estos últimos años, en una auténtica patología de nuestra vida y convivencia política.
Por último, nos resta por apuntar otra importante patología de fondo de nuestro sistema político y constitucional: la materia de la reforma constitucional. En este tema realmente nos pasa algo raro. Somos un caso prácticamente único en el planeta. No es normal que en casi cuatro décadas de vida de la Constitución de 1978 no se haya reformado prácticamente nunca. Es un caso insólito. Y las dos únicas veces que se ha reformado -artículo 13.2 en 1992 y art. 135 en 2011- fue por imposición de la Unión Europea, no por propia voluntad o iniciativa. La reforma constitucional es una necesidad para mantener vivo y actualizado el propio texto constitucional; petrificarlo es en alguna medida condenarlo. Todas las constituciones de una u otra forma se actualizan, progresan, se adaptan y revisan para estar a la altura de los nuevos tiempos.
Tal vez esta patología de no ser capaces de actualizar nuestra Norma de convivencia a los nuevos tiempos y a la sociedad española del 2016 -muy diferente a la de 1978- esté relacionada con alguna de las otras patologías apuntadas: la falta de capacidad para lograr acuerdos y el problema del nacionalismo.
Es muy sano en la vida identificar las deficiencias, reconocer los defectos. Siempre es el primer paso para el progreso. El segundo, lógicamente, es buscar los adecuados, los instrumentos y los procedimientos para solucionar, o al menos paliar, esas deficiencias. La política española debe seguir madurando y para ello es fundamental, de una u otra manera, encarar con inteligencia y decisión las claras patologías que entiendo afectan a lo más importante de nuestra vida colectiva.
Termino. Los tiempos de cambio siempre son una buena oportunidad. Hoy nuestra coyuntura política de gobernabilidad precisa de varios protagonistas (al menos tres). Es, pues, momento propicio para tomar decisiones importantes y poner las bases sólidas para una verdadera nueva política.
David Ortega es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.