Patrias y fronteras

El comunismo fracasó. Y sin embargo nuestras vidas políticas se sostienen sobre un concepto comunista: el territorio político. Se trata de un invento reciente, la diferencia con el Antiguo Régimen. Los reyes eran dueños de los territorios como nosotros de nuestras cosas. Podemos comprarlas o venderlas, dejárselas a nuestros amigos, repartirlas entre nuestros herederos y ampliarlas por herencias o matrimonios. Los Reyes Católicos eran dueños de América a título personal (“de sus Majestades”) y no hace tanto, en 1909, Leopoldo II, propietario del Congo, lo “regaló” al Estado belga.

A ese mundo se oponían las naciones políticas, la patria republicana. La Constitución gaditana de 1812 afirmaba: “La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. La nación política será una casa común de la cual no cabe excluir a nadie. Cuando todo es de todos nadie tiene parte alguna. Uno puede marcharse, pero no llevarse lo que es común. El lema completo de la Revolución Francesa, el que figura en la tumba de Marat, es: “Unité, Indivisibilité de la Republique, Liberté, Égalité, Fraternité”. La unidad es inseparable de los otros tres valores: cuando está asegurada la libertad, nadie es más que nadie en sus derechos y hay compromiso compartido con principios de justicia, no cabe amenazar con marcharse con lo que es de todos, no caben las amenazas: “Si no me gusta lo votado, rompo el tablero”. Sobre ese pie se sostiene la justicia distributiva, los impuestos que pagamos para asegurar la justicia y el bien común. No hay mayor mentira que la retórica conservadora de “los impuestos confiscatorios”. Ningún Estado, razonablemente democrático, roba. Establece un sistema de redistribución que nos puede gustar más o menos, pero que está sometido al imperio de una ley controlada democráticamente. La misma ley que me asegura que mi salario o mi casa son mi propiedad.

Patrias y fronteras

Ese es el territorio común de los compatriotas, sobre el que se levanta la nación republicana: unos ciudadanos comprometidos mutuamente en la defensa de derechos y libertades, normalmente mediante una Constitución. En el territorio político no hay ciudadanos de diferente calidad. Yo, barcelonés, tengo los mismos derechos ciudadanos en mi ciudad que en Madrid o en Huelva, y un andaluz es tan dueño, o tan poco, de Barcelona como lo soy yo. La ciudadanía no admite grados, no se debilita con la geografía ni con las afinidades. Eso sí, una vez al otro lado de una frontera, se acaban los derechos de ciudadanía. Simplemente, allí deja de funcionar la comunidad de justicia y de decisión.

Frente a esa idea, de patria republicana, se ha levantado la nación sostenida en la identidad: los ciudadanos son aquellos que comparten cultura, lengua, etnia o raza. Son diversas variantes del pensamiento reaccionario, ese que arranca con el historicismo alemán, en explícita oposición a las revoluciones democráticas, y que alcanzará su expresión más depurada en el nazismo. En este caso, la nación se constituye en torno al Volksgeist, el espíritu del pueblo. La idea late en la conocida fórmula de “la unidad de destino en lo universal” de Prat de la Riba y José Antonio. Según esta, yo tengo unos vínculos especiales con quienes participan de mi identidad, con los más próximos, vínculos que se debilitan según me alejo. Habría, por así decir, ciudadanos de primera, que participan de las esencias nacionales y los otros, según flaquean en identidad, se ven penalizados y hasta, en diverso modo, excluidos. Al discrepante, al que tiene una idea diferente de cómo vivir, en tanto se aleja de las ideas que nos configuran como comunidad, se le llega a negar la calidad de ciudadano, real o retóricamente: anticatalán, antiespañol. Cuando el entonces candidato a la presidencia de la Generalitat, Artur Mas, le dijo a Albert Rivera en un debate televisivo: “Mire si somos generosos los catalanes que le dejamos hablar en castellano en TV3 y no pasa nada”, condensaba esa idea de nación. Mas, como dueño de la casa, disponía arbitrariamente, otorgaba la calidad de conciudadano según unos estándares culturales, la lengua.

Por supuesto, la nación de los patriotas, la republicana, no se levanta en un vacío cultural. Su propia existencia genera un espacio de comunicación, de leyes, de flujos comerciales, de trasiego de gentes y mercancías, que requiere y propicia códigos compartidos, y también porque si no median símbolos, banderas e himnos, no habría modo de identificarse con cosas tan abstractas como los derechos o la Constitución. Además, para entendernos necesitamos una lengua común inteligible (para fijar leyes o sentencias, para debatir los ciudadanos). En ese sentido, la nación cívica no puede prescindir de una materialización simbólica derivada de la simple presencia del Estado. Pero eso es bien diferente de la nación vocacionalmente cultural, levantada sobre un mito, por lo general situado en un pasado imaginario, un momento históricamente privilegiado, que sirve para tasar las propuestas y los ciudadanos. En la nación cultural el valor de las propuestas no se mide por su racionalidad, por su capacidad para superar los filtros normales del debate democrático (justicia, imparcialidad, igualdad entre ciudadanos), sino por su contribución a sostener la identidad. No está de más recordar que cuando Mas hacía aquellos reproches en nombre de la identidad catalana, apelaba a un mito que no se corresponde con la realidad de los ciudadanos: el castellano es la lengua mayoritaria —y común— del 55% de los catalanes, frente al 32% que tiene el catalán como lengua materna.

Eso sí, todas las naciones políticas se enfrentan a un problema conceptual: las fronteras enmarcan territorios en donde operan principios de justicia, pero las fronteras no son justas. Nacer del lado malo supone quedarse sin derechos y democracia. No hay una respuesta decente a este reto. Pero sí una línea de intervención inequívoca: eliminar fronteras, ampliar la comunidad de ciudadanos, supone una conquista emancipatoria. Y su reversa: levantar una frontera entre conciudadanos, hacerlos extranjeros, reducir la comunidad de derechos, de justicia y democracia, supone una vuelta a los tiempos oscuros.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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