Patricia Highsmith y yo

Hace medio siglo, amontonando un enjambre de disparates y temeridades, me dejé llevar, a bordo de un barquito oxidado, al pie de las cataratas del Niágara. Único confidente de mi canguelo y calado hasta los huesos (como mi compañera de infortunio Patricia Highsmith), rendí culto a San Turismo y sus absurdas ceremonias para excursionistas. Puesto que la utopía es una quimera peligrosísima que se encajona en un presente radiante cueste lo que cueste.

Encerrado en un pedazo de chatarra temblón viví una pesadilla que ni una novelista policiaca hubiera podido soñar. Iba revuelto en el estrépito de los torbellinos desencadenados, y con todo mi raciocinio agarrado por la mieditis en la galera avancé erre que erre hacia la mismísima catarata.

Cuando la barquichuela volvió a puerto (¡al fin!) engalanada por su machada, los pasajeros, aún atropellados por el susto, no nos dejamos derrumbar en el alivio. Una voz desidiosa, inoportuna y altanera, de la casta de las vocingleras y encrespada por un altavoz, aprovechó el retorno al muelle para darnos un abultado talego de números. Un rebaño de cifras sin pies ni cabeza fue lloviendo sobre nuestra pasividad. Los billones de litros de agua, los trillones de kilovatios, los cuatrillones de metros cúbicos de no sé qué se colaron en nuestros oídos ¿hablando el esperanto sin acento?

Patricia Highsmith y yoMendigando solicitudes, la voz mezclaba aquella retahíla de cifras exactas con espantajos de historietas como la del niño que se cayó en las cataratas... pero al cual San Cucufate (¿patrón de los revoltosos, de los saltaparedes y de los paracaidistas?) le salvó la vida sin romperlo ni mancharlo. No nos gusta la gente que llega para criticar nuestros sueños.

En verdad, los expertos y especialistas, colgados solamente de sus faroles y engreimientos, y lidiando con el sentido común, nos marean con sus pandillas de estadísticas, tan pasmosas, por lo general, como increíbles. Con sobrada comodidad y crecido entretenimiento, tratan al ciudadano de a pie como analfabeto espantadizo de cuentas. Pero cualquiera de ellos sabe que no sabe lo suficiente ¿como para afirmar que no sabe nada?

Para ganarse al personal, un sabihondo especialista al-a-limón de filantropía y suministros dijo sin pestañear que en el Sahel africano mueren todos los años de hambre 15 millones de niños. La muerte de una sola criatura hambrienta es más que suficiente para desatar las lágrimas y los óbolos de los bien nacidos. ¿Qué necesidad de revolverse los cascos para forjar semejante patraña? ¿Cómo pueden morir 15 millones de niños cada 12 meses... donde nacen menos de un millón al año? ¿Para qué sobrevestir con esta variedad de trapajos una lacra tan horrenda?

Las lumbreras en radiactividad nos han asegurado con la misma petulancia (y según el año) que el hombre podía tolerar una radiactividad de 75 rems, o bien de 50, o de 20, y hoy, de menos de uno. Aquel que creyera las pautas dictadas por estos sénecas hace años habría muerto rebozado de radiactividad y echando más sapos y culebras que en Chernobil. Cuando nada lo resuelve todo con falsas hojas de ruta inatacables.

Todos los récords del mundo de inexactitud, dislates, trabacuentas, yerros y despropósitos los han batido estos últimos meses los especialistas de la pandemia. Endemia-super-oficial que se la ha visto recorrer los atolladeros de lono-importa-qué para luego volver por los senderos de las mistificaciones luminosas. ¡Y lo que te rondaré morena! Una Organización Mundial declaró que, «según estimaciones que podrían, no obstante, revelarse optimistas», hoy habría en el mundo entre X e Y millones de personas contagiadas por el virus. Con las luces de la clara verdad, antes se nos había informado (prólogo del libro de nuestras desgracias) que tanto el número de enfermos como el de contagiados se duplicaba cada X’o Y’ meses. La OM estaba tan distraída que no se percató del desastre que encerraban sus estimaciones (esperemos que sólo pecaban de frívolas); sus cifras, si fueran verdaderas, mostrarían a quién puede contar que todos y cada uno de los nunca mejor llamados mortales albergarán en sus entrañas y sus pulmones al virus matón.

El director adjunto de un Instituto Nacional aseguró que un investigador de Washington (individuo que no pertenece a la categoría terrible: los-temibles-viejos) había sido contagiado... «quizá por la nariz o por los ojos». Sin embargo, a lo largo de este confinamiento, los expertos y especialistas, parando todo su ingenio en concebir incongruencias y dogmatismos, nos habían repetido que había un remedio infalible: la mascarilla. ¿Van a sacarlas ahora para los ojos? El mayor especialista, declaró en esta primavera que no era posible el contagio por la saliva, pero a la llegada del verano cambió de opinión, quebrantando a rienda suelta su antigua tesis. Ya ordenaba que nadie se vacunara. En vista de ello, ¿se le cita como el más serio candidato para el próximo Premio Nobel de Medicina?

Durante el antiguo Sida el doctor M. Pirchl, de Miami (que Pan le tenga a su derecha) aseguró que si los hombres sobrevivieran entre 12 y 14 meses a la enfermedad, las mujeres tan sólo alcanzarían una media de 6,6 meses de vida. (Admírese la coma, la precisión y la arrogancia de quien está, por su sapiencia, fuera de la jurisdicción de la azotaina). Otro sabelotodo, el doctor P. Kirder, de Hubbe Research and Consultants, rebajaba la esperanza de vida de sus enfermas a 40 días, pero, para compensar, mejoraba la de los hombres a «más de un trimestre».

Todos, estos cálculos, proyecciones y estadísticas se hacen al buen tuntún, sin poner ni quitar trozo alguno a la ciencia que para en otras regiones infinitamente más humildes. Siempre se teme que con sus encuestas exclusivas nos cuelen una tapa de boquerones de felpa.

Todos los investigadores de virología y biología molecular que he conocido, porque son las personas del mundo que mejor conocen el mal, no se atreverían jamás a participar en los enredos y chismes de este carnaval grotesco de números que crean especialistas y expertos.

Los investigadores se caracterizan por la modestia, por el deseo de transmitir al profano su saber y por la sencillez con que intentan comunicar al espontáneo curioso sus complejísimas investigaciones. La jerga, tan abstracta como inútil, está reservada en exclusiva a los «sentados» como dijo Rimbaud: es el sayo con el que intentan cubrir su ignorancia. Por atavismo ¿se han desacostumbrado a permanecer en lo esencial?

Modestamente, mis amigos investigadores entran en los laboratorios tomando más precauciones que si accedieran a una central nuclear; como para poner en solfa a los expertos que aseguran que... En nuestro chiquilicuatre y emocionante universo del arte a veces también se meten los expertos y especialistas con sus botas de siete leguas y con sus cuentas del Gran Capitán, saquean nuestras frágiles covachuelas de poetas.

Mientras volvía tambaleante a tierra firme en aquella barcaza de herrumbre que me había llevado al pie del dragón Niágara, pensé en todo esto con más pena que rabia. Patricia Highsmith, chorreando riachuelos, tiritando de frío y envuelta en el enorme impermeable azul que nos ofrecieron los barqueros, me pareció más frágil que nunca. Repasaba su silueta felizmente gustoso. Mirándola pensé que los expertos y especialistas, poniendo retazos lógicos a su guirigay de cuentas, deberían, por lo menos imitar el rigor de la novela policiaca. Para no alborotar en demasía al gusanillo de nuestra ansiedad.

Ella me gustaba cuando se callaba con los pelos de punta.

Fernando Arrabal es escritor.

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