Patrimonio cultural y propiedad privada

Aunque escribo escribo estas líneas desde la indignación provocada por la lectura de la Tercera de ABC del pasado 16 de abril, querría advertir –en un país como el nuestro tan poco dado al debate abierto y riguroso y mucho a las banderías voceras de argumentarios prefabricados– que mi intención no es polemizar con su autor, al que no tengo el placer de conocer, sino contribuir al debate sereno de si la forma de defensa del patrimonio cultural que el director general de Bellas Artes expone en su artículo es la más eficaz para la conservación y acrecentamiento del mismo.

Exportación ilícita, expolio del patrimonio subacuático, actuaciones urbanísticas ilegales... son algunos de los delitos que el Ministerio habría providencial y paladinamente perseguido y que de forma confusa se columbra que el autor atribuye a los propietarios privados de patrimonio cultural. Siendo preocupante esa asimilación de la propiedad privada de bienes culturales con la actividad delictiva –la contraposición final medallas-denuncias no deja dudas– lo es aún más el terreno en el que sitúa la defensa del patrimonio cultural: los tribunales. No se me ocurre confesión más palmaria del fracaso de la acción política, y si así fuera ni los más feroces opositores a la protección del patrimonio como regalía estatal habrían encontrado mejor argumento para certificar su ineficacia.

Patrimonio cultural y propiedad privadaOlvida pronto el director general alguna donación relativamente reciente de un célebre coleccionista al Museo del Prado o los depósitos temporales que instituciones como la que presido mantienen en el mismo museo. En su lugar prefiere recordarnos algunas adquisiciones onerosas en las que el Ministerio ha participado de forma más o menos programada, negando implícitamente cualquier contribución gratuita de coleccionistas privados al enriquecimiento del patrimonio cultural español.

La comparación que hace de las limitaciones al derecho de propiedad de bienes culturales con las expropiaciones forzosas y con las restricciones a los movimientos de capital no es precisamente acertada. Si estos conceptos fueran análogos, la respuesta a la pregunta retórica, con que inicia su artículo, teñida de un autoritarismo trasnochado que niega al ciudadano –sí, los propietarios de obras de arte también son ciudadanos– hasta el derecho a la queja, sería negativa. Los propietarios de obras de arte no podrían quejarse si el proceso de declaración de inexportabilidad de un bien fuera tan garantista y transparente como el de las expropiaciones forzosas y si la misma estuviera acompañada de una justa indemnización, como expropiación parcial que es, pues su valor, al limitarse al mercado interno, se reduce a la mitad.

Tampoco podrían quejarse si, como en los movimientos de capital, las restricciones no tuvieran más fundamento que la declaración de los mismos para evitar la evasión fiscal. No pretendo defender la libertad absoluta de circulación de bienes culturales, pero sí albergo muchas dudas sobre su eficacia real y sobre todo creo que la evaluación de cualquier política tiene que comenzar por el reconocimiento de la realidad y no por la proclama doctrinaria. En la realidad, la restricción al movimiento de bienes culturales afecta únicamente al patrimonio que las administraciones conocen y no veo por ningún lado políticas que incentiven el afloramiento del patrimonio desconocido en manos privadas. La ausencia de cualquier tipo de compensación o de incentivo, tanto social –obsérvese el menosprecio que destila el escrito del director general– como económico, a la posesión de bienes culturales la hace poco deseable, provocando la ocultación de obras o, lo que es peor, la dispersión de colecciones, especialmente grave en el patrimonio documental, problemas para los que las administraciones públicas carecen de herramientas.

Fundamenta el autor la mayor restricción relativa de los derechos de los propietarios de bienes culturales en España, como en Italia, no en su mayor eficacia, sino en la abundancia y relevancia de su patrimonio, de donde hemos de deducir que en aquellos países donde no existe tal restricción e incluso la protección del patrimonio cultural está ampliamente confiada a manos privadas, este debe de ser escaso o irrelevante. No es esta la sensación que deben de tener los ciudadanos españoles que viajan al Reino Unido, al menos no es la mía. Allí la conservación se ha fundado en instituciones privadas centenarias que han cultivado la conciencia ciudadana de defensa del patrimonio, conciencia que queda reflejada en los más de tres millones de socios que pagan una cuota al National Trust, para que esta institución privada conserve más de trescientos monumentos con sus respectivas colecciones y el paisaje del uno por ciento de las costas inglesas o donde el éxito en la protección del patrimonio documental lo proclaman los 2.500 archivos que el National Register of Archives tiene inventariados en línea, en un país mucho menos «papelero» que el nuestro, éxito fundado no en una legislación inexistente, sino en el centenario trabajo de la Historical Manuscripts Commission, que supo ganarse la confianza de los propietarios de archivos privados. Tampoco pretendo hacer del modelo inglés una especie de encarnación de una utopía conservacionista, pero al menos nos debe servir para pensar que hay espacio fuera del Estado y de sus armas legislativas para la conservación y defensa del patrimonio cultural.

Por último –desgraciadamente la falta de espacio me impide una respuesta argumentada completa–, lo más preocupante y triste es constatar que desde las autonomías ha llegado al Ministerio la noción de identidad como fundamento de la conservación patrimonial. Sus consecuencias requerirían todo un artículo, por lo que nos limitaremos a unas breves pinceladas. La ley de 1985 fundaba la conservación sobre el interés histórico, es decir sobre un pasado objetivado en el que los objetos elevados a la categoría patrimonial, prerrogativa de las administraciones públicas, lo eran como objetos de conocimiento, como testimonios del pasado. La identidad reenvía, sin embargo, a un pasado subjetivo y los objetos patrimoniales lo son en tanto que rectificaciones de la memoria presente, aquella que quiera construir la administración competente, asimilándose más a la reliquia que invita a la veneración que al objeto científico que lo hace al conocimiento. Difícilmente podremos construir una cultura con vocación europea –la identidad a la que reenvía la mayor parte de ejemplos de obras de arte que cita nuestro director general– sobre la base de unas identidades yuxtapuestas que no dejan espacio al menor espíritu crítico, sino que exigen la adhesión inquebrantable.

Duque de Segorbe, presidente de la Fundación Casa Ducal de Medinaceli y académico de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Sevillana de las Buenas Letras.

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