Patriotismo de dos espíritus libres

Aunque alicortado, como tantas otras efemérides, por el obligado sigilo impuesto por la pandemia, el centenario de la muerte de Galdós en 1920 ha tenido al menos el efecto de someter una vez más a revisión uno de los lugares comunes más injustos de toda nuestra historia literaria. Me refiero a las reticencias que en el curso del tiempo fueron cayendo sobre la calidad de su estilo, considerado por muchos descuidado y a veces hasta algo pedestre, supeditado a sus prisas por escribir y falto del aliento estético que cabría esperar en un escritor al que se viene considerando como un clásico de nuestras letras y el mejor de nuestros novelistas después de Cervantes. Las dimensiones titánicas de su obra narrativa y la asombrosa lucidez con la que el genial escritor canario levantó acta del latido de la vida española de su tiempo son razones más que suficientes para desautorizar una inmerecida etiqueta que procedía de los entonces jóvenes defensores del credo modernista, artífices de un nuevo lenguaje más elaborado que el del ya decadente realismo decimonónico.

Ello explica que fuera precisamente Valle-Inclán, un estilista de ese lenguaje innovador, quien tuviese la osadía de aplicarle en 1920 en «Luces de Bohemia» el cruel apelativo de «El Garbancero» con el que don Benito era familiarmente motejado en aquellos círculos literarios. Al identificar su estilo con la rudeza de tan modesta legumbre, revelaban la habitual arrogancia de una juventud que irrumpía desafiante contra aquel anciano que para ellos encarnaba los vicios literarios que había que desterrar. Pero ese marbete siguió creciendo y los envites contra la supuesta pobreza estilística de Galdós no han dejado de reproducirse incluso al otro lado del Atlántico. Así en 1963 Julio Córtázar, aplicando en el capítulo 34 de «Rayuela» un artificio muy de los suyos, hizo decir a uno de sus personajes que «Lo prohibido» era una «novela mal escrita…, una sopa fría y desabrida». Cierto es que ese personaje era un snob, un pretencioso vanguardista, pero estaba sin duda evidenciando los prejuicios sobre el estilo de don Benito que aún circulaban por los ambientes literarios de habla hispánica.

Tales prejuicios cobraron tintes hiperbólicos cuando todavía a la altura de 1994 Francisco Umbral, con su siempre impostada heterodoxia, arremetió contra Galdós en su libro «Las palabras de la tribu» incluso con argumentos «ad hominem», pues no le bastó con tachar su prosa de «pedestre, vulgar, carente de inspiración sintáctica…, una prosa de almacén», sino que describirá a don Benito como un «solterón putañero con alma de portera» y «cara de billete de mil pesetas».

En ese cicatero contexto antigaldosiano que se venía arrastrando desde los mismos años de la vida del gran novelista emerge como un auténtico desagravio a su figura la voz apasionada de Luis Cernuda, siempre tan personal pero tan honrada en sus juicios literarios, quien en 1954, en las páginas de la revista «México en la Cultura», destacó el trasfondo cervantino y la nota de humanidad que latía en los grandes personajes de Galdós, cuya prodigiosa agilidad conversacional no era, como muchos pensaban, una tacha en la calidad de su estilo sino el cauce por el que aquellas criaturas, incluso las más contrarias a la ideología del propio autor, eran tratadas por él, al igual que hizo con los suyos Cervantes, con el mismo respeto que merecía su única y diferenciada individualidad. Cernuda se desmarcaba así una vez más de los cánones más convencionales dominantes en la vida literaria con la misma sinceridad con la que otro día proclamara, contra toda la crítica académica, sus simpatías por el teatro de los Quintero, cuya lengua dialogada era en su opinión «tan perfecta, colocando cada palabra en el lugar justo de la frase, y nunca empleando más de las necesarias para expresar lo que quieren expresar».

Pero Galdós fue para Cernuda mucho más que una referencia literaria, ya que el conocimiento de su obra significó para él un verdadero soporte moral, toda una idea de España como noción cultural y patriótica que trasciende los tiempos y se incardina en los espíritus más nobles del presente. Tanto sus novelas como sus «Episodios Nacionales» fueron para él lecturas angulares, fundantes, que tal como declara en su poema «Bien está que fuera tu tierra», descubriría siendo niño en la biblioteca de su padre. Y ya en sus años últimos, en medio del desanclaje vital del desterrado, frente a la lejana España «obscena y deprimente», y con la lengua como único patrimonio, sentirá el bálsamo consolador de una noble tradición a la que él se adhiere emocionalmente en la eufonía de una toponimia «por todo el español espacio soleado» que resuena en sus oídos al releer los textos galdosianos: «Puerta de Tierra, Plaza de Santa Cruz, los Arapiles, / Cádiz, Toledo, Aranjuez, Gerona, / Dicho por él, siempre traía, / Conocido por ti el lugar o desconocido, / Una doble visión: imaginada y contemplada, / Ambas hermosas, ambas entrañables». Es una tradición que enlaza a Galdós con Cervantes y a la que Cernuda se adhiere con una radicalidad sin fisuras: «Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas, / Aún en estos libros te es querida y necesaria, / Más real y entresoñada que la otra: / No ésa, mas aquélla es ya tu tierra. / La que Galdós a conocer te diese, / Como él tolerante de lealtad contraria, / Según la tradición generosa de Cervantes, / Heroica viviendo, heroica luchando / Por el futuro que era el suyo, / No el siniestro pasado donde a la otra han vuelto».

La «tolerancia de lealtad contraria» de Galdós y la «tradición generosa de Cervantes» trazan una línea histórica de honorabilidad que Cernuda reclama como el mayor patrimonio de una España «viva y siempre noble» que él entiende como la única moralmente respetable y que poco tiene que ver, en mi opinión, con el manido esquema de dos Españas igualmente sectarias. Galdós, que encarna el fondo liberal y el respeto a la diversidad ideológica, y Cervantes, un alma comprensiva con el mundo circundante, se funden en una representación mental de España que para nada concuerda con aquel triste maniqueísmo sino con el quehacer literario de dos espíritus libres cuya llaneza de estilo corre pareja con un humanismo de hondas raíces morales. El arquetipo de un concepto de patriotismo que España imperiosamente necesita.

Rogelio Reyes es catedrático emérito de Literatura Española.

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