Patriotismo empresarial

El presidente del Gobierno recibe hoy a una amplia representación de directivos de las grandes empresas españolas, tras anunciar el pasado domingo tal encuentro y dar a entender que contará con esta elite para integrar y vitalizar una futura Comisión Nacional de Competitividad encargada de dar impulso a nuestro sistema económico. Pero aunque el Ejecutivo lo haya negado, a nadie se le escapa que esta convocatoria guarda una relación directa con la declaración de la Fundación Everis sobre aportaciones de 100 empresarios y expertos, cuyo sentido aparece mucho menos diáfano que su contenido, y que fue presentada al Rey el pasado día 15.

Aquella declaración considera la crisis como una oportunidad, y en ello estriba su principal mérito. No se trataría pues de remontar simplemente el vuelo, sino de reconocer que la recesión nos llegó cuando aquí había comenzado ya el declive, por lo que la crisis habría servido para alertar de ello y las reformas que han de emprenderse no son en realidad una respuesta, sino una necesidad anterior, suscitada en «una España globalmente poco atractiva y en busca de su identidad». En definitiva, «el reto no es de evolución sino de transformación. Se trata de repensar y refundar todos los pilares del sistema-país», dice el documento.

La declaración formaliza sin duda una sensación muy extendida de fin de ciclo que ya había sido detectada por la mayoría de los núcleos intelectuales de nuestra sociedad. Y el hecho de que haya surgido respaldada por quienes generan un porcentaje muy elevado del PIB y por especialistas económicos de prestigio le otorga una relevancia incuestionable. Sin embargo, este tipo de actuaciones casi nunca son inocentes ni desembocan en el cauce previsto. Y es muy dudoso que esta irrupción en un momento tan inquietante como el actual haya sido todo lo constructiva que sus autores dicen haber pretendido. Porque los empresarios de este país parecen olvidar que la España gastada que describen es también obra suya. Nuestra singular recesión no se entendería sin ciertos comportamientos de los sectores financiero e inmobiliario.

Resulta hipócrita la tesis, que late bajo el documento, de que la superestructura política nos ha arrastrado hacia la decadencia por lo que habría de ser la sociedad civil, encabezada por las elites empresariales, la que marcara los nuevos caminos y elaborara las grandes estrategias de futuro. Solo esta visión, cuando menos arrogante, de la realidad explica en todo caso la trayectoria recorrida por la propuesta empresarial, que va desde sus promotores al Rey, sin recalar en los malecones institucionales que son los que, en todo caso, representan a la nación y son depositarios de la soberanía.

Produce perplejidad que los empresarios que han apoyado el documento hayan obviado durante tanto tiempo los cauces institucionales de participación -los partidos son constitucionalmente «instrumento fundamental para la participación política»- para sorprendernos ahora con una propuesta rupturista con pretensiones de clarividencia. El descenso a la arena de lo concreto debió haber sido persistente y sistemático, y no solo el fruto de un inspirado rapto de preocupación que justificaría la visita al jefe del Estado.

Dicho esto, hay que añadir acto seguido que el encuentro de hoy entre el presidente del Gobierno y unas docenas de ilustres representantes de las principales compañías españolas -algunos firmantes del documento, otros no- tiene todo el sentido, no solo por la falta de interlocución de la CEOE, sino también porque esta clase de encuentros entre actores sociales relevantes y cargos institucionales resultan con frecuencia iluminadores. De la reunión debería salir, en efecto, no una hoja de ruta, que estos designios tienen sede más propia en el Parlamento, sino lazos cooperativos y acumulación de esfuerzos, dado que no es necesaria una cavilación intensa para entender que la coyuntura requiere el esfuerzo extraordinario de todos para remontar el vuelo tras haber llenado el gran vacío dejado por una actividad, la construcción, que nunca será ya lo que fue en el pasado.

El aparato productivo de un país, vinculado estrechamente al sistema educativo en un marco institucional adecuado y atento a las necesidades reales, es el motor del progreso colectivo. En consecuencia, la búsqueda de complicidades entre el mundo empresarial y el poder político que debe empuñar el timón en momentos tan delicados como el actual es una necesidad incluso patriótica.

Sucede, sin embargo, que el patriotismo (constitucional, por supuesto), que debería ser moneda corriente en instantes de emergencia nacional en que lo realmente importante es salvar al país, aparece con frecuencia contaminado. Y hasta algún malicioso podría pensar que algunas fuerzas políticas de oposición y determinados agentes sociales que afirman con solemnidad afectada su preocupación por el destino colectivo son, en realidad, pescadores de río revuelto que, solapadamente, defienden su interés particular bajo el enmascaramiento más o menos convincente del interés general.

Antonio Papell, periodista.