Patriotismo y huelga general

No creo que alguien ponga en duda que, cuando las cosas han ido razonablemente, los distintos Gobiernos socialistas no hayan echado el resto a la hora de construir y reforzar el Estado de bienestar por el que los españoles suspirábamos y soñábamos, cuando nuestro país vivía bajo la dictadura franquista y Europa no era más que una entelequia para nosotros. Les ahorro el esfuerzo de leer lo que es sabido para todos en relación con pensiones, educación, sanidad, etcétera. Me interesa más reflexionar sobre el papel que la izquierda, fundamentalmente la sindical, debería jugar en estos cruciales momentos en los que estamos sentando las bases del futuro o del desastre.

Ya sabemos que el Gobierno de España necesita realizar medidas de ajustes que generen confianza en los mercados, para que nuestra deuda pueda seguir siendo pagada a unos intereses que la hagan factible para todos. Los mercados no acaban de tener confianza total en nosotros. Nosotros tampoco nos fiamos de ellos. En ese aspecto, las cosas están equilibradas. Pero ellos tienen el dinero y a nosotros nos falta, como consecuencia de su lujuria y avaricia. Cuando ellos, los mercados, nos exigen sacrificios, no están hablando de ellos; están hablando de nosotros. Los ricos no piden medidas de ajuste estructurales para los ricos; las piden para los que no lo somos. Por lo tanto, solo hay dos caminos: o mandamos a hacer puñetas a los mercados y tomamos el camino de la calle de en medio, o jugamos a su juego y continuamos poniendo nuestra mejor cara y nuestra más amable sonrisa para ver si nos consideran merecedores de su confianza y de su dinero. Es decir, o nos suicidamos o nos prostituimos. La elección no es fácil, pero si descartamos la primera, no nos queda más remedio que entrar por la segunda.

Y bien, ya hemos decidido ejercer de meretrices. ¿Y ahora qué? El catecismo viene en nuestra ayuda y nos enseña que, cuando un Gobierno da marcha atrás en sus propuestas ideológicas y sacrifica parte del Estado de bienestar, congelando pensiones, rebajando sueldos en la Función Pública, desarmando la protección jurídica del empleado y abaratando la contratación y el despido, la respuesta sindical no parece ser otra que la llamada a la huelga general. Ya se ha probado en anteriores ocasiones y, por cierto, con desigual fortuna. La primera, la que se hizo al Gobierno de Felipe González, fue la de más éxito; las otras siguientes despertaron menos entusiasmo y adhesión de la ciudadanía. No es que los motivos por los que se hizo la primera fueran más sangrantes para los trabajadores que las posteriores. No. Es que la de 1988 fue la que tuvo mayor contenido épico. Era la primera vez que los ciudadanos de la Democracia Española de 1978 se tiraban a la calle contra un Gobierno elegido democráticamente. Era algo que no ocurría desde la Segunda República. Además de las razones para la protesta, existía el plus de currículo para cada uno de los españoles que nunca habían tenido la necesidad, o la valentía, de exteriorizarse así contra un Gobierno. Los que no pudimos ejercer de huelguistas ese día, porque quisimos defender las posiciones del Gobierno socialista, no podemos presumir de huelguista general, y bien que lo sentimos, porque en la vida, no siempre se tiene la oportunidad de estar en el sitio justo en el momento oportuno. Aquello fue una reivindicación pero, sobre todo, fue un acto heroico.

Quienes no pudieron o no quisieron hacer huelgas contra la dictadura tuvieron la oportunidad de corregir su currículo, demostrando su valor y su capacidad de ser más de izquierdas y más patriotas que nadie con aquel paro general.

Las que vinieron después, que seguramente estaban tan justificadas o, más aún, que la primera, ya no fueron tan generales, a pesar de que así se denominaron, porque ya faltaba la lírica de ser la inicial. En definitiva, en situaciones como la actual, aunque el catecismo diga que lo procedente es la convocatoria de una huelga general, lo glorioso ya no va por esos derroteros. Lo épico en estos momentos, una vez que el Gobierno ha apostado por su reforma laboral, sería hacer el siguiente pronunciamiento sindical: nosotros no estamos de acuerdo con las medidas de ajuste de este Gobierno ni con la reforma laboral aprobada. Si acaso el presidente del Gobierno llevara razón y estuviera en lo cierto con lo que hace, se supone que España se recuperará y saldremos de la crisis, pues con esa intención reclama y demanda un esfuerzo a los trabajadores y a los ciudadanos. En consecuencia, no haremos nada que signifique obstaculizar esa recuperación económica en función de esas medidas y de ese esfuerzo. Anunciamos que acumularemos razones y fuerzas para que, cuando la recuperación se haya producido, los trabajadores volvamos a la situación que teníamos antes del inicio de la crisis en el sistema de pensiones, en la función pública y en los derechos laborales. Si por el contrario, después del sacrificio, que aceptamos, la situación de España se estanca o empeora, los sindicatos españoles seremos los primeros en exigir al presidente del Gobierno que abandone su presencia en la vida política, porque nos pidió sacrificios y nos devolvió un país peor que el que teníamos cuando ejercimos la mejor lección de patriotismo que jamás se ha practicado en España.

Con ese pronunciamiento, España saldría beneficiada al evitarse una huelga general que no va a arreglar los problemas por los que estamos transitando, ni a mejorar las condiciones de los trabajadores a los que se defiende. Los sindicatos demostrarían a una opinión pública, cada día más escéptica con la función sindical, que no solo son y están, sino que si no existieran habría que inventarlos, porque pobres de nosotros si esta crisis hubiera que gestionarla sin la amenaza y presión sindical. ¿Quién hubiera podido contrabalancear las posiciones del Gobierno si se hubiera atacado al Estado de bienestar solo desde posiciones ultraconservadoras y neoliberales?

Por último, no es un secreto que los sindicatos más representativos prefieren para España un Gobierno socialdemócrata antes que el que puede representar el que encabezara Mariano Rajoy. Si quienes defienden a los que más están sufriendo las consecuencias de la crisis, ejercieran un acto de patriotismo como el señalado más arriba, ¿en qué mejilla creerían los españoles que los sindicatos habrían depositado su sonora bofetada? ¿Qué haría el PP para airear su tan cacareado patriotismo ante semejante gesto de responsabilidad de quienes demostrarían, una vez más, que por encima de intereses de clase, los intereses de España priman a la hora de elegir?

Es posible, como indican las encuestas, que esta crisis puede llevarse por delante las posibilidades de que los socialistas vuelvan a repetir Gobierno en las próximas elecciones generales. No estaríamos ante ninguna tragedia, porque la democracia consiste en la posibilidad real que los ciudadanos tienen de elegir una opción política en cada consulta electoral. La tragedia consistiría en que los que se sienten socialdemócratas dieran por concluida su presencia en el Gobierno de España, como ocurrió en 1996, cuando todos, menos Felipe González, bajaron los brazos abrumados por un clima que les hizo creer que su tiempo había pasado. Si eso fuera así y a los socialistas les volviera a dar un ataque de cobardía frente a la derecha y a los mercados, que por lo menos queden intactos y fortalecidos los sindicatos, para que el color rojo de la justicia y la igualdad no se destiñan para unos largos años.

Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ex presidente de la Junta de Extremadura.