Patriotismos dudosos

No entraremos en la discusión fútbol sí/fútbol no, o en la racionalidad de apoyar platónicamente, o con buenos euros, a un club determinado, pero sí aprovechamos la circunstancia para manifestar nuestra admiración por la excelente Tercera que, hace meses, publicó José Luis Garci reflejando las emociones, el ambiente, los pequeños sufrimientos en los partidos, allá por los sesenta, dentro y fuera del estadio, el que siempre será estadio Bernabéu, por mucho que intenten bastardearlo a golpe de talonario. La actualidad nos fuerza a volver la vista atrás porque el pulpo de las chequeras (o inversiones, o concesiones de obras, etc.) tiene más tentáculos que pelos indeseables la Gorgona: la directiva actual del Real Madrid, amén de cambiar la denominación del estadio (según dicen, a la vuelta de la esquina), ya ha modificado el escudo de la entidad para su uso en tarjetas de crédito de Abu Dabi, suprimiendo la cruz cimera sobre la corona real que lo sobrevuela y ennoblece. Como es sabido, el club ostenta el símbolo y el apelativo de real por concesión de Alfonso XIII en 1920 y es dudoso que tenga derecho legalmente a mutilarlo a su antojo –o más bien trampantojo– y seguir utilizándolo. Si fuésemos un país serio, la Casa del Rey debería, por las buenas pero con firmeza, indicar al club que ha de rectificar y, de lo contrario, prescindir por completo del emblema real; y de la denominación. Y a nadie se le oculta que, sin la corona, el escudo queda reducido a un bote de leche condensada. Eso sí: muy ordeñable. Pero hay más. La eliminación del símbolo básico del cristianismo habría de tener otra consecuencia: el señor arzobispo de Madrid, cuando acudan a ofrendar a la Virgen de la Almudena los próximos trofeos, debería mandarlos a paseo noramala, con su fariseísmo y su hojalata bañada.

Patriotismos dudososImaginamos –porque nadie explica nada– que el motivo de la amputación es el consabido: para no herir los sentimientos de los musulmanes. O sea, que la presencia de la cruz ofende a los fieles de esa religión… ¿pero éstos no querían rezar en la Catedral de Córdoba en hermandad y maravillosa armonía con los cristianos? Qué sorpresa, qué coherencia. Ignoramos si la supresión de la cruz ha sido una exigencia de los moros –desde luego rechazable, si sabemos quiénes somos–, o una oficiosidad lacayuna ni siquiera pedida. Estos incómodos entresijos permanecen entre la bruma y no consuela nada que el Barcelona ya perpetrase algo semejante (sin símbolos reales por medio), o que alguna marca de ropa haya cedido ante parejas presiones, cuando las hubo. En lo que se refiere al club, el asunto terminaría con la pregunta de si tan necesarios eran los cuartos o, dicho de otro modo si, cuando ya se tiene un magnífico estadio, es imprescindible convertirlo en otra cosa (en los gustos arquitectónicos no entramos) en la cual el fútbol va siendo lo de menos, expulsado por la mercantilización total: desde los horarios de juego, para que lo vean en China en directo, con desprecio de los hinchas locales, quienes han sostenido a la entidad durante más de un siglo, hasta la conversión de los jugadores en maniquíes anunciantes y figurines de estilismo; desde la suplantación del himno chispeante y festivalero («las mocitas madrileñas van alegres y risueñas…», que tantas veces nos acompañó pasando frío y apreturas y dando seguridad y ánimos) por otros que aburren a las ovejas. Y que me perdone Plácido Domingo, a quien no veo culpable de la horterada.

Preguntan a la gente en la calle y –al parecer– hay mayoría de contrarios a la medida, pero algunos lo ven bien: si hay dinero… Y, al fin, es un asunto menor, como la beca de Errejón (gracias a Intereconomía etalii, en menos de un año estamos impuestos en la vida nada milagrera de estos penenes, compis y coleguis de la Facul), aunque quien hace un cesto hace ciento. ¿A quién le importa el desbarate de los símbolos, si casi nadie se conmueve por los contenidos de que deberían ser referencia? ¿Cómo acusar de incongruente y ridículo al pomposamente llamado «madridismo» y sus «valores», «señorío», etc., con retórica tabernaria, si las primeras autoridades del país fingen no enterarse de los insultos y abucheos masivos y reiterados al Jefe del Estado, al Himno y a la bandera de España? Mientras en el partido del Gobierno querrían brear y aperrear concienzudamente a Esperanza Aguirre por atreverse a decir, la única, que eso es inadmisible, prebostes varios del submundo futbolero se lanzan a reprimir a degüello los ataques verbales a «un» jugador determinado, como si estuvieran defendiendo el Santo Grial, caso de saber qué cosa es.

Si no hace mucho, un dirigente de la derecha política vasca –cuyo principal mérito en la vida es haber hundido a su partido en las Vascongadas– hablaba de «bandera del pollo», para referirse a la del águila de San Juan, (constitucional durante algunos años), pavoneándose, como buen gracioso, de su desdén por nuestro símbolo principal, ¿qué podemos esperar de los directivos de fútbol o de los pata en el suelo que los sustentan? A diario los políticos, proclamas oficiales aparte, hacen gala de su despego y desinterés por los objetos, los conceptos, principios y sentimientos que creíamos propios de esta sociedad, marcando el camino con su pésimo ejemplo: nada importa nada y todo está permitido. Algunos ingenuos pensamos que el patriotismo es, antes que nada, el respeto que nos debemos a nosotros mismos como comunidad organizada, pero viene el todavía presidente del Gobierno –no satisfecho con aquella gansada de burócratas y escalafón del «patriotismo constitucional»– y nos aclara mucho las ideas, porque él –o quien le escribe los discursos– ha descubierto nuevos adjetivos inanes y hueros: patriotismo sereno, cívico… ¿Hay quién dé más insustancialidad?

Y en el mismo orden de almoneda y calderilla, ¿tanta falta hacían al Ayuntamiento de Madrid, o a la Comunidad (no sé), las cuatro perrillas que paga una marca de telefonía por cambiar el nombre de la Puerta del Sol? ¿Se les ocurrió siquiera que es el centro oficial de España? A continuación, los políticos simulan lamentar que no nos los creamos, con los trajes de chulapa que se encasquetan, las chocolatadas en San Ginés o la presidencia de maratones en Vallecas. Qué poco apreciamos sus desvelos.

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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