Pax americana

El brutal asesinato de Jamal Khashoggi, el periodista saudí que desapareció en el consulado de su país en Estambul hace dos semanas, ilustra, no ya la barbarie de Arabia Saudí (de sobra conocida), sino la desintegración moral de la Casa Blanca.

Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, los baremos éticos de la acción política en este país se han ido desplomando en la impunidad. Las acciones de Trump, fiel reflejo de su misoginia, racismo, desprecio y brutal ignorancia, se sustentan en el apoyo de su base de voto (ni siquiera mayoritaria, puesto que perdió las elecciones de 2016 por casi tres millones de votos y se impuso a su adversaria por la peculiar naturaleza del sistema norteamericano), blanca, de clase media-baja, patriotera, de ideología ultraderechista bastante primaria y afincada en el centro del país. Pero hay una fidelidad aún más grave: la de los congresistas y senadores republicanos, que le siguen casi sin fisuras por la cuenta que les trae. Piensan, en efecto, que Trump, catalizador de su electorado, es su garantía de permanencia en el poder. Se verá lo que ocurre en las elecciones de medio mandato el próximo 6 de noviembre y si los demócratas recuperan el control del Congreso, pero, mientras tanto, esa es la apuesta.

Es sabido que la política internacional de Estados Unidos ha atendido siempre a criterios estratégicos cambiantes (fiel reflejo de las preocupaciones de cada momento) y a intereses económicos constantes. Pero, al menos en las formas, durante décadas, la guía moral de sus acciones siempre era la libertad y la democracia para todos, y Estados Unidos, el depositario de estas esencias.

Eso ha caído por la borda. El deseo de Trump de mantener su alianza con Riad a toda costa (para cercar a Irán en el confuso convencimiento de que es el verdadero enemigo, y para mantener abierto el suministro de petróleo saudí y el comprador de su armamento) le hace hasta sugerir explicaciones para justificar que su aliado saudí haya mandado cortar en pedazos a un periodista crítico. Se entiende bien si se recuerda que, en su opinión, la prensa es el enemigo del pueblo, y hasta apoya a un candidato republicano que hace pocos días se abalanzó sobre un periodista que le había hecho una simple pregunta.

En Arabia Saudí, Khashoggi no es el primero ni seguramente será el último sacrificado: en el reino del desierto el desprecio por la libertad y la vida es absoluto. Se sustenta en la soberbia del dinero y en el único criterio válido: mantenerse por encima de todo en el poder. El resto es el engaño al que sucumben todos los demás actores internacionales, sobre todo cuando la excusa es que la tolerancia de los demás se debe al convencimiento de que con ella se puede ir acercando a Arabia Saudí a los modos civilizados.

El príncipe heredero, MBS (acrónimo no solo de su nombre, Mohamed bin Salman, sino de las siglas en inglés de “mister aserrador de huesos”, como le ha tildado algún diario norteamericano), es un asesino expeditivo, por mucho que se haya presentado como un joven príncipe modernizador y liberal. Un joven príncipe cuya única gran apertura ha sido autorizar que las mujeres puedan conducir. Mientras tanto, ha intervenido en política internacional como un elefante en una cacharrería: desastrosa aventura militar en Yemen, fallido intento de aislar a Qatar, tonto secuestro del primer ministro de Líbano, al que ha tenido que liberar a los pocos días, endurecimiento de la política interna. Un desastre de príncipe moderno y occidental.

Esta vez se diría que los países democráticos, horrorizados por el espectáculo, le están diciendo ¡basta! ¿Todos? No. Washington no. Como en el enfrentamiento con Putin por la implicación de los servicios secretos rusos en el proceso electoral estadounidense, la respuesta de Trump es siempre la misma, sobre todo si su interlocutor es un sátrapa: “Me ha mirado a los ojos y lo ha negado con firmeza, y yo le creo”. Puede que esta vez sus correligionarios se lo impidan por mucho que él invoque la presunción de inocencia, exclusivamente aplicable a sus amigos.

Alemania, Francia y el Reino Unido, horrorizados por el salvajismo saudí, exigen explicaciones e interrumpen la venta de armas. Curiosamente, España no. Duele nuestra tibieza moral.

El presidente Trump gira como una veleta según lo que intuye que le conviene. Es lo único que le importa: escurrir el bulto y proclamar su genialidad urbi et orbi hasta cuando se ríen de él en la ONU.

Y con su incontrolada verborrea tuitera de cada mañana insulta y miente sin parar. Es seguro que si un día apoya a una persona, a la mañana siguiente la denuesta. Afirma una cosa y la contraria. Su comportamiento frente al asesinato de Khashoggi (un día digo, y al siguiente, Diego) lo demuestra.

La pax americana, el paraguas bajo el que se guarecía el mundo libre, se tambalea. Si Trump consigue la reelección en 2020, mejor será que nos busquemos una sombrilla más segura.

Fernando Schwartz es escritor

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