Payasos y jabalíes

Ya expliqué la semana pasada lo poco que me gusta la Memoria Histórica. En cambio me encanta tener buena memoria visual; y no digamos nada tener, además, buena memoria auditiva. Mientras conserve mis facultades quedará así grabada en mi retina, con sus mayúsculas de letra de palo, la insuperable pancarta desplegada el martes en el solemne marco del paraninfo de la Universidad de Barcelona, en presencia de personalidades de la cultura y el derecho, activistas sociales y autoridades varias: «CARTA BLANCA PARA GARZÓN». Y mil veces que la vea o la recuerde, tratándose de una incitación a la justicia expeditiva formulada en Cataluña, resonará a la vez en mis oídos con toda su elocuencia cacofónica el nombre de Angel Samblancat i Salanova, de forma que la mutación imaginada superará en todos los sentidos al original: «CARTA BLANCA PARA SAMBLANCAT».

De todos los allí presentes, el único que podría alegar dispensa médica para llamarse andana sería, y bien que lo siento, Pasqual Maragall. A los demás habría que haberles encerrado bajo llave en el recinto y comunicarles su nueva situación con aquellas palabras enérgicas de León Felipe: «¡De aquí no se va nadie, ni el místico ni el suicida!», porque «antes hay que deshacer este entuerto». Ya lo saben ustedes: prohibido abandonar el claustro hasta que no clarifiquemos esto, hasta que no queden todas las cartas boca arriba, hasta que no nos expliquemos los unos a los otros qué tenemos cada uno en la cabeza; hasta que no se disipe la menor duda ni sobre qué tipo de organismos queremos que sustituyan a este Tribunal Supremo, al que acabamos de varear, y a este Tribunal Constitucional, al que acabamos de flagelar; ni sobre qué normas proponemos como reemplazo de las correspondientes leyes orgánicas que rigen el funcionamiento de estos dos poderes execrables.

El abogado, periodista y ex diputado Ángel Samblancat lo hizo sin ambages cuando, el 12 de agosto de 1936, ocupó el Palacio de Justicia de Barcelona con un fusil en una mano y un volante, una papela, una carta blanca del Comité Central de Milicias Antifascistas en la otra. La Guardia Civil, fiel a la República, atendió a ambas razones y se retiró del edificio. «Extendimos una orden de allanamiento… y así comenzó a organizarse la llamada justicia revolucionaria», recordaría en sus memorias el anarquista Diego Abad de Santillán.

«Así», y mediante un decreto de la Generalitat de Catalunya dictado cinco días después, legitimando lo ocurrido. Se trata de un texto firmado por Lluís Companys, cuyo artículo 1º decía: «Se crea una Oficina Jurídica encargada de resolver gratuitamente las consultas que formulen verbalmente o por escrito las organizaciones obreras y los particulares interesados, referentes a la interpretación y aplicación del nuevo Derecho». Y cuyo artículo 2º añadía: «La Oficina Jurídica queda facultada para proceder a la revisión de todos los procesos penales de carácter social seguidos en el territorio de Cataluña».

Samblancat fue nombrado presidente de ese remedo -o más bien anticipo- de tribunal revolucionario y asumió su tarea, según sus propias palabras, como una misión «raticida», porque había que «fumigar a los reptiles, quiera o no quiera la Generalitat». Samblancat fue pronto promovido, por sus indiscutibles méritos, a magistrado de la Audiencia Territorial, pero siguió tutelando la Oficina Jurídica e interviniendo en los procedimientos que instruía, sentenciaba y hacía ejecutar en cuestión de horas su mano derecha, colega en las lides periodísticas, parlamentarias y jurídicas, y sucesor en el cargo: Eduardo Barriobero. Este abogado de origen riojano fue el autor de la interpretación del decreto de la Generalitat, según la cual quedaban habilitados para «rectificar la normación jurídica (sic) que no responde al sentimiento jurídico del pueblo». Mutatis mutandis el mismo principio que invocan quienes sostienen el doble No pasarán dirigido a la Ley de Amnistía y a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

Ni Garzón ni el Estatut deben ser constreñidos en su inmensa capacidad expansiva -«Carta blanca para Garzón», vía libre para el Estatut- por esas normas ajenas al «sentimiento jurídico del pueblo». ¿Y quién es el «pueblo»? ¿Acaso como dice la Constitución todos y cada uno de los españoles iguales ante la Ley? Ni hablar. Ni los falangistas, ni los votantes del PP, ni los lectores de determinados diarios u oyentes de determinadas radios forman parte del «pueblo». ¿Y quién expresa sus «sentimientos»? ¿Acaso sus representantes electos y quienes encarnan las instituciones del Estado emanadas de la soberanía nacional? No, hoy como ayer, el «pueblo» no tiene otros intérpretes, sino los abajo firmantes.

Samblancat no engañaba a nadie. Desde hacía 20 años venía representando, como él mismo decía, «la pluscuamextrema izquierda». De ahí que, como colaborador del semanario El Soviet, acogiera con entusiasmo la revolución bolchevique y reprendiera a los sectores republicanos más tibios: «Pagaremos la ligereza de esta conducta. Los obreros nos retirarán su amistad y los burgueses no nos prestarán su concurso». De ahí que considerara «la dictadura del proletariado» como un mecanismo necesario para hacer frente a la reacción e invocara el precedente jacobino: «El terror en Francia, como en Rusia, no aparece hasta que los revolucionarios no ven al mundo entero conjurado contra sus teorías y contra sus obras».

Su propio papel quedó definido a mitad de camino entre el del fiscal Fouquier-Tinville, que disponía en un pispás de la vida y hacienda de los destinados a la guillotina, y el del imaginario juez Azdak, de quien Brecht diría pronto que «en su silla y con su horca, masticando una mazorca, impartía la justicia como cosa alimenticia». Sus defensores alegan que la Oficina Jurídica no dictó ninguna sentencia de muerte, pero sus detractores sostienen que actuaba en estrecha colaboración con las llamadas Patrullas de Control anarquistas, que servían de enlace con las checas e iban dejando su rastro de cadáveres por las cunetas.

En los tres meses que duró esta experiencia de lo que ahora se llamaría «aplicación creativa -o imaginativa- del Derecho», la Oficina Jurídica de Samblancat y Barriobero resolvió unos 6.000 asuntos de toda índole. Según la propia CNT, la mayoría de los demandantes eran obreros y casi invariablemente obtenían satisfacción a sus pretensiones. La Oficina Jurídica trabajaba a todo gas, 12 horas al día, siete días por semana. Entre resolución y resolución aún tenía tiempo de aplicar a los archivos de la Audiencia Territorial de Barcelona su singular concepto de memoria histórica en forma de tea. El propio Barriobero lo explicó sin atrición alguna: «Se ha quemado mucho papel inútil… 200, 300, acaso mil toneladas. Toda la historia falsa y trágica de los hombres fuertes, de los verdaderos revolucionarios que plumas canallescas habían escrito en papel de oficio. Se canceló todo el pasado. Borrón y cuenta nueva».

Incluso para los estándares de aquellas semanas tremebundas los modos de aplicar el «nuevo Derecho» -aún no legislado ni codificado por nadie- a través de la Oficina Jurídica, fueron motivo de escándalo entre las propias fuerzas de izquierdas, que conformaban el emergente poder popular. El 20 de noviembre de 1936 el nuevo consejero de Justicia, Andrés Nin -dirigente del POUM luego secuestrado, desollado y enterrado en secreto por agentes comunistas- decretó la disolución de la Oficina Jurídica y su sustitución por los Tribunales Populares de Cataluña, que comenzaron a mandar a la gente al paredón con la misma fría y ortodoxa eficiencia reglada con que al mismo tiempo lo hacían los consejos de guerra franquistas.

A la hora de ajustar cuentas con la Oficina Jurídica resultó que la arbitrariedad extrema había ido de la mano de muy graves indicios de venalidad. Los tiempos no estaban para mecanismos sofisticados, como la financiación de cursos en universidades extranjeras o los pagos por servicios profesionales a testaferros, pero Samblancat y Barriobero no sólo se pusieron ofensivos sueldos de 18.000 pesetas, sino que, al parecer, comenzaron a apropiarse del dinero de las fianzas y de las multas que caprichosamente imponían a los enemigos de clase.

Los delitos de Samblancat quedaron impunes, pues al término de la guerra logró cruzar la frontera y exilarse en México, donde vivió hasta los 77 años manteniendo una intensa actividad literaria. Barriobero tuvo menos suerte: primero fue detenido por las autoridades republicanas bajo la acusación de tener joyas robadas en la caja fuerte de un banco de Lyón, y luego juzgado y fusilado por los vencedores de la contienda. Una anotación en su diario del 28 de enero de 1939 indica, sin embargo, que estaba dispuesto a poner a disposición del régimen franquista su flexible y versátil interpretación del «nuevo Derecho»: «Si me dejan vivir seguiré siendo un republicano platónico; y, si lo admiten, les ayudaré a perseguir y sancionar a los que desvirtuando las esencias republicanas nos crearon ese doloroso conflicto». Se ve que lo suyo era vocacional.

Ortega conoció a Samblancat y Barriobero en las Cortes Constituyentes; y a ellos y otros de su pelaje, como Balbontín, Ramón Franco o Joaquín Pérez Madrigal se refería en su famoso discurso del 30 de julio de 1931 cuando, tras advertir que «padecen gravísimo error los que presumen que podemos hacer la democracia que nos venga en gana», concluyó entre grandes y prolongados aplausos: «Porque es de plena evidencia que hay sobre todo tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí». Desde entonces aquellos «pluscuamextremos» pasaron a ser identificados como «los jabalíes».

Al asimilar tres categorías tan heterogéneas dentro de la fauna política Ortega venía a advertir que entre lo grotesco, lo sublime y lo terrible las fronteras se hacen a menudo difusas. En la España actual padecemos, en casi todos los órdenes de la vida colectiva, las consecuencias de los agudos desafinados de un presidente que, creyéndose un gran divo de la escena, se atrevió desde el primer día con las piezas más difíciles del repertorio operístico y le salieron gallos del calibre de la negociación política con ETA, el Estatuto anticonstitucional de Cataluña, el Derecho Penal de género, la Ley de Igualdad que mete a los varones en la cárcel de mujeres, la salida ideológica a la crisis económica o, sobre todo, la reapertura de las heridas del pasado como arma de debate cotidiano. Caray con el tenorcito, menudos regalos nos deja.

Es cierto que nuestra sociedad civil es mucho más fuerte y -por no salirnos del código del filósofo- está mejor «vertebrada» que la de entonces; entre otras razones porque, como pedía él, Europa está siendo «la solución» del «problema» español. Por eso vemos y escuchamos con más hilaridad que inquietud profunda los mandobles declamatorios, las frases campanudas, los derrapes esperpénticos de personajes como Jiménez Villarejo, Berzosa, Llamazares o los líderes sindicales, que parecen haber olvidado que la amnistía fue una conquista de la izquierda y alancean cerrilmente espantapájaros fabricados para la ocasión. ¿Y qué decir del circo del patético Montilla, que se pirra por asomar la cabeza en el primer diario nacional que le haga sitio, para dárselas en Madrid de hombre de Estado, mientras que en Barcelona no hace sino encender hogueras que distraigan al personal de su raquitismo, su impostura, su ineptitud y su inanidad ontológica?

Pero cuidado con los payasos con mala uva porque, como digo, entre el reír y el llorar puede haber sólo un corto trecho. Una y otra vez la Historia le ha dado la razón a Stefan Zweig cuando en su biografía de Fouché advierte que «los hechos han de seguir fatalmente a las palabras frenéticas», porque «la simiente del dragón del crimen surge violenta del consentimiento teórico del crimen mismo». Ayer el retablo de los disparates salió a la calle con dinero público. Zapatero será el directo responsable de lo que suceda desde ahora. Al único que no puede sorprenderle que de repente a alguien se le vaya de registro una garra, una pezuña o una buena pareja de colmillos cuchilleros -zas, zas- es al promotor del baile de los monstruos.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.