«Paz a vosotros»

En la víspera del homenaje de Estado por las víctimas de la pandemia que presidirá el Rey Felipe, quiero compartir algunas claves de lectura teológica cristiana sobre lo vivido, animadas por el deseo de apoyar los procesos de sanación de las heridas que la enfermedad y la muerte han dejado en muchas personas. La perspectiva teológica en absoluto sustituye otras claves interpretativas que buscan soluciones médicas, psicológicas o económicas a la crisis, pero sí aporta un marco de sentido a lo vivido, fundamental para seguir caminando.

En el Evangelio, Jesús se pone en medio de sus discípulos, literalmente confinados, metidos dentro de una sala con las puertas y ventanas trancadas, y cargados de miedo y pesadumbre, y les da la «paz» (Jn 20, 19-21). Esa paz no es un simple saludo, sino su vida compartida, con todas las alegrías y las tristezas: la vida del resucitado que es el crucificado.

Así quiere hacer hoy con nosotros, que estamos cansados y abrumados, tras unos meses tremendamente raros, surcados de cansancios y de penas, de dolores e incertidumbres, de seres queridos muertos, muchos en circunstancias muy duras. Todos estamos cargados con algún fardo pesado, aunque, desde luego, unos más heridos que otros. Y Jesús nos dice «Paz a vosotros», enseñándonos las señales de su pasión: las señales de los clavos en las manos y de la lanzada en el costado, heridas que irradian luz sanadora de un amor validado en el dolor.

La aparición de Jesús y sus palabras no sólo son un gesto indicativo de su poder como señor de la vida y vencedor de la muerte, sino también una clara expresión de su misericordia para con todos los cansados y agobiados. Sus heridas son expresión de una compasión humanísima; son las pruebas de un amor compasivo que no nos olvida cuando ha vencido a la muerte. El resucitado es el crucificado, no un fantasma, sino el mismo al que los discípulos escucharon y siguieron. Aquel a quien segaron la vida en plenitud, vive ya para siempre la vida que no se acaba. El resucitado muestra a sus discípulos sus heridas de crucificado, pero no regodeándose en ellas sino haciendo surgir de ellas «paz». Así lo hace hoy con todos los que se acercan a Él. Es la buena noticia del Evangelio.

Después de todo lo que hemos vivido estos meses, después de la enfermedad propia o ajena y la muerte de personas cercanas, fallecidas de mala manera, todos estamos afectados; unos, un poco, y otros, bastante o mucho. Mucha gente encuentra dentro de sí sentimientos con los que les resulta muy difícil lidiar, por el miedo sentido, por el aislamiento perturbador o por la impotencia de ver que algún ser querido moría solo... Es cierto que para muchos también ha sido un tiempo propicio para salir de sí mismos, para hacer el bien a alguien, para ayudar al hermano solo o desamparado. Nos ha sobrecogido el coraje de cuidar, jugándose la vida, que han tenido miles de personas: los sanitarios y tantas personas que han prestado servicios esenciales. También acaso haya sido un tiempo para rezar y para caer en la cuenta de lo esencial de la vida.

Y ahora es tiempo para dejar que las heridas sanadoras de Jesús ejerzan su poder curativo y para que el sufrimiento tenga un sentido más redentor que destructivo. Que sea redentor o destructivo dependerá de cómo elaboremos lo sucedido y respondamos a lo vivido. Jesús carga con las heridas de su pasión para que nosotros no tengamos que pasar por un sufrimiento que nos destroza. El sufrimiento de Jesús alcanzó una cota cualitativamente insuperable, por quién fue y por la singular comunión que vivió con su Padre. Precisamente por esa comunión, Jesús destruyó con su muerte el draconiano poder que nuestra muerte tenía para separarnos de Dios por toda la eternidad: «Muriendo has destruido el poder de la muerte, resucitando nos das nueva vida».

Jesús marcha delante de nosotros, cargando con el sufrimiento con el que nosotros ya no tendremos que cargar solos, porque Él lo ha hecho. El dominio que la muerte tenía sobre nosotros, en la cruz de Cristo ha sido doblegado. Poniendo en contacto nuestras heridas con las suyas, nuestro sufrimiento puede conducirnos hacia una nueva conciencia del valor de la vida y de lucidez para apostar de verdad por lo que merece la pena.

Claro que esa energía redentora no suprime que debamos hacer nuestros propios caminos humanos buscando los tratamientos clínicos para el cuidado del cuerpo y de la mente, o los consensos políticos y las soluciones socioeconómicas para la reconstrucción ante los enormes destrozos del tejido productivo. Todos esos empeños son necesarios y queridos por el Espíritu del Señor, que respeta profundamente los procesos y las mediaciones humanas.

Jesús es el maestro silencioso que con sus heridas sana los corazones desgarrados y convierte «los corazones de piedra en corazones de carne» (Ez 36, 26). La luz de Cristo resucitado con la que muestra sus heridas tiene el poder de convertir corazones insensibles, impenetrables y blindados, en corazones compasivos y balsámicos, como el del buen samaritano; corazones sensibles ante los problemas de los demás, que se agachan para recoger y cuidar a los caídos al borde del camino.

En el dolor y la esperanza, un corazón de carne sabe dar gracias por la vida de los seres queridos que han sucumbido a la pandemia, confiando en la misericordia de Dios hacia ellos. A ninguno le ha faltado el abrazo de Dios. En la fe creemos que los difuntos han sido acogidos por el Pastor bueno, que les ha salido al encuentro, y que son cuidados ya por el «Sanador herido», que no sólo nos enseña a afrontar el sufrimiento, sino que además incorpora nuestro quebranto al suyo, para que así, en vez de abismo de muerte, sea para nosotros fuente de vida.

Jesús derramó su sangre para que el sufrimiento no nos destruya, sino que se convierta para nosotros en camino hacia un yo transformado: la transformación de que nos habla la metáfora bíblica del corazón de carne. Él transforma el cáliz de los que se han ido sin despedidas ni acompañamientos, en fuente de vida y esperanza, y así lo quiere hacer con el cáliz de todas las heridas que llevamos de estos meses. Así lo quiere hacer con el deterioro de tantos hombres y mujeres que han soportado un enorme peso de trabajo y responsabilidad durante la pandemia, y hoy están cansados y agobiados.

Así es el milagro de la paz que da Cristo: el milagro de la reconciliación que se alía con todos los esfuerzos creyentes y no creyentes orientados hacia el bien.

Julio L. Martínez, SJ es Rector de la Universidad Pontificia Comillas.

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