Paz, piedad, perdón

Haría falta más de un año para que saltara a las linotipias y las ondas una tercera frase. El 8 de enero de 1933 los anarquistas amotinados en Casas Viejas intiman al sargento comandante del puesto de la Guardia Civil para que se rinda y, al negarse, es muerto con otro guardia, quedando herido un tercero. Los refuerzos, enviados inmediatamente desde Cádiz, pacifican el pueblo, salvo la choza del Seisdedos, que se hace fuerte con cinco hombres, dos mujeres y un niño, respondiendo a tiros cada vez que se intentaba parlamentar con ellos. Poco después llegó una compañía de Guardias de Asalto, el cuerpo policial armado de la República, creado por Muñoz Grandes, que incendiaron la cabaña, muriendo los seis  hombres y salvándose los demás.

El 26 de febrero cinco capitanes de esas mismas fuerzas de guarnición en Madrid declararon que en aquellos días recibieron orden tajante de la Dirección General de Seguridad: el Gobierno no deseaba «ni heridos ni prisioneros...», sólo muertos. Días después el teniente Artal, que mandaba los primeros refuerzos llegados al pueblo, reveló que el capitán Rojas, al mando de la compañía de asalto, dispuso el fusilamiento sobre el terreno de catorce sospechosos de haber participado en el motín, disparando él mismo el primero, hechos probados según la sentencia del Consejo de Guerra.

Por su parte, el capitán don Bartolomé Barba había expuesto en el sumario que el 8 de enero, estando de servicio en el Estado Mayor de la Primera División -Madrid- recibió directamente del ministro de la Guerra, Azaña, la orden de «nada de coger prisioneros y meterlos en los cuarteles, porque luego siempre resultan inocentes y hay que liberarlos. Tiros a la barriga. A la barriga». El único condenado por los fusilamientos fue el capitán Rojas; la causa contra Menéndez, director general de Seguridad, fue sobreseída, y nunca se llegó a exigir responsabilidades a Casares ni a Azaña, ministros de la Gobernación y de la Guerra. «Vergüenza, lágrimas y sangre», diría luego Martínez Barrio. En el juicio a los campesinos, la defensa corrió a cargo del bufete del gran abogado y profesor socialista Luis Jiménez de Asúa, al cual perteneció otro excelente jurista, el capitán de intendencia Antonio Rodríguez Sastre.

Fuere como fuere, tal suceso hizo inevitable a la corta la caída del Gobierno, primero con la derrota estrepitosa en las elecciones para el Tribunal de Garantías Constitucionales, cuya candidatura sólo obtuvo cinco vocales de un total de dieciséis. El 8 de septiembre Azaña dejaba de ser presidente del Consejo de Ministros.

Un trienio más tarde estalló por fin la tan profetizada y no menos deseada guerra civil, sólo por algunas minorías violentas: las juventudes socialistas (Prieto en el exilio dixit) y los falangistas de la Cuesta de Santo Domingo, que en la primavera trágica andaban a tiros por la plaza de la Ópera. La gran mayoría de los ciudadanos la veían en el horizonte como un tornado. Cuando se acercaban a Madrid las tropas venidas del Protectorado Español en Marruecos, el presidente de la República huyó despavorido el 19 de octubre a Barcelona, no a Valencia, como le había indicado su Gobierno, que también escapó dos semanas después. No son del caso aquí y ahora los avatares bélicos.

En 1937, ocupada por los rebeldes la cornisa cantábrica, la suerte estaba echada y así lo reconocieron quienes seguían luchando en el bando rojo, mal llamado republicano, por indicación del ‘quinteto de la muerte’ encabezado por Stalin, convicción que se convirtió en certeza cuando el territorio dominado por la ‘tercera república’, ésta ‘popular’, marioneta de la Unión Soviética, fue cortado en dos como consecuencia de la contraofensiva de Teruel, que permitió a los ‘nacionales’ llegar al Mediterráneo por Vinaroz.

Pues bien, don Manuel Azaña, que desde el 18 de julio de 1936 era ‘un valor político amortizado’ y desde noviembre «un presidente desposeído», según sus propias palabras, pronunció en el salón de Ciento del Ayuntamiento de la Ciudad Condal, con ocasión del segundo aniversario de la rebelión, un conocido y encomiado discurso, el último de su vida, en el cual trasmitía «el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón». Hermosas palabras que todo hombre de bien compartiría, pero palabras vacías. No era un ofrecimiento al adversario, que no lo necesitaba y que por tener el triunfo al alcance de la mano se oponía a toda mediación internacional y exigía la rendición sin condiciones.

Por su parte, cuando Azaña había ejercido el poder, jamás comprendió y nunca tuvo misericordia, ni concedió cuartel al adversario, se lo impedían la soberbia y el miedo patológico, y con su actuación imprudente e irresponsable, en un mundo irreal creado por sus prejuicios, no fue el único, pero sí el principal de los causantes de la tragedia con Francisco Largo Caballero, socialista bolchevique, el Lenin español que adelantó al PCE por la izquierda. Esas tres palabras mágicas, entrelazadas, eran la patética súplica del vencido, desbordado por la historia y por el ‘odio destilado lentamente’ del cual había sido el gran alquimista.

Rafael de Mendizábal es académico numerario de la Real de Jurisprudencia y Legislación de España.

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