Paz por pobreza

Tengo un pariente que se parece tanto a uno de los imputados por la quiebra de las cajas de ahorros que suelen confundirle con él. El otro día, un taxista se negó a cogerle: “¡A ti no te llevo, chorizo!”, le soltó en mitad de la Gran Via. Mi pariente se quedó tan aturdido que no acertaba a moverse. “Tendrás que cambiar de cara –le dije–, si no quieres que te hagan una nueva”. Pero él, que no es tonto, me contestó: “¿Por qué no se cambia la cara él?”. Esto me hizo pensar en la reacción que habría podido tener el modelo original si hubiese sufrido el escarnio en carne propia. Quizás la misma que tuvo Rodrigo Rato, antes de que aflorase el asunto de las tarjetas negras, cuando David Fernàndez le enseñó la sandalia: discreción mayestática, gesto glacial, indiferencia bien engrasada… y pillar el primer taxi a la vista. Al margen de cuestiones jurídicas, ¿qué lleva a personas de buena familia, bien criadas y con estudios superiores, titulares de cargos públicos y privados, a mostrarse tan displicentes? Atrincherados tras los poderes de cualquier color, quizás se sienten invulnerables hasta que un taxista o una sandalia les recuerda que no todo les está permitido.

Me viene a la memoria la comparecencia de la familia Pujol; el desdén no tanto por los diputados como por la gente, los convirtió a ojos de todo el mundo en unas pobres personas dentro de su abundancia. Veo a Jordi Pujol Ferrusola (JPF) ante la comisión –presidida, precisamente, por David Fernàndez– y sus gestos son la pura expresión de la sabiduría antigua: “No hay ganancia que no proceda del perjuicio de otro”. Todo ello tal vez sea porque se ha perdido la virtud de la compasión –lo que ahora llamamos “empatía”: sufrir con los que sufren. Hasta los liberales manchesterianos podían compadecerse de los que sufrían: en Dickens hay unos cuantos y en Badalona contamos con uno – “el caritativo don Vicente de Roca y Pi”– que dejó un legado para un asilo de huérfanos y menesterosos. Ahora ya no quedan. Quizás han delegado demasiado las emociones, como si el poder establecido, con sus leyes y reglamentos, fuese el sustitutivo. Y ya se ha visto que el poder no bastaba. Cuando empezaron a imponerse los recortes económicos, que han generado una pobreza de Auxilio Social, en una sociedad hiperconsumista, eché de menos un comunicado de círculos poderosos en solidaridad con la pobre gente. Dejaron que los economistas les hiciesen de comunicadores y los políticos, de cortafuegos.

Cuando empezaron los desahucios en cadena, pensaba en las fortunas ganadas con la burbuja del ladrillo y asistía, estupefacto, al silencio sepulcral de bancos y cajas, tan solícitos antes para enredar al país con préstamos hipotecarios. Ningún sector influyente dejó oír su queja contra la miseria impuesta –¡cómo no!– por el ritmo de los mercados. La pobreza se ha vuelto definitivamente democrática: es la precariedad instalada en la vida cotidiana de la gente y convertida en parte de la reproducción del sistema. Nos la han colado democráticamente, la pobreza, y ha dejado de ser de clase, como antes... Y como es tan democrática, la pobreza ha ido a llamar democráticamente a las puertas de la ley. Y ya saben ustedes lo que sucede ante las puertas de la ley, según Kafka: que nunca te dejan pasar, y tú esperas y esperas hasta que, cuando estás a punto de morir, te dicen que has sido un bobo, porque las puertas te estaban reservadas. Pero también puede ocurrir que la pobreza muestre una impaciencia democrática. Va a pedir comprensión a la ley –al poder– y se da de bruces con la mirada vacía de los diputados que seguían la declaración de JPF como criaturas de barrio deslumbradas por un dependiente con ínfulas.

Los pobres suelen ser pacíficos, pero la pobreza es guerrera. Puede atizar tumultos, alborotos, bullicios, como los del Parlament de Catalunya del 2011. Pero en contra de lo que afirman ciertos comentaristas, la pobreza no suele crear escuadrones de asalto. Eso lo hicieron los falangistas que asaltaron Blanquerna, y les ha salido casi gratis; o los nazis que mataron a Guillem Agulló, y lo pagaron con penas ridículas, antes de embarcarse en la operación Panzer; y quedan aún los que se alojan en un casal barcelonés. Bajo las rejas de la Ciutadella, no había ninguna formación de pobres capaz de poner en jaque al poder. Pero el poder, negador de emociones, saca la ley en procesión y hace que dicte sentencia. Ya saben, Dura lex, sed lex, olvidando que “lo que no es lícito para la ley lo hace lícito la necesidad”. La necesidad. Necesidad de trabajo. Necesidad de dignidad. Necesidad de reconocimiento. Ahora leo que la calle no sería el lugar donde poner de relieve estas necesidades. ¿Dónde, sino? El hecho es que las necesidades no suelen pedir permiso para manifestarse. La pobreza sólo sabe expresarse en la calle, no sabe delegar. ¿La dejaremos hablar cada cuatro años, mientras los mercados se afanan cada día?

Miremos de cerca el sentido de la sentencia condenatoria de tres años de cárcel para ocho personas por los hechos de la Ciutadella. El Tribunal Supremo pasa cuentas no sólo a los alborotos, sino a las diadas pacíficas, a las multitudes movilizadas en los últimos cinco años por el denominado procés. Y, de paso, pretende amordazar la pobreza y garantizar la paz con la ley del Estado. Nuestras clases acomodadas tienen una oportunidad de oro para no admitir que vengan de fuera a resolverles el problema con la pobreza propia; de otro modo, es dudoso que puedan ayudar a reconstruir moralmente el país.

Julià de Jòdar, escritor.

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