Pecados de modernidad de una izquierda inorgánica

No solo Hollande o Rubalcaba, no solo la socialdemocracia, también las izquierdas en su conjunto deben revisar la levedad orgánica de sus proyectos. Los errores en el diagnóstico del actual capitalismo regresivo se retroalimentan con déficits organizativos y de ideas que trascienden al modo de elegir los candidatos, a veces el único test admitido de modernidad.

Se sobrevaloran los problemas de comunicación. La levedad del pensamiento se confunde con la ausencia de discurso, cuando el discurso es solo la forma en que se estructura y presenta lo que uno piensa. Las redes sociales son observadas como meros canales de información olvidando que pueden aportar una nueva dimensión orgánica a los movimientos políticos. No solo en Egipto. Cuando Chris Hughes, cofundador de Facebook, se ofrece para colaborar con Obama, éste le hace una petición que resalta el aspecto práctico de las redes: formar cuadros y grupos de apoyo para enriquecer las políticas sectoriales, financiar la campaña y ganar las elecciones. Las ganó aunque su experiencia posterior demuestra que, sin estructuras partidarias estables, sin una izquierda social bien tramada, es difícil articular la defensa del reformismo progresista, más aún, cuando se confronta con una derecha compacta y agresiva a la que hay que disputar, como reclamaba Gramsci, “la hegemonía, los consensos, el sentido común” en economía, religión, justicia, educación o medios de comunicación.

En España, el PP triplica sus militantes desde los 90, mientras el PSOE pierde vitalidad al encerrarse en agrupaciones obsoletas y métodos de trabajo clientelares. Mientras la derecha rearticula el tejido social conservador y propicia una nueva identificación entre ascenso social y poder político, la creciente estrechez orgánica socialdemócrata la desconecta de las nuevas capas profesionales. Alejados al tiempo de sindicatos y redes sociales, se encomienda al grupo parlamentario como principal estructura donde comparte la profesionalización de la política como opción vital. Incapaz de enfrentarse a la profundidad de las regresiones capitalistas que acompaña a la revolución conservadora, la socialdemocracia deja de ser, al tiempo, reformista y de masas.

Las pautas socialdemócratas, tradicionalmente paradigmas de realismo y pragmatismo, empiezan a derivar en idealismo inorgánico. Antonio Gutiérrez, ex de CC OO y del PSOE, se sorprende de que, incluso en los momentos álgidos de la primera legislatura de Zapatero, se “confundiera leyes con políticas” de modo que lo legislado “no fuera realmente defendido frente a la oposición doctrinaria bronquista”. La ausencia de ramificaciones orgánicas entre poder político y sociedad termina deteriorando la percepción de lo realizado y su balance: los que eran claros activos de un gobierno de izquierdas, acaban siendo percibidos en la campaña de 2008 casi como pasivos. Pero esa incapacidad se camufla como virtud: primero, sobrevalorando el poder del BOE, como si la realidad cambiara con solo legislar, después, “imaginando” al Gobierno en conexión directa con los ciudadanos, sin necesidad “del partido” ni de intermediarios sociales.

Desde posiciones opuestas, el Movimiento 15-M llega a conclusiones similares: el rechazo a partidos y sindicatos como algo “viejo” mientras reivindica “democracia real ya”. Es parte del ciberutopismo, el retorno a las ilusiones del hombre libre, del individuo común capaz de prescindir de los “profesionales del poder”. Rememoran otros momentos históricos, como la desintermediación reclamada en el “ni dios, ni reyes, ni tribunos”, incluido en el himno comunista de La Internacional. Ignoran que lo espontáneo y lo organizado (Rosa Luxemburgo dixit) forman parte de un aprendizaje colectivo hacia la política de forma que, aunque en momentos de máxima tensión, “las masas son realmente sus propios líderes”, a largo plazo lo orgánico es esencial para dar cohesión a lo disperso. Y esa es hoy la tarea.

La multifragmentación del tejido productivo que caracteriza al nuevo capitalismo potencia desde hace décadas la segmentación social e ideológica. Sin una alternativa solvente que lo integre en un proyecto general, cada grupo social parece buscar su propia opción pública. El derecho a la diversidad, influencia de la cultura ecologista, estimula a todas las minorías, también las políticas, como si estuvieran en peligro de extinción. En ese contexto, dice Llamazares, la “forma partido” debe evolucionar en clave femenina, vinculada al paciente tejer desde las diferencias. Suena bonito pero anticipa un estira y afloja permanente, la preponderancia de los vínculos débiles típicos de la posmodernidad sobre la coincidencia en análisis y proyectos.

La dificultad para construir el cemento para proyectos orgánicos comunes se sustituye por las alianzas como solución, pero las dificultades subsisten. El PSC construye un tripartito incapaz de navegar por aguas turbulentas. Izquierda Unida precisa de múltiples portavoces en el Congreso para poder ser respetuosa con su pluralidad. La sensación de jaula de grillos no puede evitarse. Y lo mismo ocurre con El Olivo en Italia. La no proporcionalidad de los sistemas electorales son citados, con razón, como causa de las dificultades de esas minorías. Pero se olvida que la absoluta proporcionalidad del sistema italiano fue un regalo envenenado de Berlusconi pues facilita el sectarismo, el trafico de influencias y la ingobernabilidad de las múltiples izquierdas.

Desde diferentes posiciones, lo esencial es consensuar una causa común reformista, conectar y articular políticas sólidas para convertir lo inmaterial en material, los pensamientos en discursos, lo disperso en compacto, las ideas en seguidores, estructuras, votos o dineros. Con formas permanentes o coyunturales. Sin duda, una tarea de muchos durante mucho tiempo.

Ignacio Muro es economista, analista social y profesor de periodismo en la Universidad Carlos III.

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