Peces-Barba, las formas y la democracia

Hace sólo unos días publicaba Gregorio Peces-Barba un magnífico artículo bajo el título Las malas formas, en el que criticaba, con valentía y generosa caballerosidad, los manejos que se empiezan a conocer para designar al futuro presidente de las Cortes. Lamentaba, quien en el pasado ostentó precisamente este cargo, lo que significa, en términos de falta de respeto a las personas y a la institución parlamentaria, la difusión sin mayor rubor de tales enjuagues.

Comparto la tesis del amigo y colega Peces-Barba. Pero me permito añadir: no se trata tan solo de «malas formas», es decir, de mala crianza, de niños acostumbrados a dar a sus juguetes el trato que les peta; el asunto es mucho más complejo y afecta a la médula del sistema democrático. Un sistema que en unos pocos decenios ha sido literalmente secuestrado por los partidos políticos, magos en falsificar la representación y la voluntad de los ciudadanos.

Estos días se agolpan las noticias procedentes de Francia relativas a la renovación de sus estructuras políticas, y es bien significativo, asimismo, que uno de los últimos números de la revista jurídica alemana Die Öffentliche Verwaltung acoja en sus páginas un trabajo de Hans Herbert von Arnim, que tiene su centro de atención en los partidos políticos alemanes; y justamente en ese mismo número se da noticia de la publicación de un grueso volumen Demokratie in Europa, editado por la prestigiosa editorial de Tübingen Mohr Siebeck, que recoge las colaboraciones de especialistas de distintos países de la Unión. Todo ello refleja una preocupación por un mal que ya trepa y trepa con desembarazo y bien agarrado a las paredes maestras del edificio democrático.

En Alemania, el asunto viene de bastante lejos. Nada menos que dos presidentes de la República, Richard von Weizsäcker y Roman Herzog, personajes bien aficionados a la fértil rumia intelectual, criticaron hace ya años este estado de cosas suscitando un debate que ha ido con el tiempo acotando sus perfiles y al que se sumó más recientemente otro presidente, Johannes Rau, quien acuñó en su discurso de despedida la expresión «irresponsabilidad organizada» como forma de definir el sistema democrático y el federalismo alemán.

El fondo de la cuestión, bien resumido por von Arnim, es bastante claro. Los partidos padecen embriaguez de poder, dispuestos como están a subordinarlo todo a sus apetitos desarreglados, a convertir la legítima aspiración a gobernar en un fin en sí mismo. La democracia se basa, como sabemos, en la competencia entre las organizaciones políticas, pero la misma se halla falsificada porque garantizar esa competencia no es problema de fácil solución. Y así sucede, en el ámbito público, lo mismo que vemos en el privado, donde la tendencia natural de las grandes organizaciones empresariales se dirige a lograr acuerdos para regular la producción y los precios y, en general, sortear las molestias del vecino. Una afición que tratan de abortar, con mejor o peor fortuna, las leyes reguladoras de la competencia. Sólo que, cuando se trata de los partidos políticos, la solución deviene más compleja, pues son precisamente ellos los que disponen de la llave para regular el mercado que les atañe. La llave de una despensa bien abastecida que no están dispuestos a compartir.

Esta realidad se manifiesta en las reglas de su financiación. Weizsäcker afirmó sin ambages, desde su alta responsabilidad institucional, que los partidos políticos alemanes vivían en el reino de Jauja. Y en este idílico lugar siguen, pues logran beneficiarse, al tiempo, de un generoso aflujo de dineros públicos y de donaciones que a ellos hacen llegar ciudadanos de contrastada filantropía.

Y se manifiesta asimismo en la ocupación de cargos públicos. Normal es en un sistema democrático que los partidos envíen a sus afiliados a los gobiernos de los Länder, de la Federación o de los municipios. El estropicio empieza a crearse cuando sus pretensiones se desparraman. Es decir, cuando lo mismo hacen con los tribunales de rango superior, incluido el Constitucional, los de cuentas, los medios públicos de comunicación, las empresas públicas, los colegios y escuelas y, poco a poco, también las Universidades; en fin, con todas las comisiones de expertos y asesores...¿Se contentan con estos apetitosos bocados? En absoluto, porque su presencia se hace sentir igualmente en miles de puestos de la función pública, convertida de nuevo -en gran medida- en el botín del que se habló en los albores del Estado constitucional y de la revolución liberal. Sólo que entonces esta degeneración se advertía como un mal y se procuraba su desaparición, mientras que ahora se contempla con la misma resignación con la que aceptamos el fin de la temporada de rebajas en los grandes almacenes. Incluso muchos funcionarios que han ingresado por métodos regulares y públicos de selección acaban afiliándose a un partido o haciendo ver, con más o menos discreción, sus preferencias ideológicas para prosperar en la carrera administrativa. En fin, son los funcionarios quienes ocupan masivamente los escaños de los parlamentos, tanto del federal como de los federados: prácticamente la mitad de los casi 3.000 parlamentarios alemanes son funcionarios, destacando entre ellos la presencia de los docentes.

El derecho electoral favorece igualmente las tretas de los partidos para colocar a los suyos. Y ello se revela en el control de las listas, repletas de esos listos y listillos que, si bien pueden tener dificultades a la hora de expresar una idea, son maestros en el arte de callar y aplaudir.

Por tanto, el clientelismo, la financiación y el derecho electoral son los instrumentos para que Gobierno y oposición falseen las reglas de la competencia, básicas en todo sistema democrático. Surge así el concepto de clase política -La casta es el título de un libro que ha hecho furor estos meses en Italia-, pero, atención, los partidos no son, en rigor, el centro de esa clase política. Ese papel corresponde, dentro de ellos, a los políticos profesionales (a su élite), que son quienes en su seno mangonean, faltos como están del aliento democrático interno que la Constitución exige de ellos. Así es frecuente que grandes debates se hurten, no ya a la masa de la opinión pública, sino a los mismos militantes de las organizaciones políticas a quienes se les atraganta el desayuno el día que oyen a sus dirigentes declaraciones que suponen cambios drásticos en tal o cual asunto -de calado- y que jamás han sido ni discutidas ni planteadas en el seno de los órganos competentes. Kohl y Schröder fueron maestros en esquivar los debates internos y presentar asuntos de gran complejidad como hechos consumados. El desconcierto del militante y el rictus de idiotas que exhiben no han llegado nunca a impresionar a los dirigentes ni han alcanzado la entidad suficiente para desterrar tales prácticas.

En Alemania se da el caso además de que buena parte de tales desviaciones de un sano sistema democrático han sido avaladas por el Tribunal Constitucional. Así ha ocurrido en sus sentencias sobre la confección de listas, los sueldos de los parlamentarios y la financiación de los partidos. En este último caso, el cuidado puesto en evitar las irregularidades de los partidos mismos olvidó a los grupos parlamentarios y a las fundaciones partidarias, sospechosos unos y otras de corruptelas y trapisondas. En relación con el clientelismo, como bien dice von Arnim, el Tribunal Constitucional ha dicho poco, «consciente sin duda de que él mismo tiene el techo de cristal».

Llegados a este punto, conviene tranquilizar al lector que se haya podido inquietar con este relato o ver en él motivos de más cercanas preocupaciones. Para que las disipe, añadiré que todo esto ocurre en la lejana y brumosa Alemania, país luterano y con un ramalazo herético donde se escriben, en un idioma peregrino, libros descarados por lo gordos, y que cuenta además con un número desmesurado de directores de orquesta. Cualquier parecido con la realidad española es pura coincidencia.

Francisco Sosa Wagner, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de León.