Pedo de lobo

El Lycoperdon perlatum, conocido popularmente como pedo de lobo, es un hongo blanco y globoso, por lo común no comestible. A poco que se apriete el casquete, éste revienta, soltando un polvo negro. De ahí su nombre vulgar. Un paisano de Palencia encontró en otoño del 2008 un pedo de lobo cuyo peso se aproximaba a los ocho kilos. Figuró, o fue candidato a figurar, en la guía Guinness de récords.

A finales de enero se desencadenó para España una serie de acontecimientos cuyo desenlace o remate constituye también, a su modo, un pedo de lobo descomunal. Resumo la sucesión de dislates que han puesto al Gobierno y a sus gobernados al borde del knock-out. El presidente del Gobierno acepta, sin necesidad alguna, acudir al panel de Davos en compañía de Estonia y Grecia, dos naciones en entredicho dentro de la Unión Europea. Ello coloca a España bajo los focos de la opinión internacional. Economistas de mucho relieve —Roubini, Krugman, etc…— señalan que el país representa un lastre para el euro y se desata una campaña furiosa en la prensa económica, máxime la inglesa. ¿Resultado? Al presidente se le va la sangre a los zancajos y sorprende a los españoles con el anuncio de un paquete de medidas que comprende un recorte del gasto público de 50.000 millones de euros durante los próximos cuatro años, y una revisión del sistema de pensiones. A partir del 2013, la edad de jubilación pasará gradualmente de los sesenta y cinco años a los sesenta y siete. La decisión no se ha consultado con nadie. Ni con los ministros, ni con el partido ni con los sindicatos.

La Ejecutiva socialista se allana a la gran novedad, pero desde los medios sindicales y, no sorprendentemente, desde la propia sociedad llega un hervor de enfado creciente, con visos de derivar en huracán. Se envía a Bruselas un documento que incorpora una revisión de las pensiones, cuyo periodo de cómputo se amplía de los quince a los veinticinco años. Conforme el papel vuela a Bruselas, el presidente se asusta de nuevo y la ministra de Hacienda sale al escenario con el recado de que se trata de una mera simulación, y que detrás del texto que lleva la estampilla oficial no hay un programa de Gobierno sino una reflexión en voz alta. Elena Salgado se permite descalificar a su propio equipo, incapaz de distinguir, según parece, la eutrapelia de la política real. O por los pésimos datos de enero, o porque la desconfianza hacia España ha alcanzado una inercia imparable, o porque el Gobierno de un paso y a continuación lo deshace, los inversores empiezan a vender sus acciones en masa y la Bolsa revienta el cinco de febrero. Ese mismo día, se reúne el Gabinete y se entretiene discutiendo una razonable aunque modesta reforma del mercado de trabajo. Que la reforma sea modesta, es ya malo. Pero es mucho peor que se trate de una idea, de una cogitación, y no de un plan de acción. La idea será discutida por los agentes sociales. La cosa se quedará, seguramente, en nada. El Gobierno no sosiega y añade nuevos ridículos. El presidente denuncia una conspiración internacional mientras Elena Salgado y su segundo van a hacer méritos a Londres. La ministra se avista con la redacción del Financial Times, epicentro del contubernio antiespañol. Ni los periodistas —¿se extrañan?— ni los mercados se dejan impresionar, y crece la prima de riesgo de la deuda española. Un auténtico pedo de lobo. Un pedo de lobo digno de figurar en la Guinness.

El desastre ocurrido exige dos análisis, uno ceñido a los hechos inmediatos y otro en perspectiva. Llaman la atención tres extremos verdaderamente portentosos. El primero, es que se mezclara un plan de ajuste destinado a evitar un naufragio de las cuentas públicas, con la revisión del sistema de pensiones, diferida, por cierto, al 2013, es decir, a después de las legislativas. Que el sistema de pensiones actual es inviable, se sabe desde hace muchos años. Pero su reforma surtiría efecto en el largo plazo, es decir, en una escala de tiempos muy superior a la que gobierna la crisis fiscal española.

Los ciudadanos se sintieron alarmados, esencialmente, por la parte del mensaje que aludía a las pensiones. Esto es, por lo que corría menos prisa. No habría cometido el Gobierno este error de principiante, o para ser más exactos, no lo habría cometido Zapatero, dueño absoluto de un Ejecutivo compuesto de figurantes, si hubiese destinado una hora, digo bien, una hora, a hablar con los demás. Pero no lo hizo. Ello nos conduce al siguiente hecho increíble. Zapatero amagó en solitario, sin encomendarse a Dios ni al diablo, el tipo de política que sólo puede prosperar desde el consenso, entendiendo por tal, como mínimo, una acción concertada de los grandes partidos. ¿Por qué es imprescindible el consenso? Porque una política necesariamente impopular es vulnerable en grado sumo a los free riders, a los que se desmarcan y sacan tajada. Si no se maniata a los oportunistas, el propio proceso democrático se vuelve contra quienes no lo son. Se objetará que no es concebible que aspire al consenso la misma persona que a finales de diciembre declinó pactar con la oposición la salida de la crisis argumentando que «se lo impedía su ideología». Tal vez sea justa la objeción. Entonces, el propio presidente constituye un obstáculo para salir de la crisis.
El tercer asombro brota del carácter improvisado, borroso, indefinido antes de que los propios responsables le quitaran el pabilo a la vela, de las medidas propuestas. No sólo no se explicó cómo se ahorrarían los 50.000 millones de euros, sino que esta cifra es poco elocuente. El crecimiento del déficit —13 puntos del PIB entre el 2007 y el 2009— refleja una dinámica de gasto que sólo se frenará, por desgracia, reduciendo las prestaciones del Estado. A nadie se le oculta que lo último implica meter en cintura, si se puede, a las administraciones autonómicas. Y esto es sólo la primera mitad de la tarea pendiente. La otra mitad consiste en activar la economía, y la economía no se activará sin una reforma radical del mercado laboral y un recorte o congelación de los salarios, empezando por los públicos. En este sentido, la política reciente es también de guía Guinness. El aumento de remuneración por asalariado prevista para 2009 es del 3,4%. Si se tiene en cuenta que el IPC en ese año ha descendido el 0,8%, obtenemos una subida para los salarios reales de más del 4%. Algo que desafía a la lógica económica cuando se está perdiendo empleo a espuertas. Los acuerdos para revisar los salarios al alza en el futuro inmediato llueven sobre mojado.

He expresado tres asombros. Añado que estos asombros revisten un carácter retórico. El presidente -y enfilo ahora el análisis en perspectiva- acaba de hacer lo que siempre ha hecho. Recuerden cómo resucitó el Estatut: mediante una cita a ciegas con Mas, hecha a espaldas del propio PSC. Los procedimientos deliberativos, el pacto, la pedagogía social, le cansan a Zapatero, para quien la política se reduce a una serie de gestos entre los que no existe transición. Sucede con él lo que en las discotecas, cuando parpadean los focos y el continuum de la vida real se fragmenta en instantáneas inconexas. El disparate del Estatut no pasó factura inmediata al presidente porque los ciudadanos, y me temo que buena parte de quienes los representan, no supieron comprender sus consecuencias. Ni materiales, ni formales: pocos advirtieron que una democracia no consiste sólo en votar o buscar la mayoría, sino que exige responsabilidad y un respeto constante al equilibrio institucional, en la acepción más capaz del concepto. Ahora empezamos a enterarnos de lo que pasa cuando la acción de Estado claudica y cede al espasmo, la astucia, y el cortoplacismo. El despertar será amargo.

Álvaro Delgado-Gal