Pedro Castillo podría vencer a la derecha peruana, pero no a su racismo

Simpatizantes del candidato presidencial peruano Pedro Castillo se reunen en el centro histórico de Lima, Perú, el 12 de junio de 2021. (Stringer/EPA-EFE/Shutterstock)
Simpatizantes del candidato presidencial peruano Pedro Castillo se reunen en el centro histórico de Lima, Perú, el 12 de junio de 2021. (Stringer/EPA-EFE/Shutterstock)

El sábado 12 de junio, cuando el conteo de votos mostraba que las regiones del sur andino como Ayacucho habían apoyado abrumadoramente al candidato a la presidencia del Perú, Pedro Castillo, circuló una conversación de WhatsApp entre jóvenes frustrados con los resultados: “Ayacucho merece ser destruido”, decía uno de los participantes. “En esos lugares voy a tirar mi basura en el piso, escupir en la calle, violar a sus mujeres”. El mismo tipo de terror que sufrían las mujeres de esa región a manos de grupos terroristas y militares, en las décadas de 1980 y 1990, es en 2021 una forma de castigo imaginado por quienes apoyan al nuevo fujimorismo.

En el Perú, normalizamos el racismo antindígena al mismo tiempo que evadimos toda posibilidad de aceptarlo como lo que es: nuestra institución más fuerte y duradera, aquella que toca y estructura todas las dimensiones de la vida social, incluida la política.

La campaña electoral reciente produjo señales de alerta sobre esta descomposición. Cuando Castillo ingresó a una clínica de Lima por problemas respiratorios, a fines de abril, el exministro Carlos Bruce Montes de Oca, quien ahora trabaja con la candidata de ultraderecha Keiko Fujimori, le deseó pronta mejoría y aprovechó la ocasión para recordarle que, como hombre de los Andes, había cruzado una frontera invisible pero fundamental: “Parece que el abundante oxígeno de la costa le afectó por estar acostumbrado al poco oxígeno de la sierra”, dijo Bruce. Poco después eliminó el tuit sin explicaciones ni disculpas.

Políticos como el expresidente estadounidense Donald Trump y el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, expertos en comentarios infelices, demuestran que la retórica polarizante, lejos de ser solo un rasgo de excentricidad, es una herramienta política y un indicador claro de sus formas racistas de entender la sociedad y administrar un país. ¿Qué políticas para las poblaciones originarias y afrodescendientes de Argentina tiene un presidente como Alberto Fernández que suscribe sonriendo en público la idea de que todos los argentinos son blancos?

En el Perú, la “broma” que el exministro Bruce le hizo al candidato Castillo ponía en circulación dos ideas: 1) que las personas indígenas de los Andes no piensan bien porque el oxígeno no les llega al cerebro, y 2) que no deben moverse de su lugar (el campo), y mucho menos ir a la capital para hacer política, viejas ideas republicanas. Juan de Arona, seudónimo del autor de un Diccionario de Peruanismos de fines del siglo XIX y cuyo nombre ahora da vida a una calle en el corazón empresarial de Lima, definía al cholo como “una de las muchas castas que infestan el Perú”. Si el indio suspiraba por quedarse con sus llamas, el cholo (“cruzamiento entre el blanco y el indio”) suspiraba por el poder, casi como un ladrón foráneo que desea lo que no le corresponde desear. Así que el exabrupto racista de Bruce no solo era una señal de peligro ante el “indio” que se sale de su sitio, sino el presagio de la crisis en la que el partido Fuerza Popular, de Fujimori, ha puesto al Perú, a un pelo de un nuevo conflicto civil.

El miércoles 9 de junio, cuando el conteo oficial de votos advertía que la derrota de Fuerza Popular parecía irreversible, Keiko Fujimori (procesada por lavado de activos y por liderar una organización criminal) convocó a una conferencia de prensa y anunció su plan para revertir la realidad: pediría que el Jurado Nacional de Elecciones anulara al menos 200,000 votos de zonas rurales, indígenas, allí donde Castillo había obtenido mayorías arrasadoras. Un abogado que la acompañaba en la mesa, Julio César Castiglione, explicó el procedimiento con los modales pausados de un profesor que enseña a pronunciar las vocales: “Y lo que ha hecho nuestro adversario ocasional (Castillo), en estas justas electorales, es que en las serranías de todo el país y en los lugares alejados ha llenado las ánforas a su antojo y las actas”. Era el punto en que la retórica se convertía en estrategia política: el proyecto de suprimir votos indígenas sellaba una campaña cargada de racismo verbal y describe la forma en que Fuerza Popular entiende el país. Impugnar votos rurales es una posibilidad atendible y digna de exponerse en público gracias a que el sentido común en el Perú nos dice que el país está dividido en dos tipos de ciudadanías: una ordenada, orientada al futuro, urbana (donde florecen las élites económicas), y una caótica, bárbara, “lejana”, orientada al fraude y en espera de “la civilización” (el Perú de indios y serranos).

El octogenario Nobel Mario Vargas Llosa, el aliado que le ha sido más útil a Fujimori para validar su candidatura, mantiene su respaldo a pesar de esta campaña abiertamente antidemocrática, quizá porque los une mucho más que la mera defensa de una economía elitista. Al igual que Fujimori, Vargas Llosa mira a los pueblos indígenas como bárbaros rezagos de un pasado que tarde o temprano cederá y se disolverá en una sociedad mestiza que solo habla español.

Pero el problema de fondo con Castillo no es solo su identidad racial. En términos económicos, las clases altas peruanas leen en él y en su discurso antielitista un apocalipsis de sus privilegios y del control que ejercen en el Estado. El terror es potenciado por la compleja carga simbólica de un maestro rural, sindicalista, de izquierdas, arraigado en su comunidad en los Andes, y que no parece suscribir los discursos del emprendedurismo individual como forma de éxito. Para quienes asumen que Lima es el ejemplo incontestable de desarrollo al que todos debemos aspirar en el país, el arraigo de Castillo en su comunidad parece encarnar lo impensable. ¿Cómo es posible que alguien en su sano juicio no aspire a lo mismo que tienen y disfrutan los limeños más acaudalados?

Quizá el político serrano más opuesto a Castillo sea el multimillonario César Acuña, un empresario cuya forma de hablar es motivo de burla en redes sociales, y que se ha candidateado en vano para la presidencia. Acuña suele contar la historia de su éxito señalando que, para surgir, él tuvo que abandonar su comunidad, pues el éxito económico en el Perú es una geografía ubicada en las ciudades. Acuña (como antes el expresidente Alejandro Toledo) es el campesino que deja su pueblo en busca del progreso individual y departe con las élites sin que estas lo terminen de aceptar. Castillo no ha recorrido ese camino ni buscado la validación de las clases altas. El empresariado más tradicional y sus intelectuales no pueden comprenderlo.

Junto a su campaña de supresión de votos rurales, Fuerza Popular ha logrado movilizar el apoyo en las calles de una ciudadanía de clase media y alta convencida de que les han robado la elección, y que sale desaforada a amenazar a las autoridades electorales, tan seguras del fraude que se perpetró “en las serranías”. Tanto la candidata como quienes la respaldan parecen incapaces de aceptar que, a pesar de la abrumadora campaña de propaganda en paneles publicitarios contra “el comunismo” que supuestamente encarnaba Castillo, a pesar del apoyo cerrado de los medios de comunicación más poderosos, y a pesar de la venia internacional de Vargas Llosa y del soporte del empresariado local, una elección democrática no mide cuánto poder acumulas sino cuántos votos obtienes. Como si en 200 años de república, no hubieran podido comprender que las personas indígenas no solo tienen derecho al voto sino a votar por lo que ellas creen.

Marco Avilés escribe sobre racismo en América Latina. Es autor de los libros ‘No soy tu cholo’ y ‘De dónde venimos los cholos’. Actualmente estudia un doctorado en la Universidad de Pennsylvania.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *