Pedro el Sinalagmático

Mucho más importante que lo que Sánchez muestra es, por supuesto, lo que oculta. Pero lo que se está fraguando, en la ardiente oscuridad de sus negociaciones secretas con Esquerra, es de tal gravedad, que está teniendo que esmerarse en la densidad de las cortinas de humo con las que lo tapa.

Para que el PSOE pueda entrevistarse con Bildu ha tenido que montar una ronda de partidos, incluyendo a Vox.

Para poder recibir a Torra en la Moncloa, como si no se hubiera negado a condenar la violencia desatada tras la sentencia del procés, como si no hubiera insultado y desafiado a los jueces del TSJ catalán o como si no hubiera anunciado y reiterado que sigue en pie de guerra contra el Estado, ha tenido que montar una ronda de presidentes autonómicos, incluyendo a los de Murcia o La Rioja.

Para encubrir que no está dispuesto a contestar absolutamente a nada de lo que les preocupa a los españoles sobre su oficio de tinieblas, ha tenido que permitir que dos periodistas verbalizaran, en su presencia sorda e impávida, parte de lo que está en boca de todos.

Y aún no hemos pasado del aperitivo porque todo esto no afecta sino al ritual de las concesiones que va a entrañar la investidura, al blanqueamiento de los negros interlocutores con los que ha decidido negociar. Lo trascendente, lo que puede dislocar la España que conocemos, lo que puede helar la sangre de los más templados, es el contenido de ese trato. Y, por eso, para camuflarlo necesita, crear un trampantojo intelectual de apropiada envergadura. Puesto que esa montaña no va a parir un ratón, más vale taparla con sombras gigantescas.

Pedro el SinalagmáticoSu liebre mecánica, o mejor aún, el búho de Merlín de su rebotica mágica, está siendo, cómo no, Miquel Iceta. El primer socialista que ha contestado, en su nombre, cuántas naciones hay en España: ocho o, tal vez, nueve y subiendo. La cuenta se basa en que ese es el número de comunidades que se han acogido en sus estatutos, de una manera u otra, a la opción constitucional de declararse “nacionalidades” y no meras “regiones”. Y, según Iceta, “nacionalidad y nación son sinónimos”.

No lo considera así nuestra Constitución que sólo utiliza la palabra clave para hablar de la "indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles". Es cierto que, acto seguido, introduce un elemento de confusión al garantizar "el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran".

Pero se trata de una confusión semántica, o más bien fonética, nunca conceptual, pues queda claro que las "nacionalidades", igual que las "regiones" -en realidad, regiones con mayor conciencia de su identidad histórica- no son sino partes de una única Nación, para la que se reserva, en régimen de exclusividad, la letra mayúscula.

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Lo significativo es la ubre de la que mama Iceta. Porque quien sí consideraba "sinónimos" ambos conceptos era Francisco Pi y Margall, un barcelonés que nunca se quitó la i griega que enlazaba sus apellidos y no hablaba catalán ni cuando le invitaban a los Juegos Florales, pero dejó su impronta proudhoniana en el libro Las nacionalidades.

Pi y Margall, diez veces más ambicioso que Iceta, plantea, como punto de partida, que "en la Península que ocupamos hubo un tiempo cien naciones, a las que no enlazaba vínculo alguno social ni político". En realidad se quedaba muy corto, pues al sostener que no existe otro sujeto de soberanía sino el individuo, debía haber contado tantas naciones como vascones, tartesios, íberos o celtas hubo en cada momento.

La doctrina federalista de Pi y Margall, basada en el "pacto" primero entre personas, después entre familias, luego entre ciudades y finalmente entre provincias, esconde en realidad un espíritu anarquista, abiertamente revolucionario, encaminado a la demolición del Estado nacional fruto de las Cortes de Cádiz. En el epílogo de Las nacionalidades lo da a entender cuando sostiene que "el derecho está en las provincias contra la nación y no en la nación contra las provincias".

Mucho más explícito había sido en La reacción y la Revolución, publicada veinte años antes: "Todos los hombres son ingobernables. Todo poder es absurdo... Debo destruir ese poder, he aquí mi objeto... Entre la monarquía y la república, optaré por la república; entre la república unitaria y la federativa, optaré por la federativa... Dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré y lo iré de seguro destruyendo".

Pocas veces puede decirse, con tanta exactitud, que en el pecado tuvo alguien su penitencia. Tras ser elegido, en junio de 1873, por las Cortes como segundo presidente de la Primera República, en sustitución de Estanislao Figueras, a la sazón fugado a París, Pi y Margall se vio obligado a probar su propia medicina, con el estallido de la revolución cantonal, en Levante y Andalucía. Considerado por todos como el padre intelectual del experimento que intentó vanamente sofocar, como decía Castelar, "a golpe de telégrafo" -aún no existían ni el teléfono ni el mimeógrafo-, apenas duró cinco semanas en el cargo.

Al margen de que el nacionalismo catalán se declarara en sus orígenes -especialmente a través de Valentí Almirall- feudatario de las ideas de Pi y Margall, es su planteamiento del pacto federal lo que resulta especialmente útil en estos momentos a Iceta y, por ende, a Pedro Sánchez. De forma rimbombante él definió su artefacto constituyente con un cuádruple pleonasmo: "Pacto sinalagmático conmutativo bilateral".

La prensa satírica de la época se quedó con lo de "sinalagmático", vocablo de origen griego, que en definitiva equivale a pacto de obligaciones mutuas, por su carácter abstruso y pretencioso. Pronto los políticos que defendían ese pactismo, desde abajo hacia arriba, fueron conocidos burlonamente como "los sinalagmáticos". A Pi y Margall se le retrataba caracterizado como el "mago de Astrakán", ora cocinando en su caldero mágico un guiso de serpientes, ora troceando, tijeras en ristre, el mapa de España.

Pedro el Sinalagmático

Propongo que, a partir de ahora, también se denomine a Sánchez, Iceta y sus colaboradores como "los sinalagmáticos", toda vez que están utilizando esa concepción "plurinacional" de España, en la que las partes empezaban equiparándose con el todo -para subyugarlo después y terminar destruyéndolo- como uniforme de camuflaje para acceder a la "bilateralidad" que le exige Esquerra. Cuando Iceta pide el "autogobierno" de la "nación" catalana "sin interferencias indebidas del Estado", está remedando al Pi y Margall que en las Cortes de la Primera República proclamaba: "El Estado, en vez de limitar las funciones de las provincias, está limitado por las provincias mismas".

Tras el "café para todos" que acabó con las autonomías de primera y de segunda, haciendo irrelevante la distinción entre "nacionalidades" y "regiones", llega la "nación para todos". Con la particularidad de que, como en la Animal Farm de Orwell habrá unas naciones que serán "más naciones" que otras. Y, en todo caso, de momento y entre tanto, eso permitirá que España y Cataluña se sienten, sinalagmáticamente, en una mesa como la de Pedralbes y no se levanten de ella hasta que no hayan consumado su "pacto conmutativo bilateral".

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Frente a ese disparate alzó su voz Ortega, la noche del 25 de septiembre de 1931, o más bien la madrugada del 26 de septiembre de 1931, en un vibrante discurso, durante uno de los maratonianos debates constitucionales de la Segunda República:

"Dislocando nuestra compacta soberanía, fuéramos caso único en la historia contemporánea. Un Estado federal es un conjunto de pueblos que caminan hacia su unidad. Un Estado unitario que se federaliza, es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión".

Este argumento debería bastar para repudiar a quienes, desde la mala fe o la estúpida ignorancia, denominan "unionistas" a los catalanes defensores del orden constitucional. El que los separatistas sean "desunionistas", no les permite etiquetar antitéticamente a sus adversarios, como si todo sucediera en ese estado de naturaleza, en esa tierra de las mil danzas, de las "cien naciones" imaginadas. Nadie que siga los dictados de la razón debe consentir que en su presencia se manipule de esa manera el lenguaje.

Aquel discurso de Ortega incluyó una pesadilla muy propia de la hora en que fue pronunciado: "Ni vosotros ni yo estamos en esta fecha seguros de que el pueblo español, que se ha dormido esta noche dueño de una soberanía unida, no vaya a encontrarse al despertarse con su soberanía dispersa".

Y aportó una concreción, tan premonitoria como el antídoto propuesto para el veneno que se pretendía -y se pretende- hacernos engullir: "No podemos plantear la cuestión de la reforma de España, por el problema que nos trae Cataluña, en términos de soberanía, sino buscar una área menos estremecedora, pero mucho más amplia, el área del más extenso, pero más estricto autonomismo".

"Ahí está, señores, la solución", concluyó Ortega. "Y no segmentando la soberanía, haciendo posible que mañana cualquier región, molestada por una simple ley fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía particular".

Ortega y Gasset frente a Pi y Margall. La fórmula "menos estremecedora" fue en 1978 el Estado de las Autonomías. En sí mismo, un gran acierto de España, con todas las ventajas prácticas del federalismo y sin su problema ontológico original. Pero el carácter abierto del Título VIII y la transferencia, sin control estatal, de la enseñanza y los medios de comunicación públicos, han estimulado el despliegue de "bíceps" regionales por un quítame allá ese pacto fiscal.

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Si no pudiera tener consecuencias tan trágicas, como las engendradas una y otra vez en nuestra historia por el frentismo y el separatismo, la aventura en la que nos está embarcando Sánchez, resultaría simplemente cómica. Si Andalucía es una "nación", ¿por qué no mi Rioja natal?

Invocaré a tal efecto la "Constitución Republicana Federal del Estado Riojano", aprobada en la asamblea celebrada en 1883 en Haro. Su artículo 1 proclamaba al "pueblo riojano" como titular de su "soberanía" y, en función de tal, constituía "uno de los Estados soberanos de la federación española". Que esa "federación" no existiera más que en la imaginación de los firmantes era lo de menos. De hecho la fórmula fue precursora de la que utilizarían Maciá y Companys, en sus balconadas de 1931 y 1934.

El texto, claramente inspirado en las tesis de Pi y Margall, dotaba al Estado Riojano, también denominado en el propio articulado "cantón riojano", no sólo de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, sino también de "una fuerza militar permanente constituida por voluntarios" pero con "cuadros de jefes y oficiales retribuidos".

Aunque La Rioja apenas rondara entonces los 20.000 habitantes, repasar hoy esos pomposos 91 artículos no produce más hilaridad y desaliento que muchas disposiciones incluidas en algunos de los Estatutos vigentes; y no digamos en el que tuvo que ser desmochado por el Tribunal Constitucional, a resultas de la irresponsable promesa de Zapatero de "aceptar" lo que "viniera de Cataluña".

Sin embargo, la acumulación de dislates termina generando sus propios anticuerpos cuando, en el artículo 23, tras establecer que "son riojanos los nacidos en La Rioja que... no signifiquen antes de cumplir los diecinueve años su deseo de no serlo", añade que también "son riojanos los navarros, por razones de reciprocidad".

Acabáramos. Magnífica solución: los riojanos son navarros, los navarros son aragoneses, los aragoneses son catalanes, los catalanes son valencianos, los valencianos son murcianos, los murcianos son andaluces, los andaluces son castellanos, los castellanos son gallegos, los gallegos son asturianos, los asturianos son cántabros, los cántabros son vascos y los vascos son riojanos, cerrando el círculo, siempre "por razones de reciprocidad". Y así, burla burlando a Junqueras y Torra, llegaremos a la conclusión de que todos somos, sinalagmáticamente, españoles libres e iguales. A ver quién lo mejora.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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