Pedro Pablo Kuczynski enfrenta la resaca peruana

Durante el nuevo milenio América Latina estuvo de pachanga. Minerales y gas, petróleo y soya, entre otros, alcanzaron precios históricos que desataron el populismo manirroto de los gobernantes y la algarabía de una sociedad entregada a la novedad del consumo. Ahora la música se ha apagado. Quienes ayer bailaban hoy yacen aturdidos por la resaca.

Pero hay distintos tipos de resaca. En Venezuela y Brasil, por ejemplo, se combinan la resaca económica y la política. Con acentos propios, ambos países asisten a la contracción de sus economías, la crisis de sus instituciones y el desprestigio de sus líderes. En Argentina, la alternancia de partido en el poder permite que la resaca sea esencialmente económica, mientras la administración Macri procura ordenar el manejo del país.

En el Perú, en cambio, donde Pedro Pablo Kuczynski (PPK) toma posesión el jueves como nuevo presidente, la resaca es política y no económica. Entre 2001 y 2013, su economía creció a un promedio anual de 6,1 por ciento, la pobreza cayó de 55 a 24 por ciento, y la extrema pobreza debajo del 5 por ciento. Según el FMI, durante este año la economía latinoamericana se contraerá en 0,4 por ciento, mientras la peruana crecerá 3,7. La proyección para el 2017 es 4,1 por ciento. La economía peruana se mantendrá como la más dinámica de Sudamérica.

Tal situación resulta de la combinación del ciclo económico común a toda la región con un manejo bastante pulcro de la economía peruana. Este manejo macroeconómico ha proseguido en los últimos lustros con total independencia de quién ganase las elecciones.

Ahora bien, el Perú está atrapado en un gran desencuentro. De un lado, la ciudadanía no muestra satisfacción con estos resultados y aborrece a sus instituciones y políticos a niveles inusuales. Los peruanos eligieron como presidente a Ollanta Humala, quien, justamente, prometía desmantelar el modelo económico que ha traído semejante progreso económico (luego, como es evidente, no lo hizo). Y dos veces votaron masivamente por Keiko Fujimori, candidata de un partido fundado, histórica e ideológicamente, en la arbitrariedad (o sea, herederos del golpe que realizaron, en abril de 1992, Alberto Fujimori y seguidores de la doctrina de la “mano dura”). En resumen: el país respira una tremenda amargura que las grandes cifras no alivian.

Del otro lado, frente a los ciudadanos, están las elites económicas, políticas y tecnocráticas que han empujado este éxito económico y que, lamentablemente, han demostrado ser bastante incompetentes cuando se trata de pensar el país como algo más que un Producto Bruto Interno (PBI) por engordar. Asentados en dos o tres distritos de Lima se preguntan perplejos: ¿por qué estos peruanos ingratos no agradecen ser menos pobres que hace veinte años e insisten en votar por populistas que comprometen lo ganado?

El gobierno de PPK debe buscar acortar la brecha entre una población amargada y sus administradores autosatisfechos. Y este desafío es eminentemente político, no es asunto de gestión. Por un lado, implica pensar y actuar en espacios ajenos a la producción, la exportación, la concesión, es decir, fuera de la comfort zone del gerente. En especial, trabajar en la construcción de un Estado de derecho que garantice disfrutar igualitariamente de derechos, servicios y deberes respecto del Estado, la sociedad y el mercado.

La debilidad del Estado de derecho se hace patente en el ascenso del crimen: el Perú es uno de los países de América Latina donde más personas declaran haber sido víctimas de un crimen en los últimos años. Asimismo, aunque todavía lejos de las tasas centroamericanas, los homicidios aumentan peligrosamente. Actividades ilícitas como el narcotráfico (el Perú es el primer productor de cocaína del mundo), la minería ilegal que depreda la Amazonía y esclaviza niños y mujeres, y la extorsión a negocios y ciudadanos, entre otras, se expanden sin resistencia.

A pesar de esta deriva, ninguno de los tres últimos gobiernos que presidieron el súper ciclo económico intentó una reforma de la policía o el poder judicial.

Los peruanos aciertan al enfilar su ira hacia gobernantes e instituciones pues, incluso si tienen más dinero en los bolsillos, también se ven obligados a llevar una vida que, cada vez más, como en la fórmula clásica, puede ser áspera, brutal y corta. PPK debe liderar un gobierno que recupere la autoridad en el país a través del fortalecimiento de un Estado de derecho que, está demostrado, no florece como añadido del crecimiento económico.

Además de una preocupación por las instituciones, PPK —y el Perú— requieren algo que sus antecesores no intentaron: construir una narrativa política del crecimiento económico.

¿Para qué se crece? En un país plagado de discriminaciones, el PBI debe dejar de ser un fin y convertirse en medio. Como señalaba Simon Kuper hace algunos días en el Financial Times, el incremento de la desigualdad en el mundo ha hecho que los ciudadanos sean cínicos ante el éxito macroeconómico pues saben que la parte más sustanciosa de las cifras aterriza en billeteras ajenas. PPK precisa abandonar la política centrada en los “millones” para implementar unas medidas y un discurso donde esos recursos se inviertan en construir una república sana, donde mande la ley y no el privilegio.

El desafío, entonces, es superar una resaca que no es económica sino política e institucional. Superarla consiste en tomar conciencia de que los años de boom transcurrieron sin empujar las reformas más necesarias ni consolidar la democracia. Una reforma de la policía es largamente esperada. Aún teniendo minoría en el congreso, el gobierno debería empujar iniciativas anticorrupción, alentar una reforma del sistema de justicia y profundizar las reformas en salud y educación. Si el gobierno de PPK no revierte la tendencia de los últimos lustros transitará una ruta bien conocida por sus predecesores Toledo, García y Humala: la satisfacción personal del “crecimiento” y el repudio público de los ciudadanos. Y el país, como un hámster, seguirá atrapado en su trajinada rueda de riqueza y subdesarrollo.

Alberto Vergara es politólogo afiliado al David Rockefeller Center de Estudios Latinoamericanos de la universidad de Harvard.

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