Pedro Sánchez über alles

Cualquiera que se dedique a la acción política se enfrentará muchas veces a una alternativa insoslayable, o se empeña en conseguir objetivos nobles que se supone procuran un beneficio público, o se deja llevar por la tendencia a buscar el provecho propio. Claro está que el político pensará muchas veces que esas dos finalidades coinciden de forma admirable, puesto que el elevado valor moral de sus intenciones políticas le permite perseguir el bienestar general obteniendo un beneficio particular del todo justificable.

Sin embargo, la acción política muchas veces exige tomar decisiones en escenarios en los que esa contraposición se presenta en forma casi violenta. En estos casos, el buen oficio del político le llevará siempre a tratar de que  su medro particular se vea encubierto con argumentos de apariencia irreprochable, a no reconocer nunca que se mueve por su propio interés, tratando que el juicio que el público haga de sus actos se refiera siempre a sus irreprochables intenciones y aparte del foco las consecuencias indeseables que puedan tener (véase el caso de la malhadada Ley del Sí es sí).

Cuando se busca un beneficio inequívocamente particular, o lo que es lo mismo de una parte no de todos, no suele haber otro remedio que mentir. Siempre que se miente se presenta la cara más amable de las acciones que se quieren justificar y se elude la calidad y la importancia de los objetivos que en realidad se persiguen, es decir que los perjuicios ciertos o los beneficios de parte que la acción pueda tener se presentan no como fruto de un interés egoísta sino como algo requerido por un bien mayor.

Si pasamos de los esquemas abstractos a los casos del día no es nada difícil ver con qué arte se procura Pedro Sánchez la alabanza general por decisiones cuyo único provecho claro se anotará en su pecunio, pero que se defienden como avances políticos de gran importancia y beneficiosos para el conjunto de los españoles. Las dos últimas propuestas de calado político de este Gobierno tienen, a primera vista, un objetivo de indiscutible importancia, nada menos, que la normalización política de Cataluña, acabar con el problemón que Pedro Sánchez heredó, por emplear la misma expresión del presidente del Gobierno.

La habilidad de Sánchez estriba en que con esa expresión tan popular y comprensible para cualquiera consigue ocultar a qué se está refiriendo con exactitud, porque lo que la mayoría de los españoles recuerdan al oír la pesarosa mención del Presidente es lo ocurrido en aquellos angustiosos días en que no se sabía si España acabaría rota, ni qué pasaría luego. Por el contrario, la muy interesada acción que Sánchez pretende vendernos no ve el problemón en esos hechos, sino en la legítima condena que recayó sobre ellos, y por eso no nos propone borrar esos acontecimientos de la memoria, cosa que todavía no está a su alcance, sino deformarlos al máximo desdibujando su condena, algo que le interesa a él y a nadie más que él y sus secuaces por razones muy fáciles de comprender.

Hay que ser muy ingenuo para pensar que lo que busca Sánchez sea modificar nuestra memoria reciente contándonos una historia típica de Confusio, el gran personaje galdosiano, es decir la historia no de lo que ocurrió sino de lo que tendría que haber ocurrido. No, Sánchez no es ningún megalómano, al menos no todavía, sino un personaje muy volcado en la contabilidad de escaños, ese don político que los cielos electorales le han escatimado hasta la fecha, y está decidido a aumentar su cosecha a costa de que sus aliados de ocasión se conviertan en un sostén para toda la vida.

Si para conseguir su propósito ha de revisar y enmendar toda la actuación de las instituciones del Estado, desde el Rey hasta el Tribunal Supremo, pasando por la soberanía de las Cortes, no vacilará en contarnos a todos una historia tan bella como descabellada, una supuesta necesidad de homologar el vigente delito de sedición de manera que a la sedición le pase lo que decía de los impuestos aquel historiador de Roma que citaba Ortega, a saber, que empezaron por no existir. Y cualquiera puede comprender que si la sedición no existe no se puede castigar a nadie por sedicioso, y menos a los que se prestan tan generosamente a mantener a Sánchez en Moncloa.

Como quien no quiere la cosa, Moncloa ha deslizado que, ya de paso, habría que hacer un tratamiento similar con el delito de malversación, y en este caso la doctrina insinuada ofrece una sofística distinción entre quien roba para su beneficio y quien, al parecer, se hace el distraído y levanta caudales de todos, pero no por codicia sino por filantropía. ¿Cómo vamos a condenar el altruismo de los secesionistas o el de Griñán si lo único que intentaban, unos y otros, es hacer política? Véase que por debajo de este argumento se insinúa una proposición que nadie expondría a la luz pública, pero que va confundiendo poco a poco las conciencias ciudadanas: se dice, en el fondo, que los políticos no pueden delinquir, que eso queda para los simples mortales, para la carne de urna. De ahí que se repita que no hay que judicializar la política y cuando se haya judicializado hay que desjudicializarla.

Pedro Sánchez ya ha mostrado al apoyar leyes disparatadas que su interés no está en las ideas abstractas, sino en las personas concretas, que si, por poner el ejemplo más obvio, la señora Montero ha querido hacer una ley del Solo sí es sí con la mejor de las intenciones no iba a ser él quien le negase  el deseo de innovar en el feminismo y en la concepción viejuna de la ley y que, desde luego, no va a hacer una reforma del Código Penal que no permita a sus entrañables socios volver a ejercer el trabajo político en el que son tan creativos como eficaces.

Sánchez sabe muy bien cuáles son sus poderes y es todo lo responsable que hay que ser para trabajar con seriedad en fortalecerlos. Lo de las instituciones y las leyes le parecen meras reglas de juego que deben servir para apoyar al que manda, al político capaz de resolver cualquier clase de problemas con el dinero que le prestan y que ya pagarán los que vengan, porque como una vez le dijo Zapatero a Solbes, «¿Pedro no me querrás decir que no hay dinero para hacer política?», es decir, para subvencionar a los amigos y apretar las tuercas a los ricos. Si el dinero no es el límite, ¿qué podría serlo?

Sánchez ya dijo una vez aquello de «¿Y de quién depende el fiscal general?», de forma que no se va a andar con contemplaciones cuando está en juego nada menos que su continuidad y una nueva investidura que se antoja dificililla.  Así pues, queridos niños, repetid conmigo y en voz alta: los delitos no existen si no existe la ley que los condene y, a ver, chicos listos, ¿quién hace las leyes?, pues Sánchez, por supuesto. De modo que, como en el himno de Alemania, Pedro Sánchez über alles, Pedro Sánchez por encima de todo.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es 'La virtud de la política'.

1 comentario


  1. Por qué nos cuenta ese rosario de desgracias el Sr. Quirós, se ocupa, acaso, de la historia del crimen político a cargo de patéticos personajes exclusivamente orientados a su ególatra confort?

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