Pedro Sánchez y el tamaño del elefante

Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia, Irán, Hong Kong, Bagdad, India, Líbano… ¿Está el mundo en llamas? Comparadas a algunas de esas hogueras, las de Barcelona y las que prenden los chalecos amarillos parecen pequeñas. En México, el Gobierno capitula ante la violencia armada de los narcotraficantes; en Madrid se apresta a negociar las condiciones del poder con los independentistas a los que ha metido en la cárcel; en París, en Santiago, en Quito, en Hong Kong, en Beirut, el poder da marcha atrás y abroga leyes y decretos que encendieron las protestas; en Londres y en Lima, también en La Paz a su manera, el ejecutivo disuelve al legislativo, o al menos lo intenta. Xi Jinping, Putin, Erdogan, blindan su autoridad dictatorial frente a los reclamos populares. La calle se levanta contra la corrupción de los políticos, el robo, el chantaje, la financiación ilegal, el clientelismo, el pillaje y la desfachatez. Da lo mismo cómo se llamen: Pujol, Maduro, Trump, Bárcenas, Undargarin, Bolsonaro, PSOE, PP o el príncipe Andrés. Los jóvenes se enfrentan con piedras y palos a las huestes no siempre organizadas del poder, pertrechadas de cascos y armaduras; detenidos a miles, heridos a centenares, muertos a decenas.

Pedro Sánchez y el tamaño del elefanteTodo sucede casi a la vez en todas partes, y es televisado en directo, gugleado, tuiteado, debatido a gritos por tertulianos narcisistas o impostados influencers que, por lo visto, las más de las veces son en realidad máquinas. Mientras tanto los jóvenes, las mujeres, los indígenas, los pobres, todo aquel que sueña con una identidad reconocible, cuantos se sienten víctimas de la creciente desigualdad, de lo invisible de su sufrimiento, reclaman sus derechos entre ruidos y voces que se adueñan del diagnóstico orwelliano: “la política es una masa de mentiras, evasivas, tonterías, odio y esquizofrenia”.

¿Nos hemos vuelto todos locos? ¿O será más bien que estamos ante un cambio de civilización en el que, como siempre ha sucedido en circunstancias similares, las elites colapsan, las masas se revuelven, decae el antiguo régimen y el nuevo no acaba de nacer?

Lo degradante del debate español actual es la absoluta falta de contexto que se evidencia en los análisis de la mayor parte de nuestros líderes, movidos como están por su ridícula ambición y su pertinaz ausencia de lecturas. No estamos ante una crisis de gobierno sino de Estado, y esta a su vez se enmarca en una nueva era cuyos emblemas son la globalización tecnológica y financiera; la desaparición del mundo bipolar que emergió tras las guerras del pasado siglo; la corrupción de muchos gobiernos; la multiplicación de las desigualdades y la ausencia de esperanza en el futuro para las nuevas generaciones. Felipe González ha descrito el fenómeno como la crisis de gobernanza de la democracia representativa en el Estado nación. Se trata de eso, pero no solo. Estamos ante el derrumbamiento del orden establecido en medio de un caos que no ha hecho sino comenzar y que nos acompañará por algún tiempo antes de que seamos capaces de edificar una nueva estructura social más justa e igualitaria. Y el caos es caldo de cultivo favorable a piratas, idiotas, xenófobos, corruptos, nacionalistas, nostálgicos, envidiosos y delincuentes. Pero es también la oportunidad de que emerjan nuevas ideas y proposiciones, un tiempo para la innovación, la búsqueda y el descubrimiento.

Cierto cuentecillo indio, que dio pie al título de un ensayo mío publicado hace más de cuarenta años, narra la historia de unos invidentes que fueron llevados a presencia de un elefante. Recibieron el desafío de describir qué era aquello utilizando el sentido del tacto. Uno tocó la trompa y dijo: “esto es un tubo”. Otro agarró un colmillo y pensó que se trataba de una estaca. El que asió el rabo supuso que era una cuerda y quien palpó una pata la confundió con un tronco de árbol. El último sentenció al darse de bruces con el cuerpo: “estamos ante un muro”. Las dificultades que tuvieron para reconocer el elefante en su conjunto, calcular sus dimensiones y su peso, no son diferentes a los diagnósticos parciales de los sucesos de nuestro entorno. Como dijera en Madrid este mismo fin de semana Wadah Khanfar, fundador y presidente del Common Action Forum, necesitamos una nueva narrativa que explique la evolución del mundo como es, no como les gustaría que fuera a unos u otros, incapaces de atender a nada que no sea sus propios intereses. La Declaración Universal de Derechos Humanos es cada vez menos universal y ante la creciente inseguridad de las poblaciones crecen las tendencias neofascistas y resucitan los mitos del socialismo real. Ya hemos sido testigos de en qué desembocan unas y otros.

En este torbellino global las turbulencias de la política española no impresionan demasiado. Solo es de lamentar el cortoplacismo y la ausencia de criterio que guía a nuestros dirigentes. Es tal la acumulación de sandeces que hemos oído en el pasado reciente; tal la apropiación y malversación de las palabras, tanto o más que las del erario público castigadas felizmente por los jueces; tan grande el desprecio a las instituciones por parte de quienes deberían ser sus guardianes y primeros servidores, que la sorna resulta el único recurso para moderar el hartazgo. También en nuestro caso hace falta elaborar esa nueva narrativa que Khanfar reclama para superar los peligros ciertos que acechan a la democracia y a los derechos de todos. Un relato en el que el presente no equivalga a una confrontación entre extremos, defensores de ideologías oníricas y huecas, como si el contrato social básico que nuestra Constitución representa fuera diferente según quien transite por los pasillos de La Moncloa.

Pedro Sánchez tiene derecho a tratar de elaborar un Gobierno, pero no tiene ningún mandato al respecto del pueblo español, y ni siquiera todavía una propuesta del único que puede hacerla, que es el Rey; y no solo él, pues ha de tramitarla a través de un presidente del Congreso que debe propiciar las consultas entre las fuerzas políticas y el Jefe del Estado. Sabemos quién será el vicepresidente de un Gobierno que todavía no existe, pero ignoramos el nombre del candidato o candidata destinados a ejercer la presidencia de un Parlamento que ha de constituirse en cuestión de días. En una democracia madura no es una mesa de partidos, ni mucho menos un acuerdo bilateral entre el Gobierno de la nación y el de una comunidad autónoma, por grande que sea, quien puede decidir el futuro del conjunto de sus ciudadanos. De modo que las prisas del Gobierno en funciones, funciones de las que me temo viene abusando en demasía, no deben ni pueden sustituir a un debate en la única sede de la soberanía nacional: el Parlamento.

Si queremos que el caos, el del nuevo desorden mundial o el de la trifulca autonómica hispana, sea fructífero al final de camino, es preciso moderar en lo posible los desvaríos que provoca, reconocer al elefante en su conjunto y no adueñarse solo de una de sus partes. Para ello no hay mejor receta que cumplir la ley y aislar a quienes abiertamente quieren vulnerarla, sean neofranquistas chusqueros o independentistas irredentos. Ambas especies constituyen amenazas ciertas para nuestra convivencia democrática y deberían sufrir aquello que el catecismo definía como pena de daño, consistente en no ver a Dios. La ausencia del poder, sea divino o humano, su indiferencia o lejanía, puede convertirse en el peor de los castigos.

Cualquier aspirante a primer ministro debe por lo mismo dejarse seducir por el auténtico brillo de quien ejerce el mando; no el que reverbera en los pasillos de palacio, sino el que reside en los anales de la historia. Estoy seguro de que Pedro Sánchez no quiere pasar a ella como un oportunista, aunque tantos le acusen de ello, sino como el gobernante que evitó que España se convirtiera en un Estado fallido frente a la disidencia del separatismo y la amenaza neofascista.

Juan Luis Cebrián.

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