Pedro Sánchez

A estas alturas de la película, diría un tertuliano, tenemos los suficientes elementos para evaluar a nuestro –pues es de todos los españoles– presidente del Gobierno. Que Pedro Sánchez posee notables cualidades lo demuestra que haya alcanzado ese cargo en la batalla democrática, no menos cruenta que la bélica aunque sin sangre. De entrada, tiene una planta estupenda y la cámara le quiere, algo importantísimo a día de hoy, con la imagen más apreciada que la palabra e incluso que los hechos, como mostró el debate entre Kennedy y Nixon, ganado por Nixon entre quienes lo oyeron por radio y por Kennedy entre quienes lo vieron por televisión. Como orador no es un Demóstenes, pero se defiende bien y, sobre todo, se escabulle mejor, algo crucial si los problemas se acumulan, como acontece a la inmensa mayoría de los gobiernos. Le hemos visto mejor defendiendo que al ataque: de hecho, sus grandes logros –superar la derrota sufrida en su partido cuando intentó llevarlo por una senda que la vieja guardia rechazaba y, sobre todo, llegar a La Moncloa tras varias derrotas electorales– merecen un capítulo en los manuales de estrategia política. No hay duda de que su fuerte es la resistencia, el aguante, el no darse nunca por vencido. Lo demostró no sólo en las dos ocasiones apuntadas, sino también en cuantas refriegas se ha visto envuelto, las intrascendentes incluidas. Seguro que de niño no quería perder ni a las canicas. Tras esa sonrisa fácil que exhibe a la menor ocasión, se esconde un hombre duro, roqueño y, diría, vengativo. Quienes se han interpuesto en su camino pueden certificarlo.

Pedro SánchezTodas ellas son cualidades de un buen líder, más necesarias que nunca, al haberse complicado la política hasta extremos desconocidos, debido a la globalización, al desarrollo de la tecnología, sobre todo de las comunicaciones, y al surgir problemas que antes no existían, como el cambio climático, o que estaban dormidos, como los nacionalismos o la irrupción de las mujeres en la vida pública. Y es ahí precisamente donde Pedro Sánchez falla, pese a pertenecer a la generación que ha traído esos cambios que dominan el escenario político, permitiendo decir, sin temor a equivocarse, que entramos en una nueva era. Y ya de entrada les anuncio el resultado de lo que quiero exponerles: nuestro presidente de Gobierno pertenece más a la era anterior, que a la recién estrenada. Supongo que a más de uno le parecerá tendencioso e incluso absurdo. Pero si piensan que la política venía siendo una guerra sin sangre, un forcejeo sordo, feroz, implacable, para imponerse al rival, sin más límite que no acabar físicamente con el contrincante, aunque moralmente podía hacerse, lo que significaba que la trampa, la celada, la mentira sobre todo, estaban permitidas e incluso celebradas, hasta el punto de considerarse estadista a quien supiera engañar mejor al enemigo, tal vez lo entiendan, porque el fin ya no justifica los medios. Se me dirá que Maquiavelo ya había dicho algo parecido, y fue considerado un maestro de gobernantes. Pero eran otros tiempos y, en el entretanto, la humanidad, o al menos parte de ella, ha hecho considerables avances en el terreno moral, desde la abolición de la esclavitud a la liberación de la mujer. Es lo que hace replantear el dilema entre honestidad y política, e incluso puede resolvernos algunas de las incógnitas actuales si llegamos a la conclusión de que empiezan a estar más relacionadas de lo que suponíamos.

Es verdad que vivimos tiempos en los que el desprecio de la verdad alcanza niveles abochornantes. Pero no es menos cierto que hoy termina por saberse todo y que aquello de «puedes engañar a uno una vez, pero no a todos siempre» era sólo un dicho norteamericano. Pero no es menos cierto que nunca las mentiras han tenido las patas tan cortas y es descubierta a los pocos días e incluso horas. Es verdad que la corrupción ha alcanzado las más altas instancias del Estado. Pero no es menos cierto que empieza a haber gobiernos que caen por ella y presidentes que van a la cárcel. Es verdad que la lealtad, tanto a personas como a instituciones, atraviesa horas bajas. Pero no es menos cierto que nunca ha sido tan apreciada en los planos privado y público. Es verdad que cuando se elige líder, lo menos que cuenta es el carácter. Pero no es menos cierto que, a la postre, es lo que decide el destino de personas y entidades. El listo, el astuto, el aprovechado han tenido siempre una ventaja sobre los demás. Pero nunca esa ventaja ha durado menos, debido precisamente a la sociedad de comunicación en la que vivimos. Abran un periódico, vean un telediario y se encontrarán con un escándalo político, financiero, cultural o de cualquier otro tipo. Cuando no con varios. El ventajista tiene hoy menos posibilidades de éxito, no ya a largo plazo, sino a medio y aun corto, que nunca. Quiere todo ello decir que la nueva era que empieza no es la suya, sino de aquéllos y aquéllas que se atienen a los principios que vienen rigiendo el progreso de la humanidad desde que bajó de los árboles, hace miles de años, allá en torno a los grandes lagos africanos.

Y es ahí donde Pedro Sánchez falla. Sus dos mayores habilidades son defender posiciones opuestas al mismo tiempo, para apuntarse a la vencedora cuando el dilema se decanta, típica del oportunista, que él ha desarrollado al máximo, y lograr que otras personas digan y hagan por él cosas arriesgadas que si salen bien, las reclama y si salen mal, las olvida, típico del capitán araña. En los escasos meses que lleva en el poder hemos tenido ocasión de comprobarlo infinidad de veces. Y casi todas le han salido mal o van camino de ello. Su actitud en el problema catalán no puede ser más equívoca.

El mismo Sánchez que en primavera y en la oposición veía «rebelión» en el alzamiento de aquellos nacionalistas, en otoño y en La Moncloa ve solo «sedición» con la posibilidad de indulto si son condenados. Incluso le da otra vuelta, presentando ante el Tribunal Constitucional recurso contra algunas de las últimas resoluciones de su Parlament. Un doble salto mortal que repitió al «romper» todas las relaciones con Casado y ofrecer a los pocos días negociar con el PP el presupuesto. Sin inmutarse. Pero dejándose un jirón de credibilidad en cada lance, al no ser ni siquiera cortoplacista, una de las acusaciones que se le hacen, sino algo mucho más grave: carente de sentido moral que, unido a una ambición avasalladora, le impide darse cuenta de que va directo al fracaso, ya que más pronto que tarde, el gran público se dará cuenta de que, para él, sólo cuentan sus intereses no los generales. Los secesionistas catalanes son los primeros en desconfiar de él, y exigen pago al contado –la puesta en libertad de sus líderes–, como temiendo que, de apoyar sus presupuesto y afianzándole en el cargo, aplique el 155 que, por cierto, ya apoyó. También Iglesias desconfía y le advierte que no intente engañarle. Incluso sus colaboradores, si no son tan ególatras como él, terminarán percatándose de que los está usando para su provecho particular. Dispónganse, por tanto, a ver, no un Juego de Tronos, sino el trastazo de un ambicioso que creía ser más listo que los demás. Otro está en Waterloo. Buen lugar para perdedores.

José María Carrascal, periodista.

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