Pedro y Pablo

«Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible» se atribuye al torero Rafael Guerra, aunque es de Talleyrand, uno de los políticos más hábiles de la historia. Pedro Sánchez viene empeñándose desde hace cuatro meses en hacer posible lo imposible y cosechando fracaso tras fracaso, cada uno más grande que el anterior. Si comenzó con el peor resultado que su partido ha cosechado desde la Transición, el último, propinado por las huestes de Podemos al rechazar unirse al pacto de PSOE y Ciudadanos le deja políticamente en cueros. No importa, dice él, yo seguiré adelante. Pocas veces se habrá visto tal contumacia en el error, tal obsesión por alcanzar lo inalcanzable, tal masoquismo en el castigo, tal ceguera ante la realidad. Pedro Sánchez fue a Lisboa, a Bruselas, a Barcelona en busca de modelo y ayuda para que Pablo Iglesias le apoyase en alcanzar la presidencia, sin importarle las negativas ni el ridículo. A estas alturas, sólo le falta arrodillarse ante Pablo y besarle los pies mientras repite su ruego. Sin darse cuenta, primero, de que Pablo no quiere ayudarle a ser presidente. Quiere hacer del partido socialista español lo que Tsipras y Monti han hecho con los partidos socialistas griego e italiano, reducirlos a la irrelevancia, y convertir Podemos en la referencia de la izquierda española. Luego hablaremos de ello, pero lo primero que se le ocurre a uno es preguntarse si no hay en el PSOE nadie que se lo advierta, que le pare en esa carrera desenfrenada hacia el suicidio, no ya personal, sino colectivo. Mientras que la segunda pregunta es al pueblo español en su conjunto: ¿queremos al frente del Gobierno alguien tan obcecado, tan ciego, tan dispuesto a humillarse?

Pedro y PabloPues esta galopada a ninguna parte llega a su fin y nos encontramos en el punto de partida. Incluso peor, pues las posibilidades de formar gobierno se han reducido a prácticamente cero, aunque Sánchez insiste en continuar corriendo como Tom Hanks en Forrest Gump, seguido de su equipo, que tampoco tiene nada que perder, y los medios que le han prestado apoyo intentan al menos salvar la cara cobrándose la cabeza de Rajoy. Una retirada de los dos disimularía su derrota, así que prepárense para una ofensiva en esa dirección, cubierta por la artillería de que «facilitaría la formación de un gobierno y nos ahorraría una nuevas elecciones, tal como desea el Rey», estrambote obligado de su argumentario. Es curiosa la invocación al Rey por parte de nuestra republicana izquierda cuando se ve en apuros, materializada en los esfuerzos de Sánchez por acercársele durante la final de la Copa de rugby en Valladolid. No descarto que buscase la foto para venderla como otro encargo de formar gobierno. Pero incluso en eso fracasó, al conseguir tan sólo estrechar la mano de la vicepresidenta. ¿Es el primer paso hacia la gran coalición? No creo. La gran coalición, como el resto de combinaciones, ha quedado hecha añicos por una estrategia más propia de aficionados que de profesionales que, al final, se ha vuelto contra ellos, queriendo engañar a todos, su partido el primero, y terminando por engañarse a sí mismos. Su primera gran mentira fue no reconocer que habían perdido –ademá, ¡de qué manera!– las elecciones del 20-D, camuflando sus resultados como «un deseo de cambio total en la escena política española». Esto es, como una derrota del PP, que debía desalojar el gobierno. ¿Cómo explicaban entonces que el PP hubiera sido el partido más votado, con amplia ventaja sobre los demás? Pues no lo explicaban. Desde siempre, la izquierda no se cree obligada a explicar sus contradicciones, se considera por encima de ellas, como parte de su «superioridad moral». El complejo de inferioridad de la derecha, unido a su desastrosa política de comunicación, hizo que el arranque de Sánchez hacia La Moncloa pudiera venderse como un éxito, pese a llevar apenas gasolina. Échenle el picante de unos escándalos por corrupción con mucho ruido, y tendrán los aplausos del público.

Quedaba sólo engañar a la aritmética. Pues el parvo pacto PSOE-Ciudadanos –130 escaños– no daba ni de lejos para la investidura. Pero era sólo el señuelo para otro u otros pactos de mucho mayor calado. Rivera se encargaría de convencer al PP de que se abstuviera en la segunda votación, al poder asumir buena parte de las 200 medidas de gobierno que habían acordado, mientras Sánchez se encargaría de convencer a Iglesias con sus genuflexiones de que se uniera al «pacto de progreso». Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

En efecto, se ha acabado. Pero no como pensaban sus diseñadores. Rajoy no estaba dispuesto a apoyar un gobierno que, sin recatarse lo más mínimo, anunciaba su disposición a enmendar cuanto ha hecho. Y no ya por él, sino por estar convencido de que sería letal para España. Mientras Iglesias, como queda dicho, no se contenta con ser un simple socio de gobierno. Quiere gobernar. Sin la menor interferencia del centro o la derecha –¡fuera Ciudadanos!–, con un programa de extrema izquierda, es decir, el suyo. Y eso no se lo consiente a Sánchez su Comité Federal. ¿Se atreverá a consultar a sus bases, como había sugerido e Iglesias le desafía? Ya ha dicho que no, pero es un hombre desesperado, y de la desesperación sale cualquier cosa.

Lo que parece inevitable es la celebración de nuevas elecciones. Pues, aunque todos ellos siguen diciendo que quieren pactar, trazan líneas rojas como si no quisieran hacerlo. Sólo el deseo de echar a Rajoy los une, junto con el temor de que siga gobernando. Pero, mientras que Iglesias puede esperar sobre una base firme de seguidores, Sánchez se hunde en las arenas movedizas de un partido que no desea una crisis sucesoria –bastante tuvo con la de González–, pero teme casi tanto continuar con un desesperado a su cabeza. Mientras Rivera hace lo que puede: pedir a los dos grandes partidos que se entiendan. Pero aliándose con Sánchez e injuriando a Rajoy –el «Rajoyrajao» de su publicidad es infumable– le aleja del centro donde estaba tan cómodo.

¿Y Rajoy?, me preguntarán ustedes. Pues Rajoy sigue donde siempre, con la matraca de la gran coalición, hoy con menos posibilidades que una tortuga en una autopista. El coro mediático que lleva meses dándole por finiquitado habla de voces internas contra él. Yo no oigo ninguna, excepto los exabruptos periódicos de Aznar y los pellizcos de monja de Aguirre. Puede esperar, por tanto, las próximas elecciones, que no se decidirán por el cabreo, como las del 20-D, sino por el hartazgo del electorado. ¿Se imaginan un verano bajo Sánchez e Iglesias, con las confluencias revolviéndose, los barones socialistas gruñendo y los independentistas gritando «qué hay de lo nuestro»?

No habría tiempo ni para los Juegos de Río. Si se celebran.

José María Carrascal, periodista.

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