Pedro y Teresa

No crea el lector que este es un artículo sobre una relación romántica, como la de Pablo y Virginia, Abelardo y Eloísa, Dido y Eneas, Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, y tantos otros casos de nombres emparejados que traslucen un vínculo amoroso. Podría, quizá, relacionarse estos dos nombres con los amantes de Teruel, pero no por sus nexos afectivos, sino más bien por aquello de tonta ella, tonto él. En todo caso, de lo que yo quiero hablar, como el lector habrá sin duda adivinado, es de una pareja cuyos apellidos respectivos son Sánchez y May (née Brasier), una pareja ciertamente no sentimental, pero que sí comparte algunos rasgos de interés.

Pedro y Teresa (o más bien Theresa) tienen varios puntos en común, pero en especial dos: el ser ambos políticos y el haber alcanzado la presidencia del gobierno de su país. En esto ella le lleva una delantera de dos años, ya que accedió a la premiership en julio de 2016, y él alcanzó la Presidencia del Gobierno español de manera un tanto desusada en junio de 2018.

Pedro y TeresaPero lo que me interesa destacar aquí es otra cosa que ambos tienen en común: el haber convocado elecciones poco después de haber asumido el poder con el objetivo de reforzar su posición parlamentaria y el haberse encontrado con que, en contra de lo que ellos esperaban, en lugar de haber salido fortalecidos de esos comicios, salieron debilitados. De ahí la referencia a los amantes de Teruel. Y también tienen en común que, en lugar de admitir su error, ambos se obstinaron en no reconocer su revés electoral y se obcecaron en proceder como si hubiera ocurrido lo que ellos querían y no lo que pasó en realidad. Ya sabemos hoy cuáles fueron las consecuencias de la obcecación de Teresa May: en síntesis, que ya no es primera ministra y que su desempeño en ese puesto resultó un sonoro fracaso. Tratemos de sopesar las posibilidades de que Pedro Sánchez pueda estar abocado a seguir en España el mismo camino que ella siguió en el Reino Unido.

May, a diferencia de Sánchez, heredó la premiership de su anterior jefe de fila, David Cameron, que dimitió tras haber cometido otro error garrafal, más grave aún que la posterior plancha electoral de ella: el haber convocado el referéndum del Brexit (23 de junio de 2016) en la confianza de que ganaría la opción de la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Cameron, como May un año más tarde, confiaba en la consulta pública para reforzar su posición, desarmando al bando euroescéptico que tanta guerra le daba dentro y fuera de su partido, el Conservador o Tory. En un alarde de frivolidad e improvisación, a Cameron no se le ocurrió que una cuestión de tanta trascendencia como la posible salida del Reino Unido de la Unión Europea nunca debiera haberse dejado al albur de una mayoría simple de votantes, como se hizo. Así fue posible que el referéndum lo ganaran los partidarios de la salida, un 51,9% de los votantes, que representaban tan sólo la tercera parte del censo electoral, ya que la abstención estuvo en torno al 30%.

Tras la dimisión de Cameron, la nueva premier asumió un papel erizado de dificultades, porque ella se había mostrado partidaria de la permanencia, porque el resultado de las urnas demostraba que el país estaba muy dividido, porque Escocia e Irlanda del Norte habían votado claramente por la permanencia, porque los partidarios del Brexit habían mentido a conciencia, y porque al Reino Unido la salida de la Unión le iba a salir muy cara política y económicamente. La única clara ventaja que ella tenía en su nuevo puesto era que los tories tenían mayoría absoluta en el Parlamento, con una diferencia en su favor de 17 escaños. Olvidando que la opinión británica estaba muy confusa tras el referéndum, que la cuestión del Brexit era muy transversal, y que su propio carisma era casi inexistente, May convocó elecciones en junio de 2017 y se encontró con la desagradable sorpresa de que su mayoría absoluta se esfumaba y se quedaba 12 escaños por debajo del mínimo requerido, mientras que los laboristas, dirigidos por el mediocre Jeremy Corbyn, ganaban 30 escaños, uno más de los que ella había perdido.

Ella, no obstante, continuó impertérrita, como si el batacazo en las urnas hubiera sido un mandato inequívoco para continuar con el Brexit. Suplió su déficit de escaños mediante un acuerdo con el partido unionista del Ulster (DUP), que dejaba a la coalición a sólo dos de la mayoría absoluta. Pero, a la larga, la realidad se impuso. No era sólo que los conservadores no tuvieran ya mayoría absoluta, sino que ellos mismos estaban muy divididos, y el resultado de las elecciones había minado la autoridad de May, tanto en el Parlamento británico como en las negociaciones con la UE. Al final, sucedió lo inevitable: en los primeros meses de 2019 el Gobierno británico perdió en el Parlamento cuatro votaciones consecutivas sobre sus planes de salida de la Unión. May tuvo que tirar la toalla y anunciar su retirada. A finales de julio, la sustituía el que había sido su ministro de Asuntos Exteriores, uno de los grandes partidarios del Brexit, y uno de los mayores embaucadores dentro y fuera del gobierno.

Naturalmente, el caso de Sánchez no es un fiel calco español de la odisea política de May. Ésta fue largo tiempo ministra del Interior antes de acceder a la premiership, en tanto que Sánchez nunca tuvo ninguna experiencia de gobierno hasta asumir la Presidencia de un modo un tanto irregular en la primavera de 2018. Aupado al poder a partir de una extraña moción de censura y gracias a la ayuda pasiva del propio Mariano Rajoy, a quien desalojó del sillón presidencial acusándole de corrupción, y merced al apoyo abigarrado de los diputados de Podemos y de los partidos nacionalistas, separatistas y sucesores de la terrorista ETA, gobernó durante casi un año sostenido precariamente por esa coalición. Una serie de errores y fracasos parlamentarios le obligó a convocar elecciones, que ganó con escasa mayoría (123 escaños) en abril de 2019. Rajoy ni se había molestado en tratar de formar gobierno tras obtener ese mismo número de escaños en las elecciones de 2015. Sánchez lo intentó con poca convicción en unas largas negociaciones con Pablo Iglesias (o Unidas Podemos), a las que renunció finalmente diciendo que no podría dormir si colaboraba con él. Seguidamente, convocó nuevas elecciones para el 10 de noviembre confiando en consolidar su posición, como había hecho Rajoy en 2016 con moderado éxito. Pero el chasco que se llevó Pedro fue considerable. Tanto el PSOE como Podemos perdieron escaños. Si los 123 escaños de abril le parecieron insuficientes, uno se pregunta qué le parecerán los 120 de noviembre. Sin embargo, al igual que May, perdió poco tiempo en rumiar su decepción. Salió de rebote, al día siguiente, y anunció su intención de formar un «Gobierno de progreso», estribillo que viene repitiendo machaconamente desde las elecciones de abril. Ahora su posición es más difícil que antes, y, desde luego, más difícil que la de May en 2017, a quien le bastó pactar con un solo partido. Pedro y Pablo están hoy muy lejos de la mayoría absoluta y necesitan muchos votos ajenos y abstenciones. Pedro trató de hacer olvidar el chasco sufrido comportándose hiperactivamente, aunque no explicó qué somnífero va a tomar tras el tierno abrazo que se dio con Pablo. Ahora deambula en la cuerda floja pactando con comunistas bolivarianos, nacionalistas, separatistas y ex terroristas.

Ya vimos que, aunque el optimismo forzado de Theresa May la propulsó durante un tiempo, acabó dándose contra la pared de la realidad y tuvo que dimitir. Para alcanzar la mayoría absoluta Sánchez (que rechaza recurrir a la gran coalición con la derecha) necesita ahora el concurso de, al menos, cuatro partidos, además del suyo, y no puede evitar que uno (o dos) de ellos sea comunista, otro nacionalista y el otro separatista. Va a ser una cuádriga bastante difícil de domeñar, máxime si, como le ocurrió también a May, su propio partido está bastante dividido. Y si May soportó deslealtades en el Partido Conservador, Sánchez puede esperar toda clase de traiciones de la cuádriga. Deseémosle buenas noches.

Como vemos, este artículo no es para para una revista del corazón. Si hubiera yo intentado escribir un relato romántico, no lo hubiera titulado Pedro y Teresa, sino Pedro y Pablo.

Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor de Capitalismo y revolución y coautor de Cataluña en España. Historia y mito (con J.L. García Ruiz, C.E. Núñez y G. Quiroga), ambos libros publicados por Gadir.

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