Pekín, ciudad prohibida

No es tan fácil captar el latido de una ciudad como Pekín y no estoy seguro de haberlo captado la primera vez que estuve en China. En aquel entonces el cielo de Pekín no permanecía continuamente encapotado por el smog y las calles estaban tan saturadas de bicicletas como ahora lo están de coches. Como sé por experiencia que los sonidos de un lugar dejan en la memoria una huella más sugerente y más intensa que las imágenes, fui grabando los sonidos de los lugares por los que pasaba en China, pero no grabé los sonidos de Pekín, ni en la cinta magnetofónica ni en mi memoria; en cambio llevo todavía impresos en la cabeza los sonidos de Taishan, la montaña de los siete mil escalones. Tanto en mi conciencia como en la cinta que todavía escucho puedo distinguir el gemido de viento en la montaña mezclándose con las voces de los peregrinos que suben y bajan la escalinata y con los cantos de los pájaros, algunos parecidos a jilgueros y otros parecidos a urracas.

Pero ¿y el sonido de Pekín? Hago un esfuerzo de memoria y recuerdo que el cielo era todavía vagamente azul y vagamente verde, pero mucho más transparente que el actual porque no existían las murallas de rascacielos que ahora cortan el paso del viento estepario y amortiguan su fragor. El desarrollismo era ya evidente y se percibía aquí y allá el resurgir de una incipiente clase media ávida de emular a la clase media occidental, pero ese desarrollismo aún no había desplegado sus inmensos tentáculos de cemento y cristal. En algún aspecto, aquella China recordaba la España de los primeros años sesenta; en cambio, la de ahora ya no sé a qué me recuerda, y más si me ubico en Pekín que, de ser algo, es un recuerdo del futuro que nos espera: ciudades conformando un continuo tejido urbano que no acaba nunca, edificios cada vez más altos, calles que son al mismo tiempo autopistas, noches llenas de luces, días llenos de ruido y de niebla... No hablo de un espacio dantesco, o por lo menos no hablo sólo de eso: hablo de un lugar en el que proyectar todos los deseos y experimentar todas las emociones, a veces en un solo día o en día y medio.

El primer Pekín que vi parecía un pueblo interminable en cuanto dejabas atrás o a un lado las avenidas principales. Los mercados eran claramente rurales y rurales las carreteras que vinculaban los distritos periféricos. Pero también en el centro palpitaba un mundo de apariencia rural en cuanto te adentrabas en sus barriadas íntimas y amuralladas llenas de laberínticos hutongs. Un ruralismo hacinado, insalubre y tercermundista, tremendamente exótico, desde luego, pero en modo alguno deseable para uno mismo. ¿Qué sonidos me quedan de aquella época? Si me evado del fragor de los mercados y el rugiente estallido de la hora punta, cuando los chinos salían de sus trabajos y llenaban el aire de un clamor aplastante y para mí desconocido, sólo recuerdo algo parecido al silencio. Silencio en las calles, silencio en el campo, silencio en las carreteras provinciales en las que raramente te cruzabas con algún vehículo.

Nada que ver con el Pekín actual y al mismo tiempo mucho que ver, como si una ciudad nunca cambiase totalmente su latido aunque pueda modificarlo considerablemente.

Voy por una calle de Pekín paralela a una gran avenida. Es de noche y reina una cierta oscuridad mitigada por las luces de colores que me asaltan de vez en cuando procedentes de los bares, los restaurantes, los comercios. Cruzo el puente sobre un canal en cuya orilla dos jóvenes están haciendo una fogata. La oscuridad recorta sus siluetas y las llamas como en una pintura antigua. Sigo por la calle, cada vez más frecuentada. Las luces y las sombras, las voces y los silencios me asaltan al mismo tiempo: todo son mensajes que luchan en el espacio y en mi cabeza.

Si cierro los ojos e intento hacer un esfuerzo de abstracción y convertir todos esos sonidos en música puedo llegar a la conclusión de que conforman una pieza musical genuinamente china, con una melodía suave pero periódicamente rota por bruscos estallidos de platillos y tambores que pueden provocarte sustos casi mortales. No hablo de experiencias paranormales, hablo de la sensación que me provoca la mezcla de voces leves a ratos y a ratos bruscas, fundiéndose con el sonido de los cláxones y la música que vomitan algunos locales nocturnos abarrotados de gente. Podría parecer el latido de cualquier otra ciudad pero no, en Pekín se percibe otro sistema de pautas y frecuencias, otra gama de repeticiones y diferencias, otra música y otra velocidad, que resultan muy estimulantes para la imaginación y que tienen el poder de despertar los sentidos de modo bastante extraordinario y cautivador.

Y esa diferencia rítmica se traduce en diferencia de pensamiento, que se nota en cuanto uno habla con un pequinés. Da igual que el pequinés sepa castellano y la conversación transcurra en la lengua de Cervantes. Los esquemas mentales son tan diferentes que, en un primer momento, es necesario hacer un ejercicio de nivelación y proyección, es necesario ubicarse en el hombre universal, regresar al Renacimiento y a la vez situarse en el hombre global para que la conversación tenga algún sentido. Dicho de otra manera: es necesario despojarse de la propia nacionalidad y olvidar lo que en tu cultura es particular a favor de lo que es únicamente universal y atañe a la especie humana más que las tribus que la conforman; es necesario llegar a esa región ideal del Apocalipsis de Esdras en la que "hay hombres pero ya no hay pueblos".

Sin abandonar el tema de la diferencia y la igualdad, recuerdo mi último paseo por el Palacio de Verano. Hice el recorrido solo, porque la experiencia me ha demostrado que únicamente cuando vas solo puedes acceder al verdadero latido de una ciudad y a su laberinto sonoro.

Qué tarde más extraña y reveladora. Llovía a intervalos irregulares, bajo una luz gris perlada, y la atmósfera resultaba húmeda, esponjosa y vegetal. Casi todos los visitantes eran chinos y el tejido sonoro que me envolvía todo el tiempo me recordaba al que había sentido en la escalinata de Taishan: era como volver a Taishan aquella tarde de lluvia, niebla y voces que me ubicaban en la China más material y a la vez más fantasmal, más palpable y a la vez más vaporosa, más real y a la vez más irreal.

La calle del canal, el lago, los puentes, la isla, la Gran Galería del Palacio de Verano se mostraban a los visitantes bajo la atmósfera más propicia: la otoñal, pero por alguna razón el recinto de las residencias imperiales permanecía cerrado y las mansiones donde los últimos emperadores pasaban el verano sólo eran visibles a través de una rendija de la puerta principal.

Recordé un poema francés que hablaba de un parque prohibido y sentí algo parecido a la desolación porque pensé que aquella situación, la de no poder acceder a las residencias imperiales, simbolizaba mi situación con China y mi relación con Pekín, que por todo lo que he dicho y algunas razones más siempre será para mí y para muchos extranjeros una inmensa, palpitante y rumorosa ciudad prohibida, impenetrable en muchos aspectos y justamente por eso la más propicia para entregarse a ejercicios de interpretación que te pueden llevar tan lejos como sus avenidas descomunales, sus estaciones clamorosas y sus masas de gente agitándose bajo la lluvia, la niebla, el Sol que parece la Luna y la Luna que parece el Sol.

Jesús Ferrero, escritor. Ganó en 1982 el Premio Ciudad de Barcelona con su primera novela, Bélver Yin. En 2009 ha ganado el Premio Anagrama con Las experiencias del deseo. Eros y misos.