¿Peligra la democracia?

Los agoreros de la democracia se multiplican tanto en la izquierda como en la derecha, calificándola de debilucha, timorata, líquida, incapaz y en crisis. Cuando lo cierto es que la democracia está en crisis perpetua, al afrontar a pecho descubierto el voto popular, y los desafíos que van surgiendo a una sociedad que no se conforma con sobrevivir, sino que intenta resolver los nuevos problemas que traen los cambios, cosa que consigue unas veces, otras no, pero no ceja en su empeño. Mientras las dictaduras están condenadas al inmovilismo, al procurar que todo siga igual, no importa la gravedad de la situación. Los atenienses, que inventaron ambas, aunque la dictadura es más vieja, junto a la filosofía, la geometría y la ironía, tenían un remedio especial en esta coyuntura, cuando la democracia devenía en demagogia y caos: llamar a un ciudadano conocido por su sentido común, su honradez y generosidad para nombrarle ‘tirano’, así, como lo oyen, con plenos poderes, hasta que restablecía la ley y el orden. No todos aceptaban, demostrando su sagacidad, y uno de ellos, no recuerdo en estos momentos cuál, dio como respuesta: «¿Y cómo termino?». Porque de las democracia se sale con otras elecciones, pero las dictaduras terminan cada una a su manera, generalmente mal.

Y es que la democracia, tan campechana y simpática ella, lleva en su seno el germen del conflicto. El ‘gobierno del pueblo’ que indica su nombre, ‘demos-krátos’, es más fácil de decir que de llevar a cabo. Gobernará el partido con más votos, sí, en solitario de haber logrado la mayoría absoluta, o en coalición con otro, mientras el resto forma la oposición, que vigilará su labor de gobierno, y le sustituirá en las próximas elecciones de hacerlo mal. Pero, ¿y si se necesitan varios partidos unidos tan sólo por el afán de poder e intereses particulares, como ocurre con más frecuencia de lo saludable? Pues, entonces, tendremos un ‘gobierno de minorías’ con la inevitable consecuencia de que el país queda en manos de quienes no representan la voluntad de la entera nación, haciendo imposible una política de Estado, la única que ofrece seguridad y progreso.

Para impedirlo se han dictado normas, como exigir un porcentaje mínimo de votos para formar grupo parlamentario. Pero en ese caso se discrimina a las minorías, vulnerando el espíritu democrático. Por algo se la llama ‘la menos mala de las formas de gobierno’, sin que, hasta el momento, se haya encontrado otra mejor, ni creo que se encuentre, ya que lo que se dice perfecto no hay nada en este mundo. Ahora que resistencia tiene más que ninguna. En ese sentido puede compararse a la novela. Desde mi lejana adolescencia vengo oyendo que la novela esta en la UCI y dentro de poco dejará de existir. El propio Ortega, pese a su fino olfato para estas cosas, llegó a decir hace un siglo «el novelista se encuentra hoy como un leñador en un desierto. Todos los grandes temas han sido tratados de una u otra forma». Pero la realidad muestra que en los últimos cien años se han escrito novelas no sólo interesantes sino comparables a las clásicas, y que cada vez se publican más. Quiero decir que sobrevive al paso del tiempo.

Ninguna de estas elucubraciones evita dos hechos constatados: que la democracia pasa un mal momento, siendo atacada desde ambos extremos del espectro político y, no habiéndola encontrado todavía sustituto, urge tomar medidas para mantenerla si no queremos un retroceso histórico, como el ocurrido en algunos países en determinadas épocas y algunos no salen del pozo. Lo más fácil en estas situaciones es decir «los males de la democracia se curan con más democracia». Pero la historia nos muestra que el exceso de democracia, si eso existe pues todos los excesos son antidemocráticos, deviene en anarquía. Que es lo que alegan los secesionistas catalanes para justificar su violación de las leyes y sentencias de los tribunales: «Para mí, no son justas». Que es tanto como carta blanca en el comportamiento y rosario de la aurora.

La democracia no solo tiene derecho a defenderse, sino que debe ser defendida, incluso de sí misma, ante cualquier intento grande o pequeño de degradarla, empezando por la separación de los tres poderes del Estado, siguiendo por la igualdad de todos los ciudadanos y terminando por el ejemplo que los dirigentes están obligados a dar a los dirigidos. Esos son sus cimientos y su cúpula. En cuanto a su esencia, puede que me la hayan oído o leído en alguna otra ocasión, pues me encanta desde que se la oí a uno de los redactores de la Ley Fundamental alemana, ya que la RFA no tiene Constitución, sino Grundgesetz. Preguntado qué entendía por democracia, se limitó a responder: «Responsabilidad». Es decir «obligación de reparar y satisfacer, por sí o por otro a consecuencia de delito, de una culpa o de otra causa legal», según el DRAE. O sea, asumir las consecuencias de nuestros actos. Algo no demasiado popular entre nosotros. Tal vez sea esa la causa de la endeblez de nuestra democracia. Pero como dice Piqué del Barça, «esto es lo que hay», y el burgo, desde siempre, «no hay más cera que la que arde».

José María Carrascal es periodista.

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