¿Peligra la democracia?

Escucho por doquier malos augurios para la democracia. Los más corrientes evocan los años treinta del siglo pasado y hay que reconocer que las similitudes son tan abundantes como amenazadoras. Ha habido una crisis económica de alcance mundial cuyas secuelas aún afectan a buena parte del planeta; extremismos de izquierda y derecha avanzan en detrimento del centro; el desprestigio de la clase política bate récords debido a su corrupción e incompetencia; surgen líderes populistas que ofrecen soluciones simples a problemas complejos, empeorándolos. Al fondo de todo hay una aceleración de la historia, debida al dispararse de las comunicaciones, hija a su vez de la explosión informática, solo comparable a la llegada de la imprenta, aunque elevada a la enésima potencia, que permite conocer live lo que ocurre en el resto del planeta, recuerden el desplome de las Torres Gemelas. En este terreno, el mundo es ya una aldea global. Aunque solo en ése, pues en el resto, desigualdades y conflictos no han hecho más que aumentar. Por lo pronto, aquel fin de la historia que nos anunció Fukuyama, con «la democracia como sistema político y el libre mercado como fórmula económica» no se ve por parte alguna. En su lugar, tenemos autoritarismos, nacionalismos, migraciones y guerras comerciales. ¿Se está acabando realmente la democracia?

¿Peligra la democracia?Antes de responder, convendría fijar qué es la democracia, pues hasta los regímenes menos democráticos presumen de serlo. Nacida en la Grecia clásica, etimológicamente es «gobierno del pueblo». Pero en aquella Atenas había esclavos, Platón lo fue durante parte de su vida, se condenó a muerte a Sócrates y, cuando amenazaba la anarquía, los «padres de la patria» buscaban un «tirano» que restableciese el orden. O sea, que era una democracia muy peculiar. Algo parecido puede decirse de la República romana, con sus diunviratos y triunviratos, que devino en imperio, con emperadores elegidos sobre el cadáver del anterior. Durante la Edad Media, ni siquiera se llegó a eso: la sucesión visigoda solía ser el parricidio, mientras feudalismo y servidumbre de la gleba regían al resto de la población. Habrá que esperar a las primeras constituciones, productos a su vez de revoluciones, para que la burguesía instale una democracia precaria, pues el voto es negado a las clases populares y las mujeres no lo obtienen hasta el siglo XX en la mayor parte de Europa. En España, hasta la Segunda República, en bastantes países, más tarde.

Tanto o más importante es la «calidad» democrática, pues de poco sirve al proletariado tener voto si tiene que venderlo para poder comer o solo podía votar al régimen imperante, como ocurrió a los países del Bloque Soviético hasta hace bien poco y se autodenominaban «democracias populares», es decir, dobles democracias. De ahí que no pueda hablarse de auténtica democracia hasta llegar a un «gobierno del pueblo según las normas que se ha dado a sí mismo». Mejorado más tarde por «gobierno de la mayoría, con respeto a las minorías», pues sin respetar éstas se vulnera uno de los principios fundamentales de la democracia: la igualdad de todos los ciudadanos. Aunque hubo que añadir «Siempre que las minorías acepten las normas aprobadas por todos», para no caer en la discriminación inversa, es decir, la de los menos sobre los más. Con lo que podemos estar llegando en la compleja situación actual, donde una coalición de minorías que tienen muy poco que ver entre sí puede imponerse a la mayoría de la población.

Ortega, precisamente en los citados años treinta, la llamó «hiperdemocracia», democracia inflada «en la que el número se impone a la categoría» según el maestro, ya que a las minorías las mueve el interés de una fracción de la sociedad, no el del conjunto de ella, norte que debe guiar todo buen gobierno. En otro caso, tendremos lo opuesto: desgobierno, al ser materialmente imposible satisfacer las demandas de todos los ciudadanos y quien lo intente fracasa más pronto que tarde. Su deber es buscar el «bien común» con compasión, prudencia y firmeza, sin dejarse llevar por ninguna de ellas, recuerden a Merkel abriendo las fronteras de par en par a los migrantes y a Rajoy dejándose abofetear por un gamberro. Les engrandeció como personas, no como gobernantes. Resumiendo: la democracia hoy se ve amenazada desde dentro. No se trata de sustituirla por una dictadura camuflada, sino por una auténtica democracia, «la menos mala de las formas de gobierno», como sabemos. No bastan elecciones, cámaras, partidos, etc., sino significa la «edad madura de un pueblo», como la mayoría de edad convierte al individuo en ciudadano de plenos derechos y deberes, responsable de sus actos. Se lo oí a uno de los padres de las Leyes Fundamentales de la Alemania surgida del desastre nazi: «Democracia es responsabilidad. Individual y colectiva».

Derechos y deberes de ciudadanos e instituciones son los pilares de la democracia que, si en sus inicios y buena parte de su desarrollo antepuso los deberes a los derechos, o sea, fue una hipodemocracia, en los últimos tiempos ha devenido en hiperdemocracia, con los derechos arrollando a los deberes. El «Estado de bienestar» es hoy un «Estado beneficencia» listo a cubrir todas las necesidades de sus ciudadanos, sin duda una gran y noble cosa, si no chocara con el muro de los números: no se puede gastar más de lo que se ingresa. Y quien se empeñe en ello, va derecho a la bancarrota, con lo que, en vez de a un mundo feliz, lleva a la desgracia general. Ejemplo de ello fue la Grecia de Tsipras que, entre otras mil medidas, concedió a lo peluqueros el rango de «profesión azarosa», con jubilaciones anticipadas y otras franquicias. ¿Por qué? ¿Por el riesgo de cortarse con las tijeras o electrocutarse con los secadores? No, por algo mucho más peregrino: porque trabajan con tintes, elementos químicos que pueden ocasionar daños a distintos órganos. Cómo acabó aquello ya lo saben ustedes: con la bancarrota, intervención y postración que aún duran.

Es tan curioso como significativo que la mayor resistencia a la democracia permisiva haya surgido en el Este de Europa, sometido durante décadas a la férrea dictadura comunista. Podía esperarse que acogieran con alborozo el buenismo en que ha caído la socialdemocracia como ningún otro partido. Pero nadie sabe mejor que ellos que no hay nada gratis. Están vacunados contra utopías y otros paraísos que son solo para los jerarcas. La democracia, contra la fama de blanda que tiene, no es jauja ni jolgorio. Es, como queda dicho, responsabilidad, cumplimiento de la ley, y quien la infringe lo paga. En este sentido, es mucho más dura que las dictaduras de izquierdas o derechas, donde los gobernantes y sus acólitos no rinden cuentas, lo que autoriza a los súbditos a no cumplir las normas siempre que puedan, algo que explica su miseria. En una democracia, todos los ciudadanos deben cumplir la ley, que administra la Justicia, no los políticos, que sería tanto como poner a la zorra a guardar las gallinas. Por fortuna, no es el caso de España. Todavía. Pero que se ve amenazada, seguro.

José María Carrascal es periodista.

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