Pena de muerte, versión vasca

La abolición de la pena de muerte en la Unión Europea ha supuesto un gigantesco paso adelante de la humanidad, tal vez solo comparable en grandeza con la abolición de la esclavitud. Sospecho que nos olvidamos de ello con demasiada frecuencia y que no nos congratulamos lo suficientemente de tan magnífica gesta. No oigo al Papa hablar de ella, por cierto, ni a sus obispos, siempre tan ambiguos en sus referencias a la pena capital pero tan seguros de sí mismos a la hora de anatemizar a abortistas, homosexuales y demás indeseables.

El apego a la brutalidad justiciera del Estado no cede fácilmente, desde luego. Recuerdo los interminables debates sobre el tema en Gran Bretaña de la década de los 50, y ahí es- tán los muchos estados de EEUU que siguen hoy con el mismo brutal sistema. Los conservadores británicos de entonces machacaban sin descanso con el pretendido valor disuasorio de la máxima pena, para ellos su principal justificación, y razonaban que, si se abolía, habría un incremento notable de crímenes violentos. Sus oponentes no daban el brazo a torcer y utilizaban un argumento moral que a mí siempre me ha parecido impecable.

O sea, que la pena de muerte (y todo castigo físico) sería inadmisible incluso si se pudiera demostrar su fuerza disuasoria. Y ello por obscena, por repugnante y por absolutamente reñida con la caridad, también con los encargados de ejecutar la pena y la sociedad misma, forzada, de algún modo, a contemplar el horror cometido en su nombre.

Ser ciudadano de una Europa que ha hecho posible tal prohibición, dando con ello un ejemplo de dignidad al resto del mundo --en primer lugar a Estados Unidos-- a mí me produce un inmenso orgullo. Y ser ciudadano de una España donde nadie, cuando ocurrió la bestialidad de Atocha, expresó añoranza, al menos públicamente, del viejo sistema bíblico de la ley de talión, del ojo por ojo y del diente por diente.
Por todo ello me están obsesionando y deprimiendo especialmente estos días los vascos (y las vascas) del entorno etarra, los únicos que en Europa siguen abogando por --e imponiendo-- la pena de muerte, aunque solo unos pocos aprieten el gatillo. Lo terrible es que lo hacen en nombre de una patria que dicen amar, como si tal pretensión fuera compatible con destrozar vidas inocentes y arruinar familias. Los asesinos de ETA saben --no fue el caso con Franco-- que el Estado español, si logra detenerlos, no los va a matar, sean cuales sean las barbaridades cometidas. La cobardía, así, es mayor. Viendo las imágenes televisivas de los políticos de ANV en Mondragón, tomando nota de su torva mirada amenazadora, tengo que reconocer que me cuesta trabajo practicar la caridad a la cual me acabo de referir y en la cual creo. Hace 16 años me tocó pasar varios días en dicha localidad con un equipo de la BBC que preparaba una serie documental sobre la nueva España democrática. No olvidaré nunca la experiencia. Fuimos por tierras vascas con el propósito de entender y contar las raíces del problema separatista, y lo que vimos y oímos en Mondragón, donde el terror casi adquiría solidez física, nos convenció de que la evolución del fanatismo aberzale hacia un nacionalismo razonable y no violento iba a ser trabajo de muchos años, tal vez décadas.

Porque de fanatismo se trataba, sin lugar a dudas. No nos equivocábamos. La cerrazón de aquellas mentes solo era equiparable a la de los protestantes que yo había conocido --¡y tanto!-- en Irlanda del Norte. La determinación tajante de no ceder nunca un milímetro, la convicción inquebrantable de poseer toda la razón y de tener el deber sagrado de luchar por ella hasta el final, y --aunque no todos estuviesen dispuestos a admitirlo-- la complicidad tácita, al no condenar la violencia, con el trabajo sucio de los asesinos... Era lo mismo. El pistolero en potencia de Mondragón era el pistolero en potencia de Belfast. La misma jerga. Los mismos ademanes. No me puede sorprender que una de las personas que ha destacado como mediador, y apóstol del diálogo, en Euskadi, sea un cura irlandés familiarizado con el odio en su propio país.

Y qué bochorno ahora las abstenciones de Ezker Batua-IU en las mociones de censura éticas de Mondragón y Hernani, y ello en contra de su propia dirección federal, que había exigido su apoyo. Ante tal empecinamiento, la reacción de Gaspar Llamazares ha sido modélica y contundente: tales concejales tienen "la sensibilidad de una almeja". Es difícil no estar de acuerdo. En cambio, la abstención de la diputada del PP en Mondra- gón, que dijo considerar el texto de la moción demasiado suave, recibió en seguida el apoyo de su partido, con Rajoy a la cabeza, pese a que en Hernani respaldaron la misma formulación. Se comprende que la vicepresidenta del Gobierno haya calificado de "indigno" tal proceder. En un asunto de vida y muerte no puede haber discrepancias entre los demócratas a la hora de votar una moción contra los que se niegan a condenar la violencia. ¡Un respeto por la sangre reciente de Isaías Carrasco!

Ian Gibson, escritor.