Peña Nieto: todo o nada

Una de las grandes lecciones de la gobernanza moderna y de las dificultades de la acción del gobierno es que ya nada es como fue. Esto, que parece una obviedad, choca cuando se confronta con la realidad.

Presidentes, teóricamente bien preparados para ser luminarias y líderes de sus países, son opacados, una y otra vez, por dos razones fundamentales, entre otras muchas, por supuesto. La primera, el funcionamiento de la democracia está sufriendo una de sus mayores alteraciones en el sentido de que lo inmediato, lo perentorio —como señalan Berggruen y Gardels en su libro Gobernanza inteligente para el siglo XXI, recién publicado—ha sustituido, por un lado, cualquier posibilidad de desarrollar un programa político, y, por otro, impide hacer honor a cualquier compromiso electoral.

Unidas las crisis de Occidente y Oriente se plantean situaciones inéditas. Desde ese punto de vista, la llegada de Enrique Peña Nieto al poder en México se puede resumir básicamente en lo siguiente: el país se encuentra— después de una crisis iniciada en 1988 con la ruptura familiar del Partido Revolucionario Institucional (PRI) entre la designación de Carlos Salinas de Gortari y Cuauhtémoc Cárdenas, que provocó el nacimiento de las izquierdas— al final de un ciclo.

Sin duda, la historia de México, desde el punto de vista del gobierno, está absolutamente impregnada por el PRI —o por su fracaso sangriento— con el fin del mandato de Salinas y la renovación de la presidencia de Ernesto Zedillo, con la conversión en un país plenamente democrático tras la alternancia en el poder de Vicente Fox y la posterior crisis de todo el sistema, que permanece hasta hoy tras la llegada —ahora ya salida— de Felipe Calderón.

¿Qué es nuevo en Enrique Peña Nieto? Que, por primera vez, el movimiento pendular que se inició con un Estado muy fuerte, que lo ordenaba todo y todo lo podía en época de Salinas de Gortari, fue perdiendo poder poco a poco frente a unas sociedades y unos intereses privados que usurparon el papel, ya no solo regulador, sino rector, garantizador y dispensador de oportunidades del poder político.

Los dos sexenios panistas se caracterizan por lo mismo: su aversión al Estado priista y su incapacidad para construir una alternativa viable, junto a la progresiva pérdida de la soberanía de los políticos en manos de ciertos poderes privados desaforados.

Enrique Peña Nieto, o es el Lula mexicano y consolida las estructuras, o no será nada. Pero, además, ninguna estructura —ni las telecomunicaciones, ni las cadenas de televisión, ni los sindicatos, ni las universidades, ni el Ejército, ni las relaciones internacionales, ni los partidos políticos, nadie absolutamente en México— puede seguir soportando el grado de tensión que subsiste en el subsuelo del entramado sociológico del país.

Está claro: o damos salida, o la salida nos arrollará a todos. En ese sentido, que Peña Nieto —yo confío y espero que por el bien de México— haya acordado la salida razonable con los tres principales afectados —es decir: sindicatos, telecomunicaciones y emisoras televisivas— significa no solo una lección de valor político, sino que en ese pacto —que espero exista previamente— supone la conciencia de que el juego ya no va más.

El acuerdo de los partidos políticos, después de haber conseguido liderar durante cerca de 12 años, una y otra vez, el ranking de lo inútil, lo obsceno y lo sin sentido frente a su pueblo, es también otra muestra de que alguien en algún lugar empieza a entender que estamos en el último minuto, antes de que se produzca el gran Big Bang político.

No quiero ser fatalista. El problema no está en una alternativa política de la oposición: está en haber llegado al final de una situación que exige e impone tres problemas fundamentales.

El primero tiene que ver con la restitución del poder político del Estado a manos del Estado, y no cedido de manera vergonzante por la desaparición y el exceso de algunos poderes privados.

El segundo es el desbloqueo inmediato de los conflictos estructurales que impiden a México aprovechar la oportunidad histórica que tiene en sus manos.

Y el tercero y más importante: aunque cada día menos, el país sigue teniendo un bono demográfico que honrar. Así que, o se invierte la pirámide y se coloca un nuevo liderazgo para dar salida a los jóvenes, o acabarán convirtiéndose en una gigantesca bola de fuego que esta vez no solamente robará, romperá cristales o arrancará farolas de las calles, sino que sencillamente acabará con unas instituciones huecas porque ya no tienen sangre fresca.

Antonio Navalón es periodista.

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