Penas rojas, penas azules

En una conferencia sobre política criminal, sobre lo que se debe penar y con qué penas, un alumno me espetó si acaso el homicidio o la violación eran de derechas o de izquierdas: “Lo que está mal debe castigarse. Y punto”. Quizá estaba un poco espeso ese día, porque lo que precisamente trataba de explicar es que determinar lo que está mal y cómo debe castigarse es una cuestión organizativa y valorativa, y por lo tanto política. Que para el Código Penal no es indiferente que legislen unos u otros; que no vale el despectivo lema del 15 M relativo a que los dos grandes partidos son, por malos, iguales; que no pasa con las penas lo que según algunos sucede con la economía: que no hay apenas sitio ya para la política estatal.

Ciertamente existen un buen número de delitos negros, de gravedad indiscutida, pero están también otros rojos o azules, cuyo ser o no ser o cuya gravedad va a depender del cristal político desde el que se los mire. Va de suyo el ejemplo bien conocido del aborto consentido por la gestante, pero similar volatilidad regulativa podremos encontrarnos con la protección del patrimonio público o privado, o con los delitos contra el orden público en su genético conflicto con las libertades políticas.

Piensen por ejemplo en la conducta de defraudación fiscal, solo delictiva si supera la cantidad de 120.000 euros y con una amnistía fiscal permanente en su corazón: no habrá pena si el defraudador paga antes de ser investigado y, desde el año 2012, la misma podrá ser simbólica si lo hace en los dos meses siguientes a su imputación. Comparen lo amigable de este trato con el que se dispensa, por ejemplo al hurto, a la estafa o a la apropiación indebida, por mucho que sus penas de partida sean menores, pues son conductas delictivas desde el primer euro y carentes de esos puentes de plata para huir de la responsabilidad penal. Otro ejemplo llamativo de que las cosas penales podrían ser distintas es el de la protección penal de la Seguridad Social. Si usted es un empresario que defrauda a la misma sólo cometerá delito si lo hace en una cuantía superior a 50.000 euros en un periodo de cuatro años (además de multa y de pérdida de la posibilidad de ayudas públicas, la pena consistirá en prisión de uno a cinco años). Pero si usted es beneficiario de una prestación de la Seguridad Social, y lo es indebidamente, también desde el 2012 penará desde el primer euro así defraudado (prisión de seis meses a seis años, que podrá rebajarse a una multa en los casos más leves).

Un último ejemplo de la diversidad de prismas penales nos lo ofrece la reciente reforma de los delitos contra el orden público y su nueva ponderación del conflicto entre libertad y seguridad. La porosa y potencialmente amplia definición de lo que es la resistencia a la autoridad (art. 550 CP), los desórdenes públicos (arts. 557 y ss.) o la incitación al odio (art. 510 CP) constituirá un poderoso desaliento para el ejercicio del derecho de manifestación y de la libertad de expresión.

No solo los delitos, sino también las penas tienen colores. Si el legislador piensa que estamos en una sociedad básicamente igualitaria en cuanto a las oportunidades, en la que el delito, la ruptura de las reglas básicas del juego social, no admite lenitivo alguno, podrá concebir una culpabilidad total que en los delitos más graves conduzca a la cadena perpetua. Y desde luego pondrá menos énfasis en la constitucionalmente obligada resocialización como objetivo del cumplimiento de la pena de prisión, lo que se traducirá en menos recursos penitenciarios y en menores acortamientos de pena al preso rehabilitado. Si, en cambio, el legislador atiende a las estadísticas acerca del nivel económico y cultural de los presos reparará en que existen condiciones sociales desiguales que inclinan en diferente medida al delito. Para este legislador constituirá un objetivo de justicia social no sólo el de penar los delitos de modo suficiente para tratar razonablemente de evitarlos en el futuro, sino también el de aprovechar la prisión como un espacio de formación y de reflexión democrática.

Tenía razón mi alumno en que el homicidio, o la violación, o la mayor parte de los delitos carecen de todo color político, o más bien los tienen todos, pues su grave lesividad pertenece al patrimonio ético común. Y también en que los modos de castigar están constitucionalmente delimitados, comenzando por la proscripción de la pena de muerte, de las penas corporales, de los trabajos forzados, de las penas desproporcionadas. Pero, como demuestran las amplias reformas del Código Penal de 2010 (PSOE) y de 2015 (PP), el ámbito que queda para la política penal trasciende en mucho a los meros detalles, en los que, como se sabe, puede estar algún diablo. Lo que en realidad está en juego es nada menos que el tamaño del infierno. De los infiernos que construyen el delito y la cárcel.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *