Pensar bien sobre Irlanda

Ningún conflicto del mundo moderno, ni siquiera la disputa árabeisraelí, ha suscitado tantas controversias, polémicas, poses públicas, palabras vacías e ideas equivocadas como la cuestión irlandesa;un término que remite al conflicto armado que estalló en Irlanda del Norte a finales de la década de 1960 y, de modo más general, a los conflictos políticos y militares que han enfrentado a los irlandeses entre sí y al nacionalismo irlandés contra el dominio británico en los últimos siglos.

Como sabe todo el que, como yo, haya nacido y crecido en Irlanda (en mi caso, en una ciudad cercana a la frontera con el Norte, en una zona donde el IRA tuvo durante unas décadas su base), la realidad puede estar a años luz de la retórica, así como de la imagen que tiene casi todo el resto del mundo de Irlanda. Puede que los irlandeses sean, como sin duda indicará cualquier estudio aleatorio en los bares y pubs del planeta, la nación más popular de toda la Tierra, con los cubanos quizá como únicos rivales; sin embargo, este afecto y esta aparente familiaridad con Irlanda casi nunca se corresponde con un juicio informado - y menos aún crítico- acerca de lo que ha sucedido y está sucediendo en la isla. Habrá cambiado el contenido del mito, los duendecillos y los heroicos guerrilleros habrán sido sustituidos por las proezas del tigre celta,pero el nivel de precisión sigue siendo bastante bajo.

Lo cierto es que pensar bien sobre Irlanda es una circunstancia muy poco frecuente, ya sea dentro del país como fuera de él; sin embargo, ese tipo de reflexión constituye un requisito previo para comprender el actual acuerdo político alcanzado en Belfast y, en realidad, para comprender lo ocurrido en las últimas décadas. Se trata de una excelente lección de realismo político y de principios políticos en general, de ahí la máxima que alguna vez he utilizado:

"Quien no sea capaz de pensar bien sobre Irlanda no será capaz de pensar bien sobre nada". Muchos ejemplos acuden a la mente.

Y lo mismo se aplica al reciente acuerdo entre Ian Paisley y Gerry Adams para la formación de un gobierno norirlandés. Ante todo, las buenas noticias. Este acuerdo va en serio; representa un cambio capital en las posturas históricas del Sinn Fein y el Partido Unionista Democrático cara a una cooperación formal y, al menos durante un tiempo, tiene que funcionar. Ambos bandos han abandonado los objetivos maximalistas abrazados durante muchos años: una unificación forzada con Irlanda por parte republicana, el mantenimiento de la hegemonía protestante por parte de los unionistas. Se ha alcanzado cierto grado de reconocimiento mutuo, de la legitimidad y los derechos de la otra comunidad. Además, la solución del tema concreto sobre el que persistía el desacuerdo, el apoyo por parte del Sinn Fein al nuevo cuerpo de policía, marca la resolución del más duradero y espinoso de los cuatro grandes problemas subyacentes a las protestas católicas originales de la década de 1960 (siendo los otros tres la discriminación en la vivienda, el trabajo y los acuerdos electorales). Que hayan hecho falta cuarenta años de violencia, demagogia, oportunidades perdidas e ingentes cantidades de dinero y esfuerzo diplomático para alcanzar esta conclusión de sentido común, y eso en el contexto de un país bastante moderno, democrático y próspero, el Reino Unido, puede causar consternación. Pero el movimiento es real.

Por otra parte, aunque las cosas se enreden, ya sea de forma accidental o deliberada, es muy improbable que este pacto se vea seguido por un regreso de los asesinatos, las bombas, la violencia sistemática de las décadas de 1970 y 1980. Las intimidaciones, la actividad semidelictiva, las extorsiones a cambio de protección siguen existiendo, sobre todo en el lado republicano, pero no forman parte de un conflicto armado continuado. Haciendo una comparación contemporánea evidente, se podría decir que los libaneses deben temer por una vuelta de la guerra civil, los habitantes de Irlanda del Norte no.

En todo esto han tenido importancia las fuerzas y los cambios externos. Los británicos perdieron hace mucho tiempo el interés por Irlanda del Norte en tanto que activo económico, estratégico o ideológico, y les encantaría verlo esfumarse mañana. Además, el actual clima europeo no favorece el extremismo político ni religioso. Quizá sea todo un símbolo que el acuerdo de paz de Belfast se haya producido un día después de que los 27 miembros de la Unión Europea celebraran su quincuagésimo aniversario y un día antes de que el principal partido secesionista de Quebec sufriera la mayor derrota de su historia. Muchos estados, sobre todo el Reino Unido y EE. UU., han contribuido a conducir a los dirigentes norirlandeses hasta esta conclusión y, algo de suma importancia, a hacer posible que esos dirigentes, que posiblemente se dieron cuenta hace años de lo que tenían que hacer, arrastraran consigo a la mayor parte de sus seguidores.

Sin embargo, frente a estos aspectos positivos, deben apuntarse los límites de la entente Adams-Paisley. Primero, si bien puede que los políticos cooperen al más alto nivel, la paz que hoy impera en Irlanda del Norte supone una separación casi completa de las dos comunidades, en la enseñanza, la vida social y las adhesiones políticas. De modo asombroso, ha aparecido un nuevo modelo europeo de resolución de conflictos interétnicos basado no en la tolerancia y en una ciudadanía compartida, sino en la segregación en comunidades diferenciadas: en Bélgica, Bosnia, Chipre, se ha convertido en la norma; Irlanda del Norte no es ninguna excepción. Quizá haya equipos deportivos comunes, y un sentido del humor y del afecto bastante similar, pero la mezcla acaba ahí. Las cosas estuvieron mal en la década de 1960, antes de que empezaran los combates y, por lo que parece, están igual de mal o peor, sobre todo entre los jóvenes.

Segundo, este pacto, como otros muchos del mundo moderno, es llevado a cabo por dirigentes que, debido a su compromiso y al apoyo internacional vinculado con él, gozarán de una inmunidad completa, e incluso de una absolución completa, por los errores y crímenes de su propio pasado. Ian Paisley no estuvo nunca, según afirma, directamente relacionado con los escuadrones de asesinos protestantes que acosaron Belfast en la década de 1970, pero no cabe duda de que, por medio de su retórica sectaria y alarmista, desempeñó un papel importante azuzando la intransigencia protestante y los desplazamientos forzados de población en los distritos mixtos de Belfast y también saboteando acuerdos de paz anteriores y muy similares que, de cumplirse, habrían ahorrado muchas vidas y problemas. El IRA, organizado y dirigido por Gerry Adams, Martin MacGuinness y otros, llevó a cabo durante años crímenes terribles, asesinatos, bombas, secuestros y torturas de habitantes protestantes y católicos de Irlanda del Norte. Ahora Adams es todo sonrisas, aparece como promotor de la paz y autor de edulcoradas autobiografías en las que no muere ni una mosca y que ocultan un pasado siniestro del que no ha respondido en absoluto.

Aquí llegamos a la cuestión mucho más amplia que el acuerdo de Belfast no ha conseguido cerrar: la del futuro político, no de Irlanda del Norte, sino del conjunto de Irlanda. El Partido Unionista Democrático de Paisley se circunscribe a Irlanda del Norte. Su objetivo es mantener la situación diferenciada de esa entidad, así como los derechos de los habitantes protestantes. No alberga aspiraciones británicas más amplias: el unionismo norirlandés perdió hace mucho tiempo los vínculos con el Partido Conservador de Gran Bretaña. En muy buena medida, Paisley ha alcanzado su objetivo. Ahora bien, no puede decirse lo mismo del Sinn Fein, el partido creado y dirigido por el IRA. Con más de un siglo, el Sinn Fein es uno de los partidos más antiguos de Europa y en todo este tiempo su objetivo general no ha cambiado: gobernar en una Irlanda unida.

En este aspecto, el acuerdo de Belfast resulta de gran ayuda puesto que, aunque renuncia a una reivindicación inmediata sobre el norte, permite al Sinn Fein participar en las elecciones de la República de Irlanda previstas para mayo en una posición mucho más fuerte. Con el nuevo nacionalismo imperante en el Sur como resultado de la prosperidad económica y con una generación más joven de votantes, el Sinn Fein se encuentra en una posición de ventaja para erigirse como socio de coalición en cualquier nuevo gobierno y reclamar el liderazgo histórico que obtuvo en las últimas elecciones panirlandesas, las de 1918. Los otros dos partidos, Fianna Fail y Fine Gael, son escisiones del propio Sinn Fein. Por lo tanto, el resultado del acuerdo de Belfast quizá fortalezca al Sinn Fein en la búsqueda de su objetivo nacionalista a largo plazo y permita que esa siniestra, corrupta y taimada organización - cuyo nombre irlandés Nosotros Solos es un absurdo en este mundo moderno globalizado- conquiste el poder al que siempre aspiró. Sería un precio elevado, si bien es posible que sea necesario para poner fin a los últimos cuarenta años de violencia en Irlanda del Norte. En este sentido, la cuestión irlandesa dista mucho, por supuesto, de estar resuelta.

Fred Halliday, profesor visitante del Institut Barcelona d´Estudis Internacionals (IBEI) y profesor de la London School of Economics. Autor de Revolución y política mundial: auge y caída de la sexta gran potencia (Palgrave, 1999). Traducción: Juan Gabriel López Guix.