Pensar el heroísmo

«Con el propósito de examinar todo cuanto concierne a la política con la misma libertad de espíritu que solemos usar en matemáticas, en lugar de hacer irrisión, deplorar o maldecir las acciones humanas, he puesto todo mi empeño en comprenderlas». Es casi insoportable aplicar la norma de cautela de Spinoza en tiempos de guerra. Hacerlo exige el desasosiego -y aun el asco- de colocarse en la perspectiva de aquel en quien vemos un monstruo. Pero también los monstruos son humanos: en rigor, sólo un humano puede ser monstruoso. Nada le impide, así, ser inteligente: monstruosamente inteligente. Y, en la política -cuya forma más depurada es la guerra-, no penetrar en el dispositivo lógico del enemigo es ya estar derrotado.

Vladímir Putin es un sujeto abominable. No hay exageración en decir que, desde Hitler y Stalin, Europa no ha conocido a un dirigente con tal indiferencia ante la muerte masiva. Pero esa muerte se ajusta a un dispositivo metódico que es el que la hace aterradora. Como a un dispositivo metódico se ajustaban los proyectos genocidas de Hitler y Stalin. Psicologizar sus figuras, reducir el nazismo o el estalinismo al caos de dos cabezas gravemente afectadas por la locura, es autoengañarnos.

Al final del autoengaño, habita siempre la derrota. Así lo hubieron de constatar amargamente los firmantes de los acuerdos de Múnich en 1938: un año después, Hitler estuvo a un milímetro de ganar la guerra sobre el continente europeo en tres semanas. Y así, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, habrían de ir mostrándolo, con largo e inmenso coste, las décadas de telón de acero y guerra fría, que helaron alma y vida en Centroeuropa.

Ucrania nos ha devuelto a todos los europeos a un tiempo que ni siquiera añorábamos, de puro perdido y olvidado: el tiempo de la epopeya, ese en el cual los hombres pueden luchar y morir por ideales, aun cuando el éxito de esos ideales sea altamente improbable, aun cuando sea imposible. Confesémoslo: cuando los tanques rusos emprendieron su invasión, todos dimos por hecho que el paseo militar de Putin duraría un fin de semana. Era de lógica: sólo una fuerza militar puede oponerse a la de Rusia, la OTAN -en rigor, los Estados Unidos y la Gran Bretaña, como siempre-. Pero las manos de la OTAN estaban atadas por una cautela difícilmente vencible: Rusia es la segunda potencia nuclear del planeta, posee misiles suficientes para devastar Europa. Aun cuando el precio sea el de devastar con ella Rusia, cosa que a los autócratas de Moscú jamás les preocupó excesivamente. En los años treinta, Stalin hizo morir de inanición a cuatro millones de ucranianos, por el sencillo método de arrebatarles sus cosechas; la muerte que Putin reserva ahora a rusos y ucranianos está planificada como más rápida.

Los ucranianos de Zelenski han roto ese proyecto. Tres semanas después, resisten. Poniendo en pie la primera epopeya europea en tres cuartos de siglo. Esa epopeya que ha sido sustrato último de la ética occidental, desde que Homero -lo que llamamos Homero- codifica sus reglas como combate lúcido de un héroe contra su destino. Aquiles sabe que morirá sin haber retornado de Ilion, Héctor conoce el fin que lo aguarda al pie de las murallas. Pero Aquiles navega hacia su suerte. Y Héctor sale de su refugio para morir en campo abierto. Hasta el inmortal Zeus sabe -y eso le recuerda Atenea- que ni un átomo del destino puede modificar la voluntad del más poderoso de los dioses. «Canta, diosa, la cólera aciaga de Aquiles Pelida, que a los hombres de Acaya causó innumerables desgracias y dio al Hades las almas de muchos intrépidos héroes, cuyos cuerpos sirvieron de presa a los perros y pájaros de los cielos». La Ilíada no oculta, desde su primer verso, que el precio de la epopeya es espantoso. Aunque haya que pagarlo. Y ese arranque del poema lo hace más infinitamente grande que ningún otro monumento literario.

Pero el precio hay que conocerlo. Y es, en lo real, mucho más duro de pagar que en la literatura. Los jóvenes pilotos que libraron la «batalla de Inglaterra» lo hubieron de abonar cruelmente en 1940: no haber entendido la lógica de aquel ‘loco’ austríaco del ridículo bigote, haberlo dejado armarse impunemente, haber sonreído ante sus sucesivas agresiones a Checoslovaquia y a Polonia, acabó por «dar al Hades las almas» de demasiados entre los mejores jóvenes británicos. Asistir hoy, entre estupor y retórica, al apisonamiento de Ucrania por la formidable máquina militar rusa es estar profetizando, de nuevo, la destrucción de Europa y sentarse a contemplarla como quien asiste a un espectáculo terrorífico pero fascinante.

No, todo el heroísmo ucraniano no parará la máquina de matar rusa, si esos héroes son abandonados en la soledad de su combate. No, Putin no está perdiendo la guerra. Sabe que la tiene, a la larga, ganada. Siempre que se cumpla una sola condición: la no beligerancia europea. Por eso, todas sus gesticulaciones están dirigidas a Europa y a los Estados Unidos. Y esas gesticulaciones se cifran en una sola: el amago de pulsar el botón nuclear. Y no cabe engañarse: es ésa una amenaza real; no porque Putin esté loco, precisamente porque no lo está, porque dispone de todos los elementos analíticos para concluir que el confortable occidente está demasiado castrado por la buena vida como para arriesgar su bienestar por unos cuantos millones de cadáveres apisonados por sus tanques.

La operación básica de Rusia, el trazado de una línea de apropiación que vaya desde la frontera rusa a Odesa y le garantice el monopolio del mar de Azov y el mar Negro, está casi completada. Todo ucraniano que quede entre esa raya y el mar será borrado. Los bombardeos diezmarán a la población en Kiev. Y la epopeya se cerrará en tragedia. Eso está a punto de suceder. Y las armas europeas más imprescindibles no llegan. Después del genocidio, habrá dos culpables: Putin, sí; pero también la estúpida Europa, la cobarde Europa. Que a nadie engañe la epopeya.

Gabriel Albiac es filósofo y escritor.

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