Pensiones, experimentos con gaseosa

El llamado Pacto de Toledo, referido a las pensiones y el sistema de Seguridad Social posible para España, es uno de los últimos frutos del consenso constitucional. Su avatar se materializó a mediados de 1995 tras la aprobación en el Congreso de una propuesta de CiU (1994) para constituir una subcomisión dentro de la Comisión de Presupuestos del Congreso que analizara «los problemas estructurales del sistema de Seguridad Social y las reformas adecuadas». Se llamó Pacto de Toledo porque en esa ciudad se acordó el contenido definitivo de la propuesta trasladada luego al Congreso.

Las razones que condujeron al Pacto tienen que ver con la relevancia de las pensiones para la estabilidad política y social. Durante los dos ásperos debates presidenciales de 1993 (en Tele5 y Antena3) que enfrentaron a Felipe González y José María Aznar, las pensiones fueron una de las armas arrojadizas utilizadas por los candidatos para debilitar al adversario con mañas inquietantes. Los partidos entendieron que las pensiones debían incorporarse al «consenso constitucional», una especie de «finlandización» del problema para alejarlo del debate partidista. Un acuerdo inteligente y responsable que ha permitido que los sucesivos gobiernos gestionaran las pensiones con prudencia y eficacia, al menos hasta fechas recientes.

Pensiones, experimentos con gaseosaLa esencia del Pacto, con varias actualizaciones desde 1995, va ahora a la deriva, tras las dos últimas reformas de calado patrocinadas en solitario, sin consenso, primero por el gobierno socialista de Zapatero y luego por el popular de Rajoy. Ambas reformas pudieron ser consensuadas, había razones suficientes para ello, pero no lo fueron por tácticas partidistas de bajo vuelo. Un buen ejemplo del clima político de estos tiempos, sustentado en la confrontación y la demagogia populista.

El Pacto de Toledo está agotado porque, lentamente, ha hecho el recorrido previsto y nadie ha propuesto una alternativa de fuste. El Pacto pretendía la separación y clarificación de fuentes; la simplificación e integración de regímenes; el reforzamiento del carácter contributivo (lo asistencial lo financia el Estado con impuestos); una mejora de gestión e información al ciudadano; el mantenimiento del poder adquisitivo; la universalidad y solidaridad del sistema; el mantenimiento del poder adquisitivo de los pensionistas; la vinculación entre contribuciones y prestaciones; y la creación de un Fondo de Reserva.

El resultado es un sistema muy eficiente (los gastos de gestión son muy bajos); obligatorio y universal (todos los españoles que trabajan); bastante solidario, con bases de cotización y prestación mínimas y máximas con sesgo de progresividad (se topan las máximas y se mejoran las mínimas); y fácil de explicar y comprender.

El problema de hoy radica en que la recesión ha socavado la base de contribuyentes (faltan dos millones de contribuyentes) y de cotizaciones (las bases son bajas) y la demografía que conspira contra el sistema por el envejecimiento y la falta de jóvenes. Son factores conocidos, relativamente previsibles y frente a los que existe una batería de medidas para superarlos. La urgencia ahora radica en que la recesión está siendo demasiado larga y que cinco años consecutivos de déficit anual (de 500 millones de euros en el año 2011 a los 16.700 de 2015) han consumido dos tercios del Fondo de Reserva (de casi 70.000 millones a poco más de 20.000) sin que haya visos de recuperación a medio plazo. El déficit de este año será mayor que el del anterior y no hay perspectiva de equilibrio durante lo que queda de década.

De manera que es urgente actuar para evitar el colapso, fundamentalmente, buscar nuevas fuentes de ingresos. Con bastante ligereza algunos partidos proponen crear impuestos extraordinarios para financiar las pensiones o dedicar fondos del Presupuesto para el mismo fin. Me parece una solución demasiado simple y peligrosa. Vincular el sistema de pensiones al Presupuesto puede implicar más problemas que soluciones, puede ser pan para hoy y hambre para mañana. Y sobre todo supone introducir incertidumbre, vulnerabilidad y arbitrariedad. Ceder a Hacienda la propuesta de subvención o transferencia anual de recursos para equilibrar el sistema de pensiones me parece arriesgado. Hacienda tiene demasiadas prioridades y agobios como para además añadir las pensiones.

Hay recorrido para mantener la integridad y el blindaje del sistema de pensiones actual articulado en base a contribuciones y prestaciones equilibradas a lo largo del ciclo. Un sistema en el que el Estado (Gobierno y Parlamento) actúa como gestor de una caja que pertenece a cotizantes y pensionistas. Eso pasa por trabajar en la eficacia de la gestión. Por ejemplo pasa porque las subvenciones de cotizaciones (políticas activas de empleo) las asuma el Presupuesto y no el sistema de pensiones. Pasa por revisar y actualizar las escalas de bases de cotización y de prestación, para dotarlas de más flexibilidad y realismo. Y también por una estrategia de «ajuste fino» de gestión de procedimientos y de búsqueda de mayor eficacia y eficiencia del sistema. A lo largo de las últimas décadas hemos escuchado a varios «profetas del desastre» que anunciaban el derrumbe del sistema en pocos años, no ocurrió; el sistema se ha ido ajustando a lo largo de los últimos treinta años para cumplir sus objetivos de forma permanente, sin merma de derechos a los pensionistas.

Las dos últimas reformas que, básicamente, alargaron la edad de jubilación de forma progresiva hasta los 67 años y mejoraron la contributividad del sistema (la primera) y que establecieron una relación entre prestaciones y contribuciones (la segunda) son reformas de calado y a largo plazo, que van en favor de la consolidación del modelo. Merece la pena seguir en esa misma línea reeditando el Pacto de Toledo, que ha sido eficaz, quizá con otra modalidad y alcance, pero con la misma filosofía de fondo: consenso parlamentario, buena base de análisis y sentido de la responsabilidad para no utilizar las pensiones como arma arrojadiza del populismo y la demagogia. Las pensiones son demasiado serias, forman parte del patriotismo constitucional, como para arrojarlas al debate político de «pan y circo».

Fernando González Urbaneja, periodista.

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