Pensiones, un problema sin resolver

En el Informe Anual del Banco de España correspondiente a 2018 se contiene un excelente estudio sobre las consecuencias económicas de los cambios demográficos previsibles para nuestro país. Ese estudio está apoyado en las nuevas proyecciones de la población española del Instituto Nacional de Estadística (INE), en las proporcionadas por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) y en las de Eurostat. Para el INE, la población española alcanzará un máximo de unos 50 millones de habitantes en 2048 y experimentará en años sucesivos un suave descenso a partir de esa cifra. Las estimaciones de AIReF y Eurostat son más optimistas y parten de un crecimiento aún mayor de la población, especialmente la primera de ellas.

Todas esas estimaciones descansan en previsiones respecto a la inmigración pero también en lo que ocurra con la tasa de natalidad y con la esperanza de vida. A este respecto, la fertilidad en España ha pasado de 2,8 hijos por mujer en edad fértil en la década de los 70 del siglo pasado a poco más de 1,3 en 2016. Somos, junto con Italia, uno de los grandes países de Europa con menor tasa de fertilidad, lo cual implica una natalidad muy débil. En cuanto a la longevidad, España es el segundo país, después de Japón, con la más alta esperanza de vida al nacer y, junto con Japón y Francia, el país con mayor esperanza de vida a los 60 años. Como consecuencia de la corta natalidad y de la alta esperanza de vida, todas las estimaciones coinciden en un sustancial y progresivo aumento de la tasa de dependencia, es decir, de la relación entre personas en edad de jubilación y personas en edad de trabajar hasta llegar prácticamente a 84 jubilados por cada 100 activos a mitad de este siglo. Por tanto, pronostican un acusado envejecimiento de la población española a medio y largo plazo, con consecuencias importantes para la estructura del consumo y de la inversión, para los planteamientos políticos y, sobre todo, para la cuantía, peso relativo y viabilidad de las pensiones.

Pensiones, un problema sin resolverLas pensiones de jubilación son ya la partida más cuantiosa del gasto público en España, hasta el punto de que en 2017, último año para el que se dispone de una clasificación funcional del gasto público, sumaron 106.304 millones de euros, equivalentes al 55% de los gastos de protección social que, a su vez, representaban el 40% del total de los gastos del sector público. En esa clasificación del gasto público por funciones no existe ninguna función de gasto que supere en cuantía a las pensiones de jubilación. Así, los gastos totales de salud suman en ese análisis 69.427 millones de euros, los de educación 46.539 millones, y los de orden público y seguridad 21.489 millones. Las pensiones de jubilación son, por tanto, la columna vertebral del sistema de bienestar social. Pero también una de las funciones peor financiadas de nuestro sistema de gasto público, pues si el déficit total del sector público en España alcanzó en 2018 la cifra de 29.982 millones de euros, el generado por el sistema de Seguridad Social se elevó a 17.088 millones, lo que representa un 57% del déficit público total.

El instrumento básico para la financiación de las pensiones de jubilación son las cotizaciones sociales que pagan empresas y trabajadores. Se trata, pues, de un impuesto por el uso de trabajo, que es el factor más abundante del sistema productivo español. La financiación comentada se efectúa mediante un sistema de reparto, lo que implica que las cotizaciones cobradas en un ejercicio se aplican directamente a pagar las pensiones del mismo ejercicio y no a la constitución de un fondo de capitalización que permita pagar las actuales y las futuras. Evidentemente, mucho antes de la mitad de este siglo el sistema habrá colapsado porque no será posible que 100 trabajadores, en activo y empleados, tengan capacidad para pagar, con sus cotizaciones sociales, la pensión de 84 jubilados, como señala la tasa de dependencia estimada para ese momento.

Las cotizaciones sociales son un mal impuesto desde cualquier punto de vista que se analicen. Desincentivan el uso del factor trabajo agravando el desempleo, porque se pagan por persona empleada; discriminan a favor de las importaciones procedentes de países con cargas sociales financiadas de otro modo; incitan a la utilización de máquinas y robots en contra del empleo del trabajo humano y no apoyan a las exportaciones porque las cotizaciones sociales no eximen a la producción destinada a otros países. Además, mantienen tipos de gravamen muy elevados que en su conjunto superan claramente el 30% y, pese a todo, no son capaces de financiar por completo las pensiones actuales -déficit de más de 17.000 millones de euros de la Seguridad Social en 2018- y mucho menos serán capaces de financiar las cuantiosas pensiones futuras.

La reforma de las pensiones va a exigir de medidas duras e importantes. La primera, quizá, que la edad de jubilación se eleve sustancialmente aunque no para todos, porque las condiciones de vida y capacidad laboral lo permiten hoy para la mayoría de los empleos; la segunda, que el cálculo de la pensión se ligue a las cotizaciones efectivamente satisfechas a lo largo de toda la vida laboral y no a lo pagado en los últimos 20 o 25 años; la tercera, que la relación entre la primera pensión devengada y el último salario percibido (tasa de reemplazo, actualmente situada en España por encima del 88%) se aproxime más a la tasa de reemplazo media en la OCDE (55%), aunque eso obligue a incentivar otras fuentes complementarias de las pensiones públicas (pensiones empresariales y pensiones puramente individuales); la cuarta, que se sustituya una parte sustancial de las cotizaciones sociales actuales por impuestos neutrales del tipo IVA, como han resuelto otros países de Europa y la quinta y última, que se sea muy prudente a la hora de establecer criterios para la revalorización periódica de las pensiones.

Los problemas del sistema de pensiones son conocidos. Las decisiones que habrían de adoptarse para resolverlos, también. Queda solo preguntarse por qué no se acomete de inmediato las medidas necesarias para hacer efectiva esa reforma. La respuesta se encuentra en un triple ámbito. En primer término, en que las reformas necesarias implicarían sacrificios prácticamente para todos: jubilados (menor tasa de reemplazo), empresas (planes empresariales complementarios), familias (planes particulares voluntarios), consumidores (mayor coste del IVA) e, incluso, Seguridad Social (mejor administración de sus recursos). En segundo lugar, en que el problema de las pensiones afecta hoy a casi nueve millones de jubilados, pero que a mitad de este siglo ese número superará probablemente los 15 millones de personas. Un colectivo extraordinariamente importante por su cuantía y que constituye un caladero de votos esencial para cualquier partido político.

Finalmente, en que la solución aplicable, siendo de relativa urgencia, quizá pueda esperar todavía algunos años. Por ello parece haberse generalizado la opinión de que no hay que soportar hoy el alto coste de la reforma cuando los problemas más graves solo comenzarán a plantearse gradualmente dentro de cinco o seis años. A partir de entonces es cuando llegará el momento en que a la sociedad española no le quede más remedio que aceptar las reformas necesarias por muy duras y costosas que sean.

La impresión más coincidente es que esta última forma de entender el problema es la que parece que ya han adoptado de hecho las distintas fuerzas políticas. Es decir, la conocida y cínica posición de esperar y ver. Esperar a que el problema no sea solo el resultado teórico de una mera proyección poblacional sino la consecuencia evidente de una realidad palpable en la vida diaria. Por tanto, dejar pasar el tiempo hasta que, por la presión de los hechos, los ciudadanos deban aceptar una solución, por costosa que resulte. El riesgo evidente es que se comience a actuar cuando, por la inmediatez insoslayable de los problemas, resulte necesario adoptar soluciones mucho más costosas. Pero eso no sería nada nuevo en el comportamiento habitual de los políticos españoles.

Manuel Lagares es catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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