Pensiones y gestión social de la edad

Va a ser muy complicado que nuestro país reinvente sus instituciones de bienestar social para situarlas a la altura del siglo XXI si no entendemos (y no actuamos en consonancia) el reto enorme que representa la creciente longevidad. Puede visualizarse la potencia de este fenómeno (simplificando algo) al afirmar que los nacidos en un año cualquiera viven dos meses y medio más que los nacidos en el año precedente.

Ese efecto de la longevidad, en España, equivale a 100.000 niños adicionales cada año. Y seguimos suspirando por tener un baby boom que nos resuelva el problema financiero de las pensiones. Pues bien, ahí lo tenemos, cada año, y lo tiramos por la ventana. Estamos viviendo un greyny boom permanente y no nos enteramos.

Viene este preámbulo a cuenta porque ante su enorme contundencia, como me parece que la tiene, solo se nos ocurre tirarnos de los pelos porque las cuentas de las pensiones no salen. Aducimos todo tipo de causas coyunturales para explicarnos un problema estructural, o achacamos todo tipo de responsabilidades a los actuales responsables del sistema porque eso es lo que nuestra práctica política corriente exige. Pero no damos con la vía correcta de reforma.

Pensiones y gestión social de la edadEs verdad que ha transcurrido poco tiempo desde que las reformas adoptadas en 2011 y 2013 entraron en vigor prometiendo la corrección de los incipientes déficits de las pensiones, que habían resistido muy bien la dura recesión de 2009. Recuérdese que las principales medidas adoptadas por estas reformas fueron, respectivamente, el retraso de la edad de jubilación y la nueva fórmula de actualización anual de las pensiones: el Índice de Revalorización. Y, a pesar de ello, ya estamos otra vez a vueltas con la reforma de la Seguridad Social. ¿Por qué?

Para ordenar algo esta pesquisa conviene aceptar con humildad que la realidad nos sorprende muy a menudo, en esta materia y en muchas otras. De no haber sido por la sorpresa que ha causado la significativa merma de las cotizaciones en un marco de gran creación de empleo, las cuentas de la Seguridad Social estarían más cerca del equilibrio. Lo mismo habría sucedido si la inflación hubiese sido del 2% desde 2014 (y no digamos si hubiese sido del 3%). Bajo esta suma de circunstancias, las reformas de los años precedentes habrían contribuido tal y como se descontaba a la estabilización de las cuentas de las pensiones.

Esta era la senda que se esperaba y, a partir de ahí, había tiempo para plantear una nueva reforma del sistema de pensiones. Porque todos los analistas y expertos descontábamos un curso más enderezado de las cuentas de las pensiones, eso sí, dentro de un marco de creciente longevidad que, más tarde que temprano, demandaría una nueva y radical iniciativa de reforma de las pensiones. Vuelvo más adelante sobre este tema.

Pero ni la inflación (ese maravilloso y letal impuesto silencioso) ni el empleo han surtido los efectos esperados y hétenos aquí alarmadísimos porque se acaba la hucha de las pensiones y no tenemos recambio. Ítem más, la culpa de que se acabe la hucha de las pensiones la tiene… naturalmente el Gobierno.

Como les decía antes, todos, hasta los que, si gobernaran, dicen que retrotraerían la edad de jubilación a los 60 años y volverían a indiciar las pensiones con el IPC (con “escala móvil” incluida), aceptábamos que una “gran reforma” de las pensiones era cuestión de tiempo. Pues bien, los acontecimientos que nos han llevado precipitadamente a la situación actual solo han acelerado la necesidad de ese planteamiento. El Pacto de Toledo cumplió 20 años en 2015. Ese era el momento de haberla agradecido los servicios prestados y haber iniciado una profunda renovación del mismo. Pero ahí está, aletargado y secuestrado por una dinámica política en la que no hay suficiente material genético para crear un nuevo Pacto de Toledo para los próximos 20 años. En los que, por cierto, sucederá de todo en materia de pensiones.

Vuelvo al enfoque holístico del inicio: la gestión social de la edad. Es decir, no basta con usar los desarrollos en la longevidad solo para adaptar el curso financiero del sistema de pensiones. Por ejemplo, decidiendo que esas ganancias de personas-años se asignen tanto a carreras de cotización más largas como a periodos más largos en jubilación, en vez de solamente a esto último.

Una pregunta que surge inmediatamente es: ¿cómo mantener a los trabajadores más años en la actividad laboral con un 19% de paro? Es natural, pero hay que repetir una vez más que los mecanismos existentes para expulsar a los trabajadores maduros del mercado son indecentes, especialmente las mal llamadas prejubilaciones engrasadas con los recursos del SEPE y los convenios especiales con la Seguridad Social. Lo que saben hacer la mayoría de los trabajadores viejos no lo saben hacer los trabajadores jóvenes. Y viceversa. La “falacia de la tarta fija del empleo” es justamente eso, una enorme impostura social que no hay forma de desmontar por mucho que se denuncie como tal falacia.

Es verdad. Nuestro mercado de trabajo está poblado de momios (empresas, instituciones, puestos de trabajo, trabajadores y empresarios) que ya se tambaleaban a finales del siglo pasado y que, inexplicablemente, siguen vivos y coleando en el presente siglo, lastrando la productividad de nuestra economía y sobreviviendo gracias a la devaluación real interna que nos está sumiendo a todos en la miseria y que está postergando las soluciones estructurales, además de frustrar y enfadar a todo el mundo.

Porque, y de nuevo la holística, la sociedad española y sus agentes más cualificados (Gobiernos e interlocutores sociales por igual) siguen practicando una descomunal discriminación por edad, especialmente en el mercado de trabajo, pero también en muchos otros ámbitos. Pongo un solo ejemplo, insignificante pero ilustrativo: las bonificaciones en el transporte público para mayores de 60 años. Muchos de los cuales tenemos bastantes menos problemas económicos que muchos trabajadores y parados de menos de esa edad. No lo entenderé jamás. Por eso me niego a acogerme a esa bonificación.

José A. Herce es profesor de Economía en la Universidad Complutense de Madrid y director asociado de Afi.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *