Quizá no hay mejor ejemplo del deterioro institucional de nuestra democracia que el reciente acuerdo alcanzado por los líderes de los dos grandes partidos para repartirse el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo y hasta la Agencia de Protección de datos, aunque me centraré en los dos primeros dado que el Defensor del Pueblo es irrelevante y la Agencia de Protección de Datos no es una institución de contrapeso. Nada nuevo, dirán algunos, puesto que es lo mismo que lleva pasando los últimos 30 años: los partidos políticos colonizan las instituciones y se reparten los puestos atendiendo a sus mayorías parlamentarias. A veces los candidatos elegidos son más o menos idóneos para el cargo; otras no lo son en absoluto y no tardan en demostrarlo –recordemos la dimisión como magistrado del Tribunal Constitucional del actual consejero de Justicia de la Comunidad Autónoma de Madrid, Enrique López, por conducir ebrio–. Pero el caso es que hasta ahora íbamos tirando, aunque es indudable que nos hemos ido dejando jirones de credibilidad por el camino, como demuestra la creciente desconfianza de los españoles en estos organismos constitucionales. Sin embargo, me temo que hemos llegado a un punto de no retorno donde lo que está gravemente amenazado es un principio básico de la democracia representativa liberal: la existencia de instituciones contramayoritarias o checks and balances profesionales e independientes capaces de controlar el poder político. Sin estos contrapesos, sencillamente, no es posible garantizar ni el cumplimiento de las normas, ni el principio de igualdad ante la ley, ni la transparencia, ni la rendición de cuentas que son esenciales en una democracia avanzada.
Las razones que me llevan a pensar que este acuerdo es particularmente peligroso desde un punto de vista democrático son varias. La primera y más obvia es que los dos grandes partidos que han sido incapaces de alcanzar grandes acuerdos esenciales para los intereses de los ciudadanos porque consideraban que les perjudicaba electoralmente (pensemos en la pandemia) sí pueden hacerlo cuando se trata de algo que les interesa directamente, aunque nos perjudiquen a todos. Y, para colmo, nos explican que se trata de un gran avance para desbloquear las instituciones y que así se da cumplimiento a la Constitución, cuando precisamente si hay algo que se está pisoteando con este tipo de acuerdos son las normas constitucionales y las leyes que las desarrollan que establecen varios requisitos fundamentales que se obvian no ya en cuanto al fondo sino también en cuanto a la forma.
Empezaremos por la necesidad de seguir un procedimiento formal para nombrar a los candidatos, que exige la intervención de las Cortes Generales y, además, del Gobierno y del Consejo General del Poder Judicial en el caso del Tribunal Constitucional. Así, la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas que desarrolla el artículo 136 de la Constitución exige que los consejeros sean designados por las Cortes Generales, seis por el Congreso y seis por el Senado, mediante votación por mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. Esto tiene su lógica, dado que estamos ante el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica de Estado y de su sector público, que depende directamente de las Cortes Generales y que ejerce sus funciones por delegación del Parlamento en el examen y comprobación de la Cuenta General del Estado. Por tanto, el que los parlamentarios se enteren literalmente por la prensa –como el resto de los mortales– de quiénes van a ser consejeros del Tribunal de Cuentas previa negociación opaca y sin luz y taquígrafos entre los mandatarios de los líderes de los grandes partidos supone una vulneración flagrante de la letra y el espíritu de la Ley que intenta evitar que sean precisamente los controlados los que nombren a los controladores. Lo mismo puede decirse de la renovación del Tribunal Constitucional, que según el artículo 159 de la Constitución se compone de 12 miembros nombrados por el Rey, cuatro a propuesta del Congreso y cuatro del Senado por mayoría de tres quintos de sus miembros y dos a propuesta del Gobierno y otros dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial.
El segundo requisito se refiere a la idoneidad de los candidatos. Aunque hoy parezca casi una broma a la vista de los nombres de algunos de ellos, la Constitución pretendía que las personas que accedieran a estos cargos tuvieran una reconocida competencia para ocuparlos. Por eso, para ser consejero de Cuentas se exige ser censor del Tribunal de Cuentas, censor jurado de Cuentas, magistrado, fiscal, profesor de Universidad o funcionario público perteneciente a un cuerpo para cuyo ingreso se exija titulación académica superior, abogado, economista y profesor mercantil, con más de 15 años de ejercicio profesional. Se entiende, aunque no se explicita, que se trata de ejercicio profesional precisamente en el ámbito de las competencias propias del Tribunal de Cuentas, dado el carácter muy técnico de sus funciones. Por su parte, para ser magistrado del Tribunal Constitucional se exige ser un jurista de reconocida competencia con más de 15 años de ejercicio profesional.
Pues bien, lo que la Constitución busca cuando establece estos procedimientos de designación que requieren de amplias mayorías y exige que los candidatos reúnan ciertos méritos (de forma, además, pública, de ahí la reconocida competencia) es que estas personas puedan desarrollar sus funciones con profesionalidad y con total independencia, dado que, conviene no olvidarlo, estamos ante instituciones de control del poder político y se presume que pueden recibir presiones políticas y/o mediáticas que pueden resultar difíciles de soportar. En ese sentido, no cabe duda de que tener criterio técnico propio, o, dicho de otra forma, jugarse el prestigio profesional a la hora de tomar decisiones políticamente sensibles, es un elemento importante a la hora de ser capaz de aguantar dicha presión; pero, por si no fuera suficiente, la propia Constitución establece que los miembros del Tribunal de Cuentas gozarán de la misma independencia e inamovilidad y estarán sometidos a las mismas incompatibilidades que los jueces. Para los miembros del Tribunal Constitucional –además de preverse un régimen de incompatibilidad estricto con la política, los sindicatos, la judicatura, y cualquier actividad profesional o mercantil– lo que se les garantiza constitucionalmente es la independencia y la inamovilidad durante el ejercicio de su mandato.
Pero es más, la Constitución también quería desligar el nombramiento de los miembros de estas instituciones contramayoritarias o de contrapeso de los ciclos electorales. Por eso, los mandatos son muy largos (nueve años tanto para los consejeros de Cuentas como para los magistrados del Tribunal Constitucional) y las renovaciones se hacen por terceras partes. Excuso decir que nuestros partidos no se han tomado nunca muy en serio estas previsiones, por lo que es habitual que haya consejeros y magistrados con mandatos caducados que permanecen en sus puestos hasta que se alcanza el consenso necesario o, para ser más exactos, hasta que se decide el reparto de cromos que tiende a coincidir con los cambios de mayorías parlamentarias, aunque bien es cierto que el Partido Popular ha conseguido retrasar en ocasiones notablemente (como en el caso del Consejo General del Poder Judicial) estos cambios.
En todo caso, lo que me interesa resaltar es que la Constitución quería justamente lo contrario: que las mayorías parlamentarias no se reprodujesen automáticamente en las instituciones de contrapeso. Claro que también pretendía que los candidatos nombrados fueran los más idóneos técnicamente y así se reconociese no sólo por un amplio consenso de los llamados a designarlos sino a ser posible por sus pares, que son los más adecuados para reconocer la competencia técnica. Y, sobre todo, que pudiesen desempeñar sus funciones con independencia dado que, por definición, hablamos de preservar la función de la incómoda tarea de controlar al poder político.
Por último, estamos hablando de un procedimiento público y transparente. Más allá de que lo ideal sería la presencia de varias candidaturas, de lo que no cabe duda es de que se está pensando en sistemas de designación públicos, con intervención destacada de las Cortes Generales, con luz y taquígrafos. Algo a años luz de las conspiraciones de pasillos que termina con los nombres de los agraciados en las redes sociales. Eso sí, con comunicación formal posterior a sus señorías para que propongan candidaturas, suponemos que precisamente con esos nombres. Una tomadura de pelo.
Creo que con lo dicho es suficiente para llegar a la conclusión, más allá de los perfiles concretos de los candidatos elegidos por unos y otros (lo que daría para otra tribuna, aunque basta con decir que los cuatro propuestos por PP y PSOE para el Tribunal Constitucional han sido previamente vocales de este deslegitimado órgano a propuesta de dichos partidos), de que nuestros partidos políticos o, para ser más exactos, Pedro Sánchez y Pablo Casado, no sólo incumplen formal y materialmente la Constitución, pese a afirmar con desfachatez lo contrario, sino que están poniendo en grave riesgo el adecuado funcionamiento de los contrapesos que todavía quedan en nuestro país. Y esto, gobierne quien gobierne, me parece una pésima noticia.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado y coeditora de ¿Hay derecho?