Pequeña Bretaña, pequeña Europa

El poeta irlandés William Yeats clamaba, en su apocalíptico Segundo Advenimiento, que «los mejores carecen de toda convicción y los peores están llenos de apasionada intensidad». Escrito hace 100 años, poco después del primer suicidio colectivo europeo, este poema es de plena actualidad en lo que concierne a la cuestión del Reino Unido y Europa y la decadencia del proyecto europeo, así como la frivolidad de la política moderna en general.

Hace años que los pro-europeos, en Londres o el continente, no inspiran adhesión al proyecto ni convencen suficientemente sobre su necesidad en el siglo XXI o las bondades de la UE para el Reino Unido y viceversa. En tiempos de discurso político simplista y del cortoplacismo de la inmediatez del twitter, los argumentos fundados, cifras y apelaciones al interés común de mañana, más allá del interés particular de hoy, se difuminan en la cacofonía reinante. Sobre todo cuando manidos conceptos como democracia, pueblo o solidaridad son tan repetidos por una clase política en descrédito, que casi hemos olvidado su significado y valor. No nos engañemos tampoco sobre nosotros mismos como ciudadanos ni nuestra altura de miras actual: entre la fría realidad de la balanza comercial del Reino Unido y Europa, y cualquier pintoresca diatriba que lance, pinta de cerveza en mano, Nigel Farage, del UK Independence Party, o los eurófobos tories, muchos europeos hoy empatizan más con lo último.

Vivimos una etapa de miedos (al inmigrante, europeo o no; a la economía; al terrorismo, etc.) e inseguridad existencial. Por ello, en la búsqueda de seguridad y referencias colectivas, pesan más las apelaciones a la Nación o tribu y las promesas de protección, irreales o no, que el compromiso con ese ente abstracto llamado Europa y su más visible plasmación institucional, la UE. Máxime cuando las políticas de los últimos años, con terribles errores y casi cero asunción de responsabilidades (en la crisis del euro, pero no sólo), han confirmado, como profecía auto-cumplida, algunos de los demonios invocados por los eurófobos, y relativizado los logros de Europa. Éxitos tan integrados en nuestras vidas que sólo recordaremos su relevancia cuando lamentemos su falta. Por eso, David Cameron, con su sí-pero-no, no-pero-sí, se las ve y se las desea para lograr tres objetivos en tensión: convencer sobre la reforma (o re-fundación) de la UE a sus socios europeos; convencer, mediante un referéndum, a un pueblo británico desinteresado, y, de paso, vencer a sus propios enemigos internos, el activista bloque eurófobo.

En parte similar a lo que pasa en la Cataluña de Artur Mas y la ANC, frente a un statu quo antipático y sin proyecto positivo inspirador, el «no» y la ruptura movilizan más, pues, simplemente, son hoy por hoy más atractivos. Orwell hilaba fino cuando afirmaba que las personas «no sólo quieren confort...y sentido común: de manera intermitente, también quieren lucha, tambores, banderas y desfiles de lealtad». Si al factor de las emociones encima le unimos una cobertura racional (Europa como problema, nación y soberanía como salida), como están haciendo hábilmente los eurófobos y populistas de Francia a Hungría, el impacto político es poderoso, sobre todo porque las élites gobernantes están haciendo suya esta agenda.

No bastan pues los lugares comunes habituales sobre el papel del Reino Unido en Europa y sobre Europa misma. Tanto Downing Street como Rue de la Loi viven de rentas. Peor, van a la deriva. Igual que un matrimonio en crisis, los argumentos de uno y otro lado para evitar el Armagedón del Brexit oscilan entre la nostalgia e idealización de lo que fue y el burdo recurso al miedo, la amenaza y el chantaje sobre los riesgos de la ruptura y la relevancia de los bienes aportados (craso error en la vida privada y en la diplomacia). Fríamente, la importancia hoy de este Reino Unido para Europa en términos diplomáticos, militares, comerciales o de dinamismo político y de modelo, es algo más relativa. No obstante la respetable y añeja diplomacia de Whitehall, el eje de la política exterior europea es y será, de lejos, Alemania. Militarmente, en plenos recortes al presupuesto de defensa, con iniciativa política limitada tras Irak (o el no de los Comunes a la intervención en Siria) y una visión ambigua sobre la Defensa Europea, hablar de la total imposibilidad militar de Europa sin el Reino Unido es, como casi todo, discutible. Y el entusiasmo británico por la ampliación de la UE, otra área en la que antaño ejercieron liderazgo, en este ambiente contrario al fenómeno migratorio y la apertura, no es lo que era. Cierto, el Reino Unido sigue teniendo una capacidad de proyección global y de poder superior a la media en la UE. Europa sería más pequeña con Brexit.

Pero es que ésa es también la cuestión: que Europa parece querer ser más pequeña, con o sin Londres, y más irrelevante en el mundo. Hay Little Englands, como hay Petites Frances y Pequeñas Españas e Italias. Caminamos a la Europa Fortaleza. Ésa que teme a los inmigrantes, los que llegan sin morir en el mar o los que ya están aquí (aunque sean nacidos europeos). Ésa que no logra salir de esta mezcla de ensimismamiento, auto suficiencia y luchas consigo misma. Ésa que cree tan poco en la legitimidad y originalidad de su proyecto, que, por sistema, teme referendos y disciplina a los que los proponen.

Mal que les pese a algunos al otro lado del Canal, lo cierto es que el Reino Unido hoy es el país europeo por excelencia, pues representa algunas de las tensiones clave que resquebrajan nuestro sistema y los Estados nación. Está en pleno proceso de fragmentación política y territorial, más o menos gestionado, eso sí, por sus instituciones democráticas, y a su vez lucha por adaptarse a una globalización asimétrica, apoyando acuerdos comerciales y de financiación en Asia. Ecos globales que en su sociedad generan populistas y medidas contra la inmigración o la libertad de movimientos. La agenda de seguridad cercena libertades políticas, tanto o más rápido que en otros Estados miembros. Y, como en gran parte de Occidente, reina en este Reino Unido un discurso político que prima la comunicación selfie y el «no hay alternativas» a las políticas actuales, sobre la sustancia de fondo, alimentando el desapego. Un discurso que no convence, pero distrae.

Similares dinámicas y tensiones a las que resquebrajan la UE. La Utopía Europea está casi agotada por dos razones básicas: la realización de los objetivos iniciales que justificaron su creación inicial y la ausencia de grandes consensos sobre su finalidad básica en este siglo XXI. Acertaba el visionario Tony Judt cuando, hace veinte años, advertía de los riesgos de la «Gran Ilusión»: pensar que el proyecto europeo, surgido en circunstancias históricas únicas, podía ser mantenido (y expandido) por los siglos de los siglos, sobre todo al peligrar su prosperidad.

Seguir en esta ilusión sin refundar tales consensos es caminar al desastre o la existencia zombie. Honestamente, algunas de las propuestas del Gobierno Cameron, más allá de torpes maniobras diplomáticas y gratuitos guiños populistas, merecen consideración. O por lo menos algo más que las típicas declaraciones federalistas aprobadas en ciudades belgas que nadie recuerda y con cero impacto político.

En el fondo, ni la crisis del Reino Unido ni la de Europa se pueden desligar de cambios más profundos en nuestras sociedades, desde luego en Occidente, y que impactan en nuestra comunidad política. En plena crisis de ideales colectivos y de liderazgo, en pleno auge del narcisismo a regla primera en las relaciones humanas y aumento de la polarización e intolerancia, los grandes proyectos, sean Estados o Europa, se resienten, como lo hace el concepto de bien común. Pues, ¿qué es lo que nos une como sociedades nacionales? ¿Y qué es lo que nos une o queremos alcanzar como europeos? Para estas cuestiones, me temo, con o sin referendo, «sí» o «no», necesitaremos algo más que nuevos Churchills o nuevos Schumans.

Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR).

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