Pequeños Anales de Diecisiete Días

«A 31 de marzo de este año de 1621 a las nueve de la mañana, la majestad del Rey don Felipe III pasó a mejor vida que en los justos y santos tiene más corteses nombres la muerte». Así comienzan los Grandes Anales de Quince Días, obra maestra inconclusa, en la que Quevedo glosa los prometedores inicios del reinado de Felipe IV.

Cuatro siglos después sobra la aclaración eufemística. No sabemos los detalles de esa «mejor vida» que Juan Carlos I tiene la intención de emprender, pero todo indica que no va a estar orientada a apresurar su abrazo con la fría y desdentada parca. A nadie se le escapa que en materia de santidad -lo de la justicia es más complejo- el hijo de Don Juan de Borbón ha sido tan fiel a sus genes como lo fue el de Felipe II.

También lo clava de manera inconsciente Quevedo al advertir que «a los Reyes más los acaba la adulación de la cura y el halago de los remedios que el rigor de la enfermedad». De hecho Don Juan Carlos dejó muy claro, en público y en priva- do, que si abandonaba el trono no era porque estuviera peor de sus achaques sino por todo lo contrario. Que fue al haberse recuperado de sus desdichas quirúrgicas cuando decidió que había llegado el momento de dar paso a la «nueva generación». Sin esta singularidad que bien podría ir moldeando una variedad de Monarquía Abdicatoria, según la cual el titular de la Corona debería abandonarla y «pasar a mejor vida» siempre en buen uso de sus facultades, es imposible entender cuanto ha ocurrido en España entre el 2 y el 19 del presente. Más allá del merengue tipográfico que todo lo pringa y embadurna es obvio que Juan Carlos se ha ido porque ha querido y que a cambio le han impuesto un duro y hasta cruel peaje de salida.

Pequeños Anales de Diecisiete Días

No sabemos por ahora cuál fue el detonante del nasciturus institucional por el que el presidente del Gobierno anunció la dimisión del Rey y no a la inversa, como en cualquier país democrático prescribirían las responsabilidades políticas de Rajoy («Lo entiendo Luis. Sé fuerte. Mañana te llamo») y su contundente castigo electoral. La improvisación y lo prematuro del parto quedan, eso sí, acreditados por la pobreza del mensaje del Monarca, la dispersión de los miembros de la Familia Real en el momento de emitirlo, los compromisos exteriores adquiridos poco antes por el dimisionario y la falta de toda normativa previa que regulara su inscripción bautismal.

Todo indica que tras las puertas cerradas de La Zarzuela y La Moncloa tuvo lugar una negociación exprés a cuatro bandas entre el Rey, el Príncipe, Rajoy y Rubalcaba -acelerada por la cornada electoral que sacaba de la plaza al líder socialista- para fijar la hoja de ruta ahora recorrida. Sólo así se explica la Ley Tuit, o si se quiere el microrrelato, que bastó a las Cortes para refrendar la abdicación sin siquiera preguntar o debatir sobre sus causas; sólo así se explica el posterior remiendo de todos los desgarros de la normativa vigente mediante parches tan inauditos como el blindaje penal y civil del Rey cesante a través de la ley de jubilación de los funcionarios judiciales; y sobre todo sólo así se explica, planteada como un do ut des, la de otro modo incomprensible ausencia de Juan Carlos en la ceremonia de proclamación de su hijo y heredero.

Este ha sido el hito crucial de un itinerario dramático a mitad de camino entre el mito de Edipo y los reyes de Shakespeare, representado ante nuestros distraídos ojos por un elenco de seres que, de puro humanos, se creen distintos a los demás. A la vista de lo sucedido el jueves hay que ser muy crédulo, casi bobalicón, para seguir conformándose con lo que desde el principio no era sino un cliché de tertulia de prensa rosa: ¡el padre no quería restar protagonismo al hijo! Eso ni está en el código del corazón humano, ni debía haber preponderado sobre la obligación institucional de quien -de forma harto discutible, por cierto- mantiene la dignidad de Rey, en el caso de haberse planteado como rareza u ocurrencia.

No, si Don Felipe no requirió la presencia de su padre, si Rajoy no reclamó la presencia de Su Majestad Don Juan Carlos, fue porque el que no acudiera formaba parte del acuerdo, porque lo que estaba en el guión era su ausencia. Una ausencia instrumental, política y dialéctica que ha permitido construir el relato lampedusiano de la ruptura para la continuidad: ese matar al padre que se hace siempre con los políticos caídos y a menudo también con los reyes pero cuando ya únicamente viven en el pudridero.

¿Acaso alguien ha interpretado como una merma de protagonismo para el nuevo monarca la forma en que su madre se levantó ante las dos Cámaras para recibir como pináculo de su realización vital el homenaje inducido por él mismo? Basta repasar la literalidad de los dos párrafos de ese medidísimo discurso -tan medido que de su geometría de trapecio isósceles no sobresalió nada, ni se alborotó nada, ni nos extasió nada-, dedicados a los Reyes Viejos por el joven Rey, para darse cuenta de cuán dispar era su propósito.

A Don Juan Carlos le rindió «un homenaje de gratitud y respeto» por su «legado político extraordinario», precisando que «apeló a los valores defendidos por mi abuelo el conde de Barcelona» -también Quevedo decía que los méritos de Felipe III eran de Felipe II- y añadiendo que en su persona condensaba «el agradecimiento que merece una generación de ciudadanos que abrió camino a la democracia» bajo su «liderazgo». Eso fue todo. Parecía estar refiriéndose al portaestandarte de un colectivo que supo escuchar los cascos del caballo del progreso, subirse a su grupa y encauzar para bien esa fuerza del destino. Nothing personal, only History.

Tal asepsia de conferencia inaugural de ciclo conmemorativo se trocó en pálpito a flor de piel cuando puso el foco sobre su madre Doña Sofía para «describir toda una vida impecable al servicio de los españoles, su dedicación y lealtad al Rey Juan Carlos, su dignidad y sentido de la responsabilidad». Virtudes humanas todas para engalanar a la tantas veces amortizada como reina profesional. Como el torero que va enlazando los pases de pecho, arrimándose cada vez más a la fiera de las pasiones, Don Felipe quería que sonara la música y vaya que si lo consiguió aclarando que le rendía un «tributo emocionado» y que anhelaba seguir contando con su «cariño».

Cuando ya se caían los tendidos, un diputado insípido comentó que aquello era el reconocimiento al difícil «papel» de Doña Sofía durante los últimos años y una senadora andaluza le pasó por encima replicando que lo que se aplaudía no era su «papel» sino su «papelón». Una ráfaga con las mejores escenas de James Bond -de la bahía de Palma al campamento de Botswana pasando por los Alpes suizos- cruzó en ese instante por el marcador electrónico mientras algunas almas pacatas se preguntaban si el hecho de que la vida privada de los Reyes tenga una indiscutible trascendencia pública conlleva que, aun con esa técnica inversa, deba someterse a una moción reprobatoria en el Congreso.

Pero la lidia del toro embolado no terminó ahí. Estaba claro que Don Felipe tendría que decir algo parecido a lo que dijo cuando prometió una Corona «íntegra, honesta y transparente», modelo de «ejemplaridad» -en realidad se echó en falta que pronunciara la palabra «corrupción»-, y estaba claro que ni su hermana Cristina ni por supuesto su cuñado Urdangarin podrían estar presentes en el acto, sin convertirlo en una exhibición de cinismo. De ahí que fuera tan inexcusable la presencia de Don Juan Carlos, a menos que se pretendiera arrojarlo en el imaginario colectivo al mismo cesto de las manzanas podridas, mezclando una causa judicial contante y sonante, con presunciones nunca probadas, leyendas urbanas y cálculos patrimoniales mal hechos. Es lo que a mi modo de ver ha sucedido para alborozo de quienes venían predicando la terapia abdicatoria: el gran caimán se va para Barranquilla, viva el Rey. Sólo faltaba que se difundiera que la Infanta Cristina pasó la jornada en La Zarzuela para suponer a su padre sentado junto a ella ante el televisor, bolsa de palomitas en ristre, viendo una película de buenos y malos.

Habiendo sido director de periódicos durante 34 de los 39 años de su reinado, Don Juan Carlos me ha distinguido en momentos clave con muestras de afecto y confianza pero también ha tenido que ver por acción, omisión o refilón en mis dos destituciones, concebidas, ejecutadas o coadyuvadas por otros bajo el paraguas de su nombre. Nunca he dejado de aplaudir sus muchos aciertos ni de criticar sus contados aunque sonoros errores. Ya dije hace quince días que de todas sus grandes decisiones ésta de la abdicación era la que menos me había gustado, tanto porque suponía un mal broche para un buen reinado como porque creaba un peligroso precedente para la institución. La forma en que se ha ejecutado el relevo en la Jefatura del Estado no viene sino a reafirmarme en el diagnóstico.

Ni el hijo ni el padre debían haber permitido nunca que esa ausencia, incomprensible urbi et orbe, proporcionara elementos para un relato que ensalza al uno denostando al otro. Porque siendo cierto que como escribió Quevedo «ninguna cosa despierta tanto el bullicio del pueblo como la novedad», a la postre después de esta proclamación con tan poca pompa, parcas circunstancias y escaso aliento popular, en la que sólo a los republicanos y a los indiferentes nos ha dado igual que no hubiera ceremonia religiosa, que no vinieran mandatarios extranjeros o que la nueva reina sea ensalzada en la prensa internacional como ejemplo de movilidad social en la España postmoderna, y a menos que Felipe encuentre su muy improbable momento de gloria frente al separatismo catalán, tendremos un trono mucho más sometido a los vaivenes de la coyuntura política que antes.

Por eso lo seguro y prudente era aguardar a que la naturaleza cumpliera su ciclo. Porque el óbito de un rey nunca puede adquirir un sentido figurado. Porque ningún hombre vivo, desde luego no Juan Carlos I, merece el cortejo fúnebre descrito por el preso de la Torre de Juan Abad: «Salió para el Escorial el cuerpo del grande y piadoso rey, no bien acompañado de luces y mal asistido de criados». Porque, ojo: «Fue mortificación de su grandeza y amenaza de la de su heredero, pues le mostró cuán seca es la muerte de los monarcas y cuán deslucida y desamparada su memoria».

Pedro J. Ramírez, exdirector de El Mundo.

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