«En política se corregirán los desaciertos, se enmendarán los errores; lo que no se recobra nunca son las oportunidades», Antonio Maura, Discurso en el Congreso, 9-XI-1891.
La mejor prueba de que los españoles nos enfrentamos a unas elecciones en verdad cruciales, por mucho que todas lo sean, es que el presidente del Gobierno, quien tiene la capacidad de convocarlas, las ha colocado en una fecha inverosímil, nada menos que un 23 de julio, un día con gran capacidad para distorsionar el esquema normal de participación y, con ello, la naturaleza del resultado. Soy de los que esperan que ese gesto inamistoso le salga caro, pero estoy seguro de que su intención no ha sido precisamente esa.
Sánchez ha calculado que en plena canícula muchos electores estarán más preocupados por ponerse a la sombra que por ejecutar el mandato primordial de una democracia, destituir pacíficamente a un gobierno que no ha sabido servir para lo esencial, para facilitar la convivencia, hacer posible el progreso, garantizar la libertad y promover la justicia.
Sánchez ha pretendido que los españoles pierdan una gran oportunidad de rectificar, pero lo cierto es que eso no podrá conseguirlo él mismo puesto que necesitará, como en la célebre sentencia, «la ayuda de otros». Son estos los que cargarán con la grave culpa que recaerá en ellos si se frustra una oportunidad de las que, como poco, tardan años en repetirse. ¿A quién me refiero?
El sistema político español está afectado por una anomalía política imprevista cuando se aprobó el régimen electoral; se buscaba un sistema que diese una prima al ganador, al que habría de gobernar, y favoreciese también a la segunda fuerza política y claro es que siempre que se favorece algo se dificultan otras posibilidades. A pesar de eso y de que, hasta las elecciones del 2011, la suma de porcentaje de voto de los dos grandes partidos (PSOE+PP o viceversa) casi siempre había estado por encima del 70% nos encontramos con que en años sucesivos esa suma bajó más de 20 puntos hasta quedarse en el 45,38% en 2019. El significado es claro, una buena mayoría de españoles ha estado muy seriamente descontenta con la conducta de los dos partidos centrales del sistema (PP y PSOE o viceversa) y ha buscado con cierta inquietud fórmulas alternativas.
Lo anómalo del caso es que lo que ha hecho el Gobierno de Sánchez ha sido obtener mayorías parlamentarias que no reflejasen una mayoría social sino una suma de entidades muy disolventes que, además, han favorecido un gobierno convulso y que ha intentado, con un disimulo poco efectivo, un cambio muy de fondo en el sistema político. Para lograrlo se ha propuesto desterrar de cualquier ecuación política a las fuerzas que representan la España liberal/conservadora tratando de retratarla como una minoría intolerante, reaccionaria, antifeminista, insolidaria y, ya como colofón, fascista que es el epíteto que las almas bellas de cierta izquierda a la violeta reservan para todo aquello que no le gusta.
Es normal que ante un tratamiento tan frenopático muchos se sientan agredidos y que hasta se haya hecho atractivo un eslogan tan inadecuado como el de «derogar el sanchismo» cuyo principal equívoco es que, hay que suponer de modo inconsciente, se nutre de aquello mismo que condena. La alternativa política a tanto disparate, cuya responsabilidad no está en el arcano ni en ningún fenómeno telúrico e incontrolable, determina que lo único sensato que cabe intentar es restablecer el predominio de la moderación para tratar de no repetir los errores que han permitido casi la voladura de un sistema que, con errores innegables pero con mayores aciertos, había traído la concordia y un alto grado de progreso a una España que no ha querido repetir ni las guerras carlistas ni el horrible esperpento de la guerra civil.
Es imprescindible para ello que el PP triunfe, pero que lo haga acertando en el modo. Y aquí no cabe eludir la lógica más elemental que lo es, precisamente, porque también rige en política. Si el PP pretende dar un vuelco político y expulsar del marco a la izquierda, que es para lo que necesitaría a un Vox absurdamente radicalizado, corre muy serios riesgos de no triunfar, pero, sobre todo, estará dando un paso más en una guerra que, por mucho que se disfrace de cultural, no ayudará a que se instaure un nuevo ciclo virtuoso de alternativas políticas, lo principal que un sistema democrático y liberal puede dar de sí.
Si se ha dicho que el mérito de Fraga consistió en incorporar los restos del franquismo al sistema democrático sería desastroso que Feijóo se apoyase en votos destituyentes del sistema constitucional para contribuir a su demolición socavando esta vez su pilar derecho. Es obvio que los votantes de Vox han de ser escuchados, pero no para dar la razón a sus dirigentes más empeñados en destruir el edificio moderado que, con defectos graves, pero con sólida estabilidad, ha conseguido edificar la derecha constitucional.
Vox no ha dado todavía muestra alguna de saber aprovechar los votos ganados gracias a los disparates del PP de Rajoy para hacer algo que corrija esa deriva, más bien parece creer que su relativo éxito político se debe a su extremismo y pretende aplicar dosis dobles del brebaje, además de estar dando muestras obscenas de apetito sitial, que pueden ser disculpables en cualquiera, pero que denuncian un grave desvarío en quienes consideran que la derecha es un rojerío disimulado y cursi, pero están mostrando un ansia desesperada de servicio no junto a los luceros sino sobre el terciopelo ministerial que les ceda la derechita cobarde.
Como ha dicho Isabel Díaz Ayuso en su entrevista reciente, Vox «tiene una parte del electorado que venía del PP, pero hay otra parte cuya procedencia desconozco a quien nunca hemos representado». Si Feijóo se equivoca en oportunidad tan especial entregando su alma a quienes todo lo confunden, dejará los errores de Rajoy tras su mayoría absoluta de 2011 en un episodio casi glorioso. Si alguien piensa que este es un asunto menor y que el pacto con Vox está legitimado por la conducta previa de Sánchez con los miembros descoyuntados de Frankenstein es porque cree que la ley del embudo es algo así como la de la gravitación universal, pero por fortuna el universo no está hecho con tamañas desfachateces.
José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es La virtud de la política.