¿Perderemos también la cuarta ocasión?

Por Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político. Universidad de Zaragoza (ABC, 30/11/06):

Tengo por seguro que para quienes por razones de docencia o investigación han tenido que adentrarse en el abigarrado camino de nuestra reciente historia político-constitucional, hay menesteres que no se les puede demandar. Por un lado, la fácil alegría sin estudio cada vez que, en un momento dado y por una u otra circunstancia, nuestro país ha cambiado de régimen político adentrándose, casi siempre a través de un nuevo Texto Constitucional, en un supuesto «nuevo mundo» definido de entrada, como cúmulo de virtudes. Es el instante en que el intelectual que no sea mero leguleyo, tiene sobre sus espaldas la ineludible obligación de mirar la sociedad y proclamar la existencia de relación entre lo que se ha escrito, con toda la solemnidad que se quiera, y cuanto en dicha sociedad se vive. Serían avisos de lo que luego puede venir.

Advertencias sobre lo posible y lo utópico. Denuncias sobre lo que la sociedad demanda o rechaza y lo que la sucesión de artículos construye. Ingrata labor llamada a la feroz condena con el argumento del «precipitado pesimismo». Y, por otro sendero, aún más imperdonable resulta el menester cuando han pasado los tiempos iniciales y el paso de la historia, con mayor o menor extensión, ha puesto sobre el tapete nacional lo que Lucas Mallada llamara «los males de la patria». Es decir, cuando el diario acontecer ha enviciado cuanto los textos pregonaban y los políticos de turno tienden a justificarse comparando el quehacer político con la nada grata tarea de «comer sapos». Como si esto segundo no solamente fuera algo inevitable, sino, incluso, algo agradable al paladar. De nuevo se espera la denuncia de quienes tienen por obligación hacerla y, a la vez, ofrecer remedios que sostengan al régimen con manjares menos vomitivos.

Ocurre, empero, que a la dificultosa tarea expuesta, nuestra historia político-constitucional añade otra vertiente de no escaso calado. Entre nosotros, lo que ha predominado hasta nuestros días es historia de discontinuidades. Carecemos de un punto de arranque desde el que poder diseñar lo futuro, lo porvenir. En vez de ello, nuestra habitual tendencia de partir de cero negando, magnificando o, incluso, manipulando el pasado. Sin capacidad para asumirlo como algo propio. Al contrario, utilizándolo como arma arrojadiza en la contienda del presente. Se vive de «lo que fuimos» o se reniega de ello. Casi soslayando la preocupación por el futuro. Llevamos a cuestas decenios de cambios virtuales y un largo rosario de «revoluciones pendientes».

Al ser así, lo que ante nuestra mirada tenemos es una serie de ocasiones perdidas. O, mejor, desperdiciadas. Momentos en que, por una razón u otra, hemos dejado pasar el tren de la modernidad y de las libertades que, en buena unión, podían haber parido un amplio consenso general desde el que caminar sin sobresaltos. Sin vaivenes. Sin bandazos. Recordemos con una pincelada las tres grandes ocasiones habidas y perdidas antes de 1978.

1812. Nuestra primera Constitución llamada a permanecer «eternamente» y en la que confluyen parte del liberalismo casi utópico fraguado con la Revolución Francesa y parte, no menos importante, de la propia evolución de la sociedad española. La naciente pequeña burguesía obtiene sus primeros logros (igualdad, propiedad privada, etc.). En los debates gaditanos y en el texto aparecen afirmaciones que rápidamente se extienden por Europa e Hispanoamérica: la soberanía reside en la Nación y no en los hombros de ningún príncipe o monarca. Nación y nueva cuna para la soberanía. Estamos ante nuestro primer hecho europeo. Gran ocasión que se pierde con la vuelta del absolutista Fernando VII y las continuadas presiones de los privilegios estamentales.

1868-1874. Esta segunda ocasión comienza con el Pronunciamiento que pone fin a la caótica situación del reinado de Isabel II, obligada a salir de España. Su fruto: la Constitución liberal-burguesa de 1869, como texto más avanzado del siglo XIX. Al ilimitado reconocimiento de derechos se une la aparición del sufragio universal y la regulación del Rey como poder constituido. Elección por las Cortes en noviembre de 1870 de Amadeo de Saboya, que renuncia al Trono tres años más tarde. Se proclama la Primera República Española. Redacción de un Proyecto Constitucional en el que, por vez primera en nuestro país, se intenta un modelo de organización federal, que no llega a entrar en vigor. La descentralización a través de Estados, cae bien pronto en el caos del cantonalismo y en el continuo desorden.

14 de abril de 1931. La tercera ocasión desperdiciada. Con el advenimiento de la tan ansiada Segunda República se quiere poner fin a la gran farsa del caciquismo. Supuesto básico del largo período de la Restauración. Se suceden las reformas en el agro, en el Ejército, en la organización nacional (Estado «integral» compatible con la concesión de Estatutos de Autonomía) y en otros cien aspectos de la vida social. En su devenir, un pluripartidismo excesivo y una auténtica política de bandazos. Pero es su Constitución de Diciembre de ese año la que comete el gran error de incluir en su texto disposiciones claramente contrarias a la Iglesia. Desde ese instante se pierde toda posibilidad de integración, si bien la falta de consenso sobre la clase de República que se deseaba estaba ya en sus comienzos. Lógicamente, mucho más en Julio de 1936 y en la penosa guerra civil que cierra, sangrienta y cainitamente, la tercera ocasión.

Tras muchos años de espera se abre la ocasión en que vivimos. Ley para la Reforma Política, elecciones generales de 1977 y vigente Constitución de 1978. Cuando, no pocos años después, escribimos esta reflexión (que también es aviso o advertencia), ya hay sobre la mesa dos claras voces. Una habla sin reparo de la necesidad de hacer una «segunda transición» para hacer ahora «lo que no se pudo hacer en la primera». A mi entender, peligroso dislate, entre otras razones por no tener demanda social ni claro objetivo final. Y la segunda, avisos. Alguien llama a que su partido vuelva al espíritu de la transición. Un ilustre catedrático nos advierte del peligro de confundir la democracia con la demagogia. Y, sobre todo, una reciente encuesta pone sobre el tapete una cifra de «descontentos» con la democracia que da bastante que pensar.

¿Es que estamos en el pórtico de desperdiciar la que sería nuestra cuarta ocasión? ¿Somos tan insensatos o es que se están haciendo las cosas de forma tan deficiente?

Advertí al comienzo que quienes pensamos en estos menesteres, tenemos también la obligación de sugerir posibles remedios. De forma sintética y plenamente consciente de que nadie los oirá, queden así los que ahora se me ocurren:

  1. Ante todo, precisar el ámbito en el que el principio democrático tiene pleno sentido y delimitar aquellos otros en que dicho principio no cabe o, al menos, está subordinado a otros de mayor valor. La confusión de estas esferas lleva irremediablemente a la demagogia.
  2. Refrescar la vida democrática, con el estímulo de sus valores y actitudes. Es decir, socializar a fondo en democracia.
  3. Limitar las esferas de actuación de los partidos, hasta ahora hegemónicos, amén de hacerles cumplir con el mandato constitucional sobre su funcionamiento interno. Todos los vicios hasta ahora aceptados (y muy especialmente el de «las cuotas» a la hora de elegir personas o cargos) están llevando, de forma imparable al peligroso punto de la «partitocracia».
  4. Y fomentar, por ende, las vías de participación directa de la ciudadanía, que se sentirá más protagonista de la vida en democracia.

Como el lector habrá ya percibido, lo escrito constituye un pequeño catálogo de principios. Si llegan a calar en las mentes de las elites políticas y de los ciudadanos en general, todo lo demás saldrá bien y no tendremos sobre nuestros hombros la sombra de perder nuestra cuarta ocasión.