Perdí a mi hijo en un conflicto al que me opongo. Ambos cumplíamos con nuestro deber

Los padres que pierden a un hijo, ya sea por un accidente o por una enfermedad, inevitablemente se preguntan qué podrían haber hecho para impedir su pérdida. Cuando mi hijo de 27 años falleció en Irak a principios de mayo, me sorprendí reflexionando sobre mi responsabilidad en su muerte.

Entre los cientos de mensajes que hemos recibido mi mujer y yo, dos trataban directamente esta cuestión. Ambos me hicieron sentir culpable, al insistir en que mi oposición pública a la guerra había ofrecido ayuda y consuelo al enemigo. Ambos decían que la muerte de mi hijo fue una consecuencia directa de mis escritos contra la guerra.

Ésta puede parecer una vil acusación proferida contra un padre apenado. Pero, en realidad, se ha convertido en un elemento básico de la retórica política estadounidense, repetido incesantemente por quienes tienen un interés en dar carta blanca al presidente Bush para que libre su guerra. Al animar a "los terroristas", los que se oponen al conflicto en Irak acrecientan el riesgo para las tropas de EE UU. Aunque la Primera Enmienda protege a los detractores de la guerra de ser juzgados por traición, no ofrece amparo para la acusación igualmente grave de no apoyar a los soldados, el equivalente civil actual a una negligencia en el cumplimiento del deber.

¿Cuál es exactamente el deber de un padre cuando envían a su hijo a una situación de peligro? Entre las muchas posibilidades para responder a esa pregunta, la mía fue ésta: al igual que mi hijo hizo todo lo posible por ser un buen soldado, yo me esforcé por ser un buen ciudadano.

Como ciudadano, desde el 11 de septiembre de 2001 he tratado de fomentar una interpretación crítica de la política exterior de EE UU. Sé que incluso ahora, la gente de buena voluntad admira en muchos sentidos la respuesta de Bush a ese fatídico día. Aplauden su doctrina de la guerra preventiva. Secundan su cruzada para propagar la democracia por el mundo musulmán y eliminar la tiranía de la faz de la Tierra. Insisten no sólo en que su decisión de invadir Irak en 2003 fue correcta, sino también en que todavía puede ganarse la guerra. Algunos, los miembros de la escuela de pensamiento que considera que la ampliación de las tropas ya está funcionando, manifiestan incluso que ven la victoria en el horizonte.

Creo que esas ideas son totalmente erróneas y están condenadas al fracaso. En libros, artículos y escritos de opinión, y en charlas con un público numeroso o escaso, he dicho lo mismo. "Una guerra larga es imposible de ganar", escribía en The Washington Post en agosto de 2005. "Estados Unidos ha de finiquitar su presencia en Irak, y dejar en manos de los iraquíes la responsabilidad de decidir su destino y crear un espacio para que otras potencias regionales ayuden en la mediación de un acuerdo político. Hemos hecho todo lo que podíamos".

En ningún momento esperé que mis esfuerzos cambiaran algo. Pero sí abrigaba la esperanza de que mi voz, sumada a la de otros -maestros, escritores, activistas y gente corriente-, instruyera a la ciudadanía sobre lo desatinado que era el rumbo que había emprendido el país. Esperaba que esos esfuerzos generaran un clima político que indujera un cambio. Realmente pensaba que si el pueblo hablaba, nuestros líderes en Washington escucharían y responderían.

Como he podido comprobar, era una ilusión. El pueblo ha hablado y no ha cambiado nada esencial. Las elecciones legislativas de noviembre de 2006 expresaron un repudio inequívoco a las políticas que nos han conducido a nuestra difícil situación actual. Pero medio año después, la guerra continúa, y no se atisba el final. De hecho, con el envío de más soldados a Irak (y al alargar el despliegue de quienes, como mi hijo, ya estaban allí), Bush ha demostrado su desprecio absoluto por lo que en su día se denominó curiosamente "la voluntad del pueblo".

Para ser justos, la responsabilidad de la prolongación de la guerra ahora recae a partes iguales en los demócratas que controlan el Congreso y en el presidente y su partido. Tras la muerte de mi hijo, los senadores de mi Estado, Edward M. Kennedy y John F. Kerry, telefonearon para darme el pésame. Stephen F. Lynch, nuestro congresista, asistió al velatorio. Kerry estuvo presente en la misa. Mi familia y yo agradecimos mucho esos gestos. Pero cuando planteé a cada uno de ellos la necesidad de poner fin a la guerra, me dieron calabazas. Para ser más exacto, después de fingir sólo durante unos momentos que me escuchaban, todos me ofrecieron una enrevesada explicación que básicamente decía: yo no tengo la culpa.

¿A quién escuchan Kennedy, Kerry y Lynch? Conocemos la respuesta: a la misma gente que goza de la confianza de George W. Bush y Karl Rove, es decir, a los individuos y las instituciones con dinero.

El dinero compra acceso e influencia. El dinero engrasa el proceso que nos dará un nuevo presidente en 2008. En lo relativo a Irak, el dinero garantiza que las preocupaciones de las grandes empresas, los peces gordos del petróleo, los belicosos evangélicos y los aliados de Oriente Próximo serán escuchadas. En comparación, la vida de los soldados estadounidenses parece una ocurrencia tardía.

El Día de los Caídos, los oradores dirán que la vida de un soldado no tiene precio. No se lo crean. Sé qué valor otorga el Gobierno de EE UU a la vida de un soldado: ya me han entregado el cheque. Equivale más o menos a lo que pagarán los Yankees a Roger Clemens por cada entrada cuando empiece a lanzar el mes que viene.

El dinero mantiene el duopolio de la trivializada política de republicanos y demócratas. Confina el debate sobre política estadounidense a unos canales bien establecidos. Preserva intactos los clichés de 1933 a 1945 sobre aislacionismo y apaciguamiento, y la llamada del país a "un liderazgo global". Inhibe cualquier informe serio sobre cuánto están costando exactamente nuestras desventuras en Irak. Ignora por completo la cuestión de quién paga en realidad. Niega la democracia, y convierte la libertad de expresión en poco más que un medio para documentar el disentimiento.

No se trata de una gran conspiración. Así es como funciona nuestro sistema.

Al alistarse en el ejército, mi hijo siguió los pasos de su padre: antes de que él naciera, yo había servido en Vietnam. Como oficiales del ejército, compartíamos una especie de irónica afinidad, ya que ambos hacíamos gala de un peculiar don para elegir la guerra equivocada en el momento equivocado. Sin embargo, él era mejor soldado: valiente, férreo e incontenible.

Sé que mi hijo hizo todo lo posible por servir a nuestro país. A través de mi oposición a una guerra profundamente insensata, yo creí estar haciendo lo mismo. En realidad, mientras él lo daba todo, yo no hacía nada. En este sentido, le fallé.

Andrew J. Bacevich. Enseña historia y relaciones internacionales en la Universidad de Boston. Su hijo murió el 13 de mayo en un atentado suicida en la provincia iraquí de Saladino. Traducción de News Clips.