¿Perdió Putin su magia?

¡Cuánto puede cambiar en un año! En el otoño de 2019 el presidente ruso Vladímir Putin parecía estar en la cresta de la ola: la agitación en Occidente – incluida la presidencia de Donald Trump, el drama de la brexit y los feudos europeos por cuestiones que iban desde las migraciones hasta la energía – le habían permitido crearse la reputación de alguien firme y asertivo en la política mundial. Ahora, la firmeza se asemeja más a una esclerosis y las consecuencias se extienden más allá de las fronteras rusas.

A menudo se presenta la crisis de la COVID-19 como una aberración, una crisis sin precedentes que exige una respuesta sin precedentes; pero aunque eso pueda ser cierto, muchos de los desafíos que generó tanto en Rusia como en Occidente eran ya incipientes mucho antes de la aparición de la SARS-CoV-2.

En Estados Unidos, la pandemia profundizó la desigualdad económica, incrementó las tensiones raciales y exacerbó la polarización política; en Europa, dejó en claro lo poco confiable que se ha tornado la relación transatlántica; y en Rusia, expuso la inercia del régimen de Putin, alimentando lo que esencialmente es una «crisis de estabilidad».

Esta es la otra cara de la moneda de la supuesta estabilidad de Putin, que tanto él como sus secuaces presentan desde hace mucho tiempo como el antídoto a las intromisiones de Occidente. El Kremlin tuvo que intervenir en Ucrania y Siria para estabilizar regiones que estaban siendo perturbadas por la influencia o el aventurismo occidental. Y Rusia tuvo que reescribir su constitución para extender el gobierno de Putin – posiblemente de por vida – porque solo él podía proteger a Rusia de la agitación que envolvía al resto del mundo.

Pero, en las memorables palabras que alguna vez profirió el primer ministro de la era de Yeltsin, Víctor Chernomyrdin, «Queríamos algo mejor, pero resultó ser lo de siempre». Inmediatamente después del referendo, «el liderazgo estable» de Putin no solo se tornó errático, se lo ve además un tanto desanimado.

Aunque la gestión de la COVID-19 en Rusia no fue tan desastrosa como la estadounidense, la india o incluso la española, no fue gracias a Putin, quien se mantuvo a seguro refugiándose en el Kremlin mientras los gobernadores y las instituciones estatales competían por el reconocimiento de su gestión «superior» de la crisis. No sorprende que esto haya producido resultados muy dispares: en Moscú, el omnipresente y adicto al trabajo alcalde Serguéi Sobianin, orquestó una respuesta ordenada, a pesar de algunos problemas organizativos; en otras áreas, como Magadán y Kalmukia, las medidas fueron más irregulares.

En general, el Estado solo ofreció una asistencia mínima a las pequeñas empresas y los trabajadores, a pesar de su importancia fundamental para la economía. Incluso Alekséi Kudrin (partidario del régimen de Putin que dirige la Cámara de Cuentas del Estado) reconoció hace poco la estupidez de este enfoque, que contrasta fuertemente con el prolongado uso del Kremlin del «pan y circo» – ferias públicas, conciertos gratuitos y feriados nacionales – para mantener al pueblo lo suficientemente satisfecho y distraído como para que no proteste.

Hay un tufillo a estalinismo tardío en este cambio. En sus últimos días, Stalin se centró en cazar a los enemigos del pueblo y asegurarse del funcionamiento del aparato de seguridad... al diablo con todo lo demás. Después de su muerte se encontraron pilas de documentos sin abrir ni firmar en su escritorio.

Putin, cada vez más estalinesco, parece haberse aburrido en forma similar de la mayoría de las exigencias del liderazgo. Ciertamente, durante la mayor parte de la década pasada, estuvo menos interesado en solucionar los problemas locales que en establecer a Rusia como un actor importante y de temer en el escenario mundial. Pero hoy, aunque tal vez haya un cierto entusiasmo residual por entrometerse en las elecciones presidenciales estadounidenses, pelear con la Unión Europea por cuestiones grandes y pequeñas parece mucho menos emocionante.

Por ejemplo, Putin tuvo poco que decir sobre el envenenamiento de su principal rival opositor Alexéi Navalni. Independientemente de que haya estado directamente detrás de esa chapuza, fue humillante para él y las poco entusiastas desmentidas del Kremlin delataron el desorden de su gobierno.

De igual modo, cuando comenzaron las protestas por una elección presidencial arreglada en Bielorrusia, Putin esperó durante semanas para expresar su apoyo al hombre fuerte Aleksandr Lukashenko. Y, cuando lo hizo, poco se vio de la fiereza del antiguo Putin; dio la sensación de estar simplemente cuidando las formas.

Es cierto, en la última sesión del Club Valdai, Putin – quien habló en línea – afirmó la situación de Rusia como principal sucesora de la Unión Soviética (y que citó también el ejemplo bielorruso para afirmar, una vez más, que Rusia no interfiere en los asuntos de otros países), pero su declaración transmitió desconexión y falta de entusiasmo.

La respuesta de Putin al creciente conflicto por el Alto Karabaj, el enclave separatista armenio en Azerbaiyán, revela un letargo similar. En el último choque entre Armenia y Azerbaiyán hace cuatro años, Rusia logró acallar el conflicto en cuatro días. Esta vez, la lucha lleva ya un mes y continúa. Tal vez el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan se dio cuenta de que Putin no se está tomando las cosas muy en serio, y está mostrando su poderío en favor de Azerbaiyán.

Mientras tanto, en Kirguistán, las protestas generalizadas obligaron al gobierno a anular los resultados de las elecciones parlamentarias del 4 de octubre y llevaron a la renuncia del gabinete. El Kremlin afirmó que un tratado de seguridad existente obliga a Rusia evitar que la situación se desmorone, pero el país sigue sumido en el caos.

Tal vez el colapso del gobierno kirguís le esté ofreciendo a Putin un anticipo de su propio destino. Es cierto, ya se recuperó de una caída similar cuando regresó a la presidencia en 2012. Por ese entonces los resultados negativos en las encuestas funcionaron como un llamado de atención y un Putin renovado jugó algunas cartas geopolíticas – otorgó asilo al ex contratista de inteligencia estadounidense Edward Snowden, anexó Crimea e intervino en Siria – que renovaron su reputación como una fuerza a ser tenida en cuenta.

Pero los índices de aprobación de Putin también están cayendo en la actualidad... y eso no parece haber implicado mucha diferencia. La inercia y el estancamiento de su régimen son palpables, así como la penetrante sombra de la irrelevancia.

Nina L. Khrushcheva, Professor of International Affairs at The New School, is a senior fellow at the World Policy Institute and the co-author (with Jeffrey Tayler), most recently, of In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones.

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