Pere Duran Farell, in memóriam

El 11 de julio de 1999, hace diez años justos, nos dejó Pere Duran Farell, ingeniero, empresario, promotor cultural y hombre de consenso en tiempos de acritud. Su entierro convocó multitudes. Muchos lo sentimos, todos sufrimos su pérdida. Me honró con su confianza profesional tras haberlo hecho con su amistad personal. Su muerte repentina me pilló dando clase fuera de Barcelona, lejos de nuestro entorno compartido. Me pareció no estar donde debía. Por eso escribí, desde la distancia, algunas notas que ahora quiero rescatar y completar.

«Lo importante son las personas, créeme», me decía. Llevaba razón, no hay más que ver empresas e instituciones dirigidas por este o por aquel. Con sus casi ocho décadas a cuestas –a pesar de tenerme como asesor, me llevaba un cuarto de siglo– y con una más que merecida jubilación en el bolsillo seguía bregando como un principiante. Presidía la Fundación Catalana de Gas (actualmente, Fundación Gas Natural), la Fundación Ortega y Gasset, la junta de accionistas de Gas Natural y el Consell Assessor per al Desenvolupament Sostenible de la Generalitat, organismo que él mismo había propiciado. Los presidía a su aire, o sea dinamizándolos con un entusiamo que agotaba. «Te cuidas demasiado», me decía cuando yo renunciaba al vino en los almuerzos. Él seguía en su permanente juventud mental.

Pere Duran presidió las corporaciones industriales y energéticas de mayores vuelos, incluso en pleno franquismo, porque uno no escoge el tiempo en que le toca vivir. Trajo la energía nuclear a Catalunya. Creyó que era lo más oportuno y en eso discrepábamos. Pero a Pere Duran le respetaban hasta los ecologistas más acérrimos. También los sindicalistas, entre otras cosas porque había abogado arriesgadamente por la legalización de Comisiones Obreras cuando era delito afiliarse a ellas. Demócrata convencido, tuvo que tratar a Franco, y no poco. «Le decía cosas que lo dejaban clavado», me contaba. Incluso Franco le respetaba. Había algo mágico en su seductora manera de actuar, delicada, pero tajante: «Suaviter in modo, fortiter in re». Ello explica la habilidad con que manejó la delicada fusión de Catalana de Gas con Gas Madrid que dio origen a Gas Natural.

Cuando murió, algunos se sorprendieron al ver las muestras de condolencia de Juan Carlos I, de Gadafi, de Buteflika o de Fidel Castro. Pero es que Duran trataba con ellos, y con otros reyes y presidentes, con la mayor de las naturalidades. La geografía del gas natural y de las ideas efervescentes era su territorio cotidiano. Por eso cambió el gas de hulla de la añeja Catalana de Gas por un gas natural cuyos compromisos de suministro prenegoció con Ben Bella y los dirigentes argelinos cuando todavía eran perseguidos miembros del FLN (de hecho, les ayudó y acogió en varias ocasiones). Pasábamos horas hablando de estas cosas. Trazábamos estrategias sostenibilistas de futuro y también compartíamos historias vividas en el pasado, cada cual por su lado, en nuestras andanzas africanas y latinoamericanas.

Le apasionaban la arqueología y la botánica. Me preguntaba por sus cactus, de los que tenía una colección formidable que él mismo cuidaba con todo mimo. Había recolectado aquellos cactus y plantas suculentas en infinidad de expediciones americanas y africanas, de igual modo que había excavado personalmente varios yacimientos arqueológicos, parte de cuyos frutos se ofrecían expuestos en su museo particular. Era sorprendente. Aquel ejecutivo de altos vuelos, aquel ingeniero de La Maquinista, de Hidroeléctrica o de Catalana de Gas, era también arqueólogo y jardinero. Así que, de repente, dejábamos los hidrocarburos y los planes estratégicos y nos largábamos a discutir sobre áloes y paquipódiums.

Recuerdo aquel día y aquel acto en que, en Bermejo, al sur de Bolivia, la emoción nubló sus ojuelos vivarachos. Doña Celia Domingo, líder vecinal, le pasó por la cabeza un rutilante collar de papel coloreado, a falta de flores. «¡Muchas gracias, don Pedro!». Estaba sinceramente agradecida y él lo sabía. Lo sabía y desbordaba de satisfacción. Era el 26 de agosto de 1997 y Duran Farell, a sus 76 años, acababa de inaugurar el sistema de saneamiento del barrio, algo banal en cualquier ciudad europea pero singular y trascendente en aquel apartado rincón del trópico boliviano, sobre todo porque lo habían construido con sus manos los propios vecinos. Se trataba de una actuación de desarrollo endógeno concebida por el Foro Latinoamericano de Ciencias Ambientales y apoyada económicamente por la Fundación Catalana de Gas. Nos abrazamos en silencio, porque yo también contenía las lágrimas a duras penas.

«¿Cómo puedo pasar de Salta a Atacama?», me preguntó al poco tiempo. Le propuse un recorrido durísimo a través de los Andes, con géiseres incluidos. Y lo hizo. Él y su esposa hicieron a sus años lo que habría acobardado a la mayoría de jóvenes que conozco. Pero es que Pere Duran y Montserrat Vall-llosera habían recorrido por libre casi todos los desiertos del mundo. Con recursos para irse a las playas de Tahití, preferían la tienda y la soledad del Sáhara, la maravilla de estar solos consigo mismos. Adoraban el desierto porque está lleno de espacio. Nos prometíamos un viaje compartido que nunca llegamos a hacer. Les dediqué El vicio de mirar, publicado al año siguiente de la muerte de Pere.

Ramon Folch, socioecólogo. Director general de ERF.