Periodismo de trinchera (y 2)

Lo peor que se podría decir de los periodistas es que nos ha ocurrido lo que a la clase política. Si la democracia no sirvió a los partidos para crearse un prestigio, nosotros hemos descendido en la valoración ciudadana. A ellos les pasó que, a más experiencia, menos transparencia. Una paradoja que expresó con claridad meridiana aquel malogrado teórico levantino del PP, Eduardo Zaplana: “Ahora que ganamos, nos toca forrarnos”.

¿Y nosotros? Una democracia sin amenazas dictatoriales, algo desconocido en nuestra historia, y sin embargo el periodismo español no goza de especial prestigio entre su propio público. Y esto se da en un país donde buena parte de la cultura ha pasado por el periodismo: la literatura, desde Larra. La filosofía, desde Ortega, y aún antes. ¿Qué hubiera sido de tantos poetas sin los periódicos? Reconozcámoslo, casi todos vivimos del periodismo, no de los libros; cosa insólita en cualquier lugar de Europa, incluido el Este. Sería para tirar cohetes, pero hete aquí que lo mejor y más joven del gremio ansía ser corresponsal; donde sea, pero lejos de España. No sólo por el flagelo del paro o las condiciones laborales precarias, sino porque les atufa el periodismo de trinchera.

Los que no ansían salir corriendo, se inventan los proyectos más peregrinos ligados a internet y las nuevas tecnologías. Quizá sea un problema de la edad, pero cuando leo los comentarios, en internet, a los artículos publicados en la prensa pienso que en muchos casos se ha convertido, al menos en España, en un recurso parecido al de las paredes de los wáteres de antaño; un lugar donde anónimamente uno puede dejar sentada su agudeza o su frustración. Los aseos de los lugares públicos españoles ya no tienen coplillas porno, ni frases de rebelión, se han trasladado a la red; un medio aséptico donde la masturbación no huele.

Si hubiera que distinguir dos características del periodismo de trinchera la primera e indiscutible sería la concepción de club de fútbol. Los hinchas no piensan, sienten. La segunda a señalar, es el espíritu de equipo; una concepción muy peculiar que se traduce, a lo llano, por algo tan intimidante como: “¿Estás con nosotros, o nos traicionas?”. Da lo mismo que sea en Barcelona, en Madrid, en Bilbao o en Oviedo. Ha vuelto la misma pregunta: tú con quién estás, ¿con nosotros o con ellos? No hay posibilidad de una respuesta gallega, ¿quiénes somos nosotros? Y digo ha vuelto, porque algunos la vivimos hace unos cuantos años. Lo más cruelmente divertido es que da lo mismo que lleves en esto tropecientos años, que siempre habrá un converso de última hora que te volverá a hacer la pregunta.

El periodismo es concreto o no es periodismo. Trata de lo que sucede, por tanto hay que arriesgarse y echarle realidad a lo que se escribe. A mí me cuesta entender que los trajes de Camps puedan conseguir retirarle de la vida política. Ni conozco personalmente al tipo, ni he votado al PP en mi vida, ni tengo por qué dar más explicaciones, pero la insistencia en los trajes de Camps tiene que ver con el periodismo lo mismo que un doberman tiene que ver con el deporte de la caza. A mí, lo de Camps, me evoca otros trajes que provocaron otra de las campañas más viles y desproporcionadas que recuerdo: la de los vestidos de Pilar Miró, directora a la sazón de RTVE. Alfonso Guerra podría contarlo con detalle, porque fue protagonista, y lamentaría que no lo incluyera en sus memorias, que al parecer publicará en breve. Conociendo el paño, de seguro que no dirá nada. El asunto se reducía a que Pilar Miró, cuya arrogancia sólo era comparable a su torpeza, consideraba que los trajes que le exigía la etiqueta de su cargo no tenía por qué pagarlos ella. Y la derecha, con la colaboración nada desinteresada de los hombres de Guerra, se ensañó. La liquidaron.

Yo me formé en la idea de que la derecha era más corrupta, por principio, que la izquierda. Craso error que los años ochenta nos desterraron de la mente. La corrupción es una cuestión de oportunidad. O tienes posibilidades o no las tienes. Si las tienes, y no existen controles, puedes hacerlo mientras dure, a menos que te encuentres con la sociedad civil, ese elemento cuya representación genuina podrían ser los medios de comunicación. Así, siguiendo con el ejemplo, nos encontramos que un periodista puede hacer de legítimo denunciador de la corrupción en Valencia, que es del PP, pero es ciego para cualquier otra. El periodismo de trinchera.

Voy a concretar más, porque no me duelen prendas. Cuando Carlos E. Cué, en El País, insiste en la corrupta perversidad del Partido Popular valenciano, no tengo la más mínima duda de que tiene razón, pero ese mismo periodista conoce, y de primera mano, la corrupción del PSOE en Asturias, por familia y residencia, y le debe parecer normal que nadie diga ni una frase del asunto. Es más, estoy convencido que lo consideraría un problema ajeno, o incluso menor, desdeñable. Él tiene el encargo de cazar al PP de Valencia, y lo demás sale de campo.

Soy consciente de traspasar varias líneas rojas. En la prensa española, una de las convenciones gremiales más curiosas consiste en no citar nunca a un colega. Es rarísimo que alguien señale con nombre y apellido a alguien como parte de un análisis, a menos que sea para elogiarle. Si se trata de un juicio desfavorable puede incluso tener una queja sindical; a mí me ha ocurrido. No se opina mal de un colega de pluma. No conozco a Carlos E. Cué, sí a su padre, Carlos Elordi, amigo mío desde los tiempos del cólera y que confío lo seguirá siendo, pero su caso me consiente otro apunte sobre el periodismo español. Hay demasiados hijos de periodistas en los medios de comunicación, y eso no es bueno, porque al periodismo no le ocurre lo que a la química y a las especialidades médicas; donde se da una cadena de conocimientos. Aquí no hay ciencia que heredar; todo lo más un puesto de trabajo.

Otra singularidad del periodismo de trinchera es la impermeabilidad. Caiga lo que caiga, tú te mantienes en tu puesto y ni caso a lo que sucede a tu alrededor. Para eso estás en la trinchera. En una sociedad normal, la aparición de determinados artículos provocaría un debate; incluso hay lugares donde causarían una conmoción. A mí, por ejemplo, me dejó noqueado un texto de opinión, aparecido el martes en El País –diario de referencia obligado– firmado por César Molinas, a quien no conozco de nada. (Es terrible que haya que estar siempre explicando que no vives del elogio y el compadreo).

Como el tal César Molinas estoy seguro que no pertenece al gremio periodístico, me atrajo su título –“Como albinos en Tanzania”–, incompatible con una profesión que mientras no conste lo contrario se dedica a contar la realidad o lo que puede de ella. Ni aparecen los albinos ni se habla de Tanzania. En una audaz metáfora describe de manera apabullante la falacia del impuesto fiscal sobre las grandes fortunas, que ha recuperado Rubalcaba y que al final todos acabarán aceptando, porque estamos en campaña electoral. Es demoledor, por cómo lo explica y las conclusiones que alcanza. Hay artículos que estremecen porque te descubren ángulos que nunca habías imaginado. Una falacia se convierte en un ariete de campaña porque ninguno se atreve a contradecir las palabras milagrosas del engaño: “Un impuesto a las grandes fortunas”. Los que saben se descojonan, los electores babean.

O rompemos con el periodismo de trinchera y salimos a campo abierto, o estamos amenazados de necrosis; nos vamos apagando en la contemplación de nuestra pasada gloria mediática. Quizá el gremio necesite, más que brillanteces y grandes proyectos, algo tan sencillo como “salir del armario”, porque lo nuestro es parecido a lo que les ocurría a quienes sentían querencia por los adolescentes, las ninfas o los travestís, y no se atrevían a confesarlo. Pero en nuestro caso no osamos decir que es el poder.

Por Gregorio Morán.

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