Periodismo, nada más

El día que llegué a EL MUNDO tras ser nombrado su nuevo director tuve problemas para que me dejaran entrar. Había olvidado mi DNI y los guardias de seguridad no me ponían cara, tras años trabajando lejos de la redacción, desde Kabul, Pekín o Ulan Bator. Pensé en pavonearme cual político –«no sabe usted con quién está hablando»– y jurar que efectivamente era el nuevo director, pero habrían llamado a los servicios sociales. Al contarle la anécdota a mis compañeros, una vez superados los obstáculos de acceso, les dije lo bueno que sería que en adelante los guardias de seguridad me pararan cada día en la entrada para preguntarme quién soy. Y sobre todo, a qué vengo.

Periodismo, nada másLa respuesta que voy dando por ahí es que regreso a la redacción donde empezó todo para mí con la idea de hacer periodismo, nada más. Pero me está costando encontrar alguien que me crea. «Hay demasiados intereses y no te van a dejar», me dicen.

Tan pobres expectativas serían de agradecer –es mejor ir al último estreno sin albergar demasiadas– si no reflejaran el profundo desencanto que una parte de la sociedad siente hacia la prensa. Que los periodistas seamos los últimos en reconocerlo puede explicarse por las contradicciones de nuestro oficio: nos pasamos el día criticando lo que hacen los demás, sean políticos o cocineros, pero nos cuesta enormemente hacerlo con nuestro propio trabajo. Señalamos con el dedo a los culpables de la decadencia que ha vivido este país, sin preguntarnos si tenemos alguna responsabilidad en lo ocurrido. Pedimos a partidos e instituciones regeneración, sin plantearnos si deberíamos aplicarnos la medicina que tanto recetamos a los demás.

Las causas de nuestra pérdida de credibilidad pueden encontrarse en las hemerotecas. O, mejor dicho: en lo que no se puede encontrar en ellas. Durante tres décadas, los medios de comunicación ofrecimos inmunidad informativa a la Monarquía, perjudicando en el camino a la institución que queríamos defender al enviar a sus miembros de moral más endeble la señal de que siempre miraríamos a otro lado. En otras ocasiones, pusimos nuestros intereses por encima de los de nuestros lectores, quizás nunca con tanto descaro como en los años de las conocidas como guerras mediáticas. Era cuestión de tiempo que nos durmiéramos en la garita de ese sistema que habíamos prometido vigilar y que lo hiciéramos en el peor de los momentos, en vísperas de la mayor crisis económica de la Democracia. ¿Cuánto dinero habrían ahorrado los contribuyentes si hubiéramos investigado a las cajas de ahorro y sometido a sus directivos a las preguntas pertinentes, antes de que fuera demasiado tarde?

Mientras los herederos de la Transición convertían el país en una inmensa agencia de colocación para sus afines, las instituciones se gangrenaban y los partidos políticos que debían defender el Estado de Derecho se aprovechaban de él, en ese viaje hacia la irresponsabilidad colectiva, cuya factura terminó siendo pagada por los de siempre, los que trabajamos en prensa pudimos hacerlo mejor. Admitirlo no emborrona lo mucho que se hizo bien ni resta méritos a periódicos que, como EL MUNDO, han mostrado desde su nacimiento un gran coraje periodístico y determinación en la defensa de la democracia y la libertad, con mis predecesores, Pedro J. Ramírez y Casimiro García-Abadillo, al frente.

Pero, de la misma forma que una parte cada vez más importante de la sociedad reclama una nueva forma de hacer política o negocios, el momento es propicio para que también el periodismo español renueve su compromiso, en mi caso con los lectores de EL MUNDO.

Cuando hagamos una pregunta incómoda a un político, la haremos en su nombre; cuando denunciemos la corrupción o los abusos del poder, lo haremos en su nombre; cuando pidamos medidas de regeneración –no nos cansaremos de hacerlo–, lo haremos en su nombre; y cuando nos equivoquemos, será porque, también en su nombre, busquemos la verdad. Sin militancias ni sectarismos. Defendiendo principios y no partidos. Sin intenciones políticas propias ni de terceros. Con independencia y sin resentimiento, no sólo porque España ya acumula suficiente de esto último, sino porque Kapuscinski tenía razón cuando decía que nuestra labor no consiste en pisar las cucarachas –no somos jueces ni policías–, sino «en prender la luz para que la gente vea cómo las cucarachas corren a ocultarse».

David Jiménez, director de El Mundo.

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